Cuando se va a cumplir el segundo aniversario de esos momentos en que, a finales de 2019, empezaron a llegarnos desde China informaciones sobre una enfermedad que parecía extenderse a una velocidad inaudita, provocada por un nuevo tipo de coronavirus, y sobre todo la respuesta que entre todos le damos, son elementos estructurales con los que convivimos y conviviremos, por lo que parece, durante un tiempo. Ya veremos, de hecho, si para siempre. Además de haber aprendido mucho en estos dos últimos años sobre pandemias, esta cronificación del asunto nos ha hecho también aprender sobre nosotros mismos.
Por ejemplo, en el caso de España, hemos descubierto que quizás nuestro ordenamiento jurídico (y sus intérpretes) no están (no estamos) a la altura de ciertos retos y que reaccionamos con muchas más dificultades, desde el plano legal e institucional, que otros países (pasó con los estados de alarma y aún seguimos en las mismas con el pasaporte covid, por mencionar sólo el último ejemplo). A cambio, también sabemos ya que en nuestra sociedad hay un mayor grado de civismo, sentimiento de comunidad o de obediencia a instrucciones orientadas a la protección de los demás del que existe en otras sociedades aparentemente más desarrolladas, como se demuestra en las mayores tasas de vacunación entre aquellos colectivos que lo hacen no tanto para protegerse a sí mismos sino a los demás en comparación con la mayor parte de nuestros vecinos.
Con las vacunas el coronavirus, a día de hoy, sí que ha pasado a ser, más o menos (o, al menos, eso parece), “como una gripe”: una enfermedad muy contagiosa, presente casi de forma constante todo el año pero con picos pronunciados y más severos en invierno, que a la mayor parte de la población vacunada le cursa sin apenas efectos o incluso de modo asintomático y que sólo en casos raros en personas no vulnerables puede derivar en complicaciones graves, e incluso en la muerte (aunque exista una pequeña probabilidad de que esto ocurra y todos los años se vayan a dar casos). En cambio, en personas mayores o con condiciones de salud delicadas de partida, como pasa con la gripe, la enfermedad sí puede generar muchas complicaciones y provoca un número apreciable de muertos cada temporada. Pero, al igual que ocurre desde siempre con la gripe y sus estragos anuales, nuestras sociedades conviven ya con esta realidad sin detener la vida social y económica, por mucho que sepamos que ralentizarla o incluso detener muchas actividades reduciría los contagios de forma considerable.
Socialmente tenemos (casi) todos claro que los costes sociales de esa paralización no compensan, de modo que no se concibe siquiera. Por último, también sabemos que, al igual que pasa con la gripe, la población que puede estar en una situación de más riesgo reduce de forma notable el mismo si se vacuna y, en concreto, si lo hace periódicamente (una vez al año, al menos) para reforzar la inmunización e irla adaptando mejor a las nuevas variantes. De modo que estamos vacunando ya a todo el mundo en esa situación que lo desea y, a continuación, lo haremos con los demás, con la famosa tercera dosis (y luego vendrán más, sin duda, dentro de unos meses). En definitiva, como con la gripe (respecto de la que también ahora nos aconsejan que nos vacunemos los colectivos no en riesgo a fin de contribuir con ello a reducir la incidencia global de la pandemia anual de la enfermedad).
Sn embargo, esta situación interna en países como España (o todos los europeos) sigue conjugándose con una lacerante desigualdad a nivel internacional respecto de la distribución de vacunas. Para que el coronavirus sea en la práctica como una gripe hacen falta no sólo vacunas, sino muchas vacunas, dado que hay que ir poniendo dosis de refuerzo a toda la población más vulnerable (y, preferiblemente, a cuantos más mejor de entre los restantes). Algo que requiere no sólo del meritorio esfuerzo creativo y científico de diseño de la vacuna sino también de capacidades industriales para su producción, económicas para su adquisición, institucionales para su correcta distribución e inoculación y sociales para crear redes que permitan solventar los problemas que a todos esos niveles pueden darse.
Hemos descubierto que, mal que bien, las sociedades occidentales y ricas, disponen de todo ello (e incluso sin la capacidad científica para crear vacunas propias de forma rápida y fiable, como ocurre en nuestro país, se puede lograr una buena situación siempre y cuando se disponga de todo lo demás, especialmente de dinero para comprar suficientes vacunas a quienes sí tienen potencial científico e industrial para producirlas). Pero, también, que en muchas partes del planeta están (estamos) lejísimos de lograrlo. Lo cual supone un evidente problema, sobre todo para ellos, pero indirectamente también para nosotros, puesto que la conversión del virus en un habitante más del planeta al que no podemos erradicar del todo tiene que ver con estas carencias, que además ayudan mucho a la aparición y expansión de nuevas variantes, algunas de las cuales pueden ser más contagiosas y letales que otras… obligando a aún más esfuerzos en los países que se lo pueden permitir en forma de más desarrollo de vacunas, más gasto hospitalario, más campañas de vacunación, etc.
Ahora bien, una de las cosas que hemos descubierto también pasados dos años de pandemia es que no somos capaces, a nivel internacional, de arreglar esto. Es más, ni siquiera de hacer como que podemos intentar aspirar a arreglarlo. No tenemos instituciones suficientemente potentes que actúen a escala planetaria, con recursos y capacidad bastantes, para hacer frente a la situación y, en particular, la OMS se ha demostrado manifiestamente impotente limitándose a tratar de promover las por lo demás escasas donaciones de vacunas desde los países más ricos a los menos favorecidos. No hay un sistema de protección (e incentivo) de la propiedad intelectual y de los avances científicos y técnicos que, a la vez que los ampare y dinamice, permita su diseminación justa y equitativa por todos los países del mundo, ni siquiera cuando tenemos una situación de desgracia global que lo haría no ya deseable sino imprescindible. No hemos sido capaces de establecer mecanismos diferentes a los del mercado y la competencia (en este caso, entre naciones) para priorizar el acceso a bienes esenciales como las vacunas, de manera que los ciudadanos españoles tenemos ya o tendremos en breve a nuestra disposición una tercera dosis mientras que la mitad de la población del planeta no ha tenido aún acceso a ninguna.
Y, todo ello, en medio de una situación de crisis, extremadamente visible, palpable incluso, para toda la población y de la que los medios de comunicación llevan hablando hasta la saciedad desde hace dos años. A pesar de lo cual, sencillamente, no ha habido manera, más allá de dos o tres iniciativas paliativas de poco alcance, de lograr caminar hacia una solución que aspire a ser global, por un lado, y más justa para todos, por otra. Además de, por todo ello, mucho mejor en términos generales para combatir la pandemia en sí… que parece que, en el fondo, y comparada con las dinámicas del mercado y nuestras necesidades cortoplacistas, sea lo de menos.
A nivel individual, como pasa con muchas cosas en esta vida, si uno se para a analizarlo, resulta hasta incómodo pensar en la de personas de edades donde el riesgo es poco o inexistente que vamos a recibir una tercera dosis de algo que tantos sers humanos en el mundo que lo necesitan mucho más no han tenido ocasión siquiera de tener a su disposición ni en forma de monodosis. Da la sensación de que, aun así, lo responsable es hacer uso de la oportunidad que se nos da para ayudar indirectamente a la población más vulnerable de nuestras sociedades, máxime porque esa vacuna que no usáramos en ningún caso parece que fuera a ser empleada mejor en otro caso. Pero no deja de ser una situación moralmente incómoda, por no decir asquerosamente absurda.
Desde un punto de vista más general, si ante una crisis como esta, tan visible, donde la relación entre lo que ocurre en otros lugares del planeta y lo que acaba pasando aquí es tan clara, que incide tan directa y claramente en nuestra vida social y en la actividad económica, además de en la salud, no somos capaces de articular una reacción más justa pero, además, más eficiente para atajar el fenómeno, inquieta pensar sobre cuántas desgracias, y cómo de presentes y de visibles han de ser, para que empecemos a poner en marcha mecanismos institucionales, económicos y jurídicos que sean eficaces de verdad para combatirlas, la más evidente de las cuales son las consecuencias desastrosas que ya se avizoran del cambio climático (pero sin olvidar la epidemia silenciosa más peligrosa y desarticuladora del vínculo social que es la generalización y agravamiento de la desigualdad en nuestras sociedades).
Porque da la sensación de que, mientras la cosa se pueda combatir con tratamientos locales que minimicen los dramas que nos afectan directamente, los que tenemos y tendremos a nuestra disposición la tercera dosis vamos a hacer gala de más bien poca capacidad para articular respuestas ambiciosas. Total, ¿a nosotros qué más nos da, si vamos a seguir haciendo más o menos vida normal?, parece ser el credo dominante del momento.
El problema es que, muy probablemente, para los retos que nos esperan a la vuelta de la esquina no habrá vacuna que valga, ni siquiera para quienes dispongan de muchas dosis para sí mismos, para proteger en solitario a unos pocos. Así que mejor si le damos una vuelta al tema mientras, gracias a vivir en esta parte del mundo, celebramos de nuevo unas fiestas de Navidad que, aunque sea con más o menos restricciones, van por fin a volver a santificar el derecho al cubata, la reunión social, la cena de empresa y el reencuentro con familiares por encima del derecho a la salud de gran parte de la población del planeta. Aunque sea un poquito… entre dosis y dosis.