TRIBUNA LIBRE / OPINIÓN

Yo confío

14/03/2020 - 

No hace falta ser un ingeniero de la mente para saber que el coronavirus no sólo estropea el cuerpo. También infecta nuestro ser. Siempre ha sido así desde los tiempos de la peste bubónica o el sida. Sin embargo, el aroma actual es diferente. En el mundo de hoy en día, la reacción de los gobiernos y la opinión pública ante la crisis del coronavirus puede ser entendida como una serie de fenómenos emocionales que condicionan qué hacer con la pandemia y cómo combatirla con eficacia y contundencia.

Encontramos (cada vez menos) la negación: "Pero doctor, ¿es para tanto?". "Lo mejor es no escuchar las noticias, ni leer la prensa". Si la negación es total provoca una inacción o retraso en la puesta en marcha de medidas sanitarias y de salud pública imprescindibles en la situación de emergencia que vivimos. También aparece un miedo inmenso, muchas veces, desproporcionado e irracional. Se teme al contagio y al contagiado: "Estoy inquieto, duermo mal…creo que tengo la enfermedad". Nos asusta la cuarentena, la desatención médica, la falta de víveres: "Me he comprado decenas de mascarillas, guantes, gel, comida…me estoy obsesionando". Podemos observar ira que se manifiesta como desconfianza hacia los expertos, los comités, los gobiernos, la información o los consejos divulgados. 

La desconfianza es el terreno de cultivo para las teorías conspiranoicas sobre el origen del virus y las fake news o bulos acerca de situaciones apocalípticas en los hospitales o de recomendaciones de prevención y tratamiento que no están contrastadas científicamente o son absurdas. Por ejemplo, el recelo explica la brecha que existe entre el conocimiento de los consejos con evidencia médica para evitar la transmisión y su puesta en marcha: a mayor suspicacia mayor dificultad en ponerlos en práctica. Un paso siguiente es la aparición de actitudes de rabia y conductas agresivas hacia los chinos, asiáticos, italianos, extranjeros, en general, pero también hacia los madrileños: "Los infectados son una amenaza, ¡hay que evitarlos como sea!" Por ejemplo, durante las dos primeras semanas de febrero aumentaron de forma dramática las búsquedas en Google de "kill chinese" y "killing chinese"(acceso el 13 de febrero de 2020). Encontramos la negociación: "Esta es una batalla que vamos a ganar, pero tenemos que hacerlo todos juntos y sabemos que lo más importante es la responsabilidad personal" (president Ximo Puig). Finalmente, advertimos la depresión, el derrumbamiento, el fatalismo: "Estamos perdidos. No hay nada que hacer".

A menos que yo lea de manera errónea la evidencia, la anterior descripción recuerda el esquema que la psiquiatra Elisabeth Kübler-Ross desarrolló para explicar la reacción ante situaciones de pérdida como quedarse sin trabajo o cuando nos comunican que sufrimos una enfermedad muy grave. Además, Kübler-Ross propone una última fase de aceptación: "No puedo luchar contra la pérdida, la enfermedad, así que es mejor que me prepare". En el caso de la crisis del coronavirus la aceptación significaría un plan coherente para enfrentarnos a la primera pandemia en los tiempos de las redes sociales. Estas ofrecen instantaneidad, masividad y universalidad a precio de ganga para que se extiendan y agiganten la negación, el miedo insensato, los bulos, la desconfianza extrema, la violencia y el hundimiento entre millones de usuarios. Los gobiernos, pero también las agencias, los medios de comunicación y las organizaciones de todo tipo a la vez que combaten con eficacia la pandemia, deberían estar atentos y tratar con la misma contundencia la infodemia y la psicodemia relacionadas con el coronavirus porque no sólo se contagia el coronavirus.

Pero, ¿y los ciudadanos? Usted, yo, mis hijos, los suyos, mi madre, sus padres, nuestros colegas y amigos deberíamos confiar en nosotros mismos, en nuestra capacidad para aguantar las experiencias difíciles y dolorosas como la actual. Una de las tragedias de los tiempos modernos es la obsesión por la seguridad no sólo física, evitando cualquier tipo de dolor emocional, aunque suponga el uso de medicamentos o la psiquiatrización del malestar que genera vivir en las condiciones que lo hacemos desde hace décadas. La búsqueda de espacios seguros, la exigencia de protección, la necesidad de que cualquier situación que provoca sufrimiento debe ser evitada está provocando una sociedad de sujetos débiles y temerosos. 

Nasim Nicholas Taleb, el autor del famoso libro El cisne negro, es uno de los teóricos que advierte de la imposibilidad de predecir todos los imprevistos en los sistemas complejos como la sociedad o las personas. Además, introduce el concepto de antifragilidad para sobrevivir a las situaciones inesperadas e inevitables de la vida. A este respecto, Taleb distingue tres posibilidades. En primer lugar, la fragilidad de las tazas de porcelana que se rompen con facilidad y no pueden arreglarse. Requieren un cuidado máximo. En la crisis del coronavirus, según la evidencia, serían las personas que acumulan muchos factores de riesgo como la edad muy avanzada o las enfermedades crónicas especialmente respiratorias y cardiovasculares. En segundo lugar, la resiliencia de las tazas de plástico capaces de resistir muchas caídas, aunque poco a poco van deteriorándose. Y, por fin, los sistemas como el inmunológico y las personas que en general son antifrágiles porque necesitan de estresores y desafíos para aprender y madurar. Si nuestros músculos no se ejercitan a diario se vuelven atróficos. Si nos vemos incapaces de superar la crisis del coronavirus o de las que estén por llegar, entonces, el fantasma de la ultraseguridad se adueñará de nuestra capacidad de ser antifrágiles y de cambiar para convertirnos en sujetos atrofiados y asustados.

Rafael Tabarés-Seisdedos es psiquiatra y psicoterapeuta, catedrático de Psiquiatría en la Universitat de València, investigador principal en el Cibersam–ISCIII e Incliva

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