En alguna medida, 2020 ha sido el año cero de nuestras vidas. Por primera vez hemos conocido en directo una grave pandemia mundial. Hemos observado sus consecuencias y, entre éstas, las más importantes: cómo se modelan las emociones humanas ante un hecho que ataca la supervivencia individual y amenaza la estabilidad de la comunidad; cómo reaccionan los agentes públicos y privados; cómo se forman y evolucionan los estados de opinión; cómo la percepción del riesgo sanitario desarrolla su dialéctica con la del riesgo económico; cómo se asume y aplica la solidaridad intergeneracional; incluso, aunque parezca obsceno, cómo emerge otra franja de ganadores y perdedores.
La experiencia de este tiempo tan singular no ha concluido. 2021 aportará nuevos fotogramas a la película final y, si las previsiones se cumplen, será a partir de entonces cuando proliferarán los trabajos sobre las dimensiones específicas que articulan el impacto poliédrico de la pandemia. Así, pues, todo lo que ahora podamos avanzar está sometido a una rigurosa provisionalidad pero, quizás, sirva para enunciar algunas hipótesis.
La primera de ellas es la más probable de cristalizar en tesis: no estamos preparados para hacer frente a las diversas crisis que desvela la globalización. La Gran Recesión de 2008 ya puso de manifiesto la inexistencia de una hoja de ruta, internacional y compartida, con efectos devastadores para los países comunitarios del sur de Europa y consecuencias agravadas para la Unión Europea. Si aquel momento reveló que los fenómenos económicos sistémicos no disponían de un modelo de gobernanza internacional amoldado a las nuevas crisis financieras, ni siquiera un circuito de información y análisis capaz de anticiparlas, el Covid 19 ha reforzado estas percepciones en el terreno de las pandemias. Es cierto que la reacción de los gobiernos occidentales ha coincidido en la inyección de amplios recursos económicos destinados a sostener la actividad económica y el empleo, convergentes con los estímulos financieros aplicados por los bancos centrales. Sin embargo, pese a que las pandemias forman parte de los nuevos retos estratégicos de nuestro tiempo y que, como tales, son reconocidas por los gobiernos desde hace años, hemos observado la inexistencia de instrumentos previsores, tanto en nuestra realidad más próxima como en otras regiones del planeta. Sólo Finlandia disponía de reservas estratégicas, por más que su existencia se deba al temor histórico que le causa ser fronteriza de Rusia.
La ausencia de prospecciones y respuestas previamente dispuestas ha conducido a la simultánea o consecutiva aparición de importantes fallas. La indisponibilidad de los medios materiales más necesarios, su aleatoria distribución, la rigidez de los marcos regulatorios frente a la urgencia de las necesidades, fueron las primeras. Sólo el voluntarismo de algunos grupos de profesionales y la adopción de medidas drásticas e inéditas redujeron la transmisión de la pandemia. Un resultado que, a su vez, evidenció la tensión entre los objetivos sanitarios y los económicos. Ha existido y existe una clara discrepancia, todavía no resuelta, entre ambos. Entre la salud como bien básico del ser humano, y la salud humana como material intercambiable por un nivel determinado de producción y empleo. No es éste el único dilema ético que la pandemia ha puesto al descubierto: el uso de las plazas hospitalarias por personas de edades diferentes se añade a aquel y ojalá que la prioridad para la distribución de las vacunas, entre los diversos grupos sociales, no se constituya en un tercero.
Asimismo, con la covid hemos detectado una respuesta social evolutiva. El respeto a la enfermedad conducido por la socialización del miedo estuvo presente en la primavera de 2020: en los momentos más crudos, de mayor desconcierto, de imágenes crueles que nos revelaban el sufrimiento y el dolor en cada informativo. A partir de entonces, la emocionalidad compartida se ha deshilachado, de modo que se ha erosionado la identificación con la existencia de una amenaza colectiva. Primero, por la falsa sensación de seguridad con la que se llegó al verano. Al mismo tiempo, por la politización de la pandemia, la formación de burbujas de indiferencia entre algunos colectivos que se sienten protegidos por su edad y la agitación del populismo asentado sobre una concepción de la libertad personal sin otros límites que los individualmente elegidos. Finalmente, por el solapamiento de mensajes públicos cambiantes, cuando no contradictorios y faltos de justificación experta.
En conjunto, ha prosperado el desafío al riesgo, hasta el punto de que el reconocimiento de los colectivos de primera línea contra la Covid, como el sanitario, se ha deshinchado. Desde que hemos abandonado los balcones porque podemos andar por las calles, ya no hay aplausos a su labor como si ésta no fuera igual de valiosa y valerosa. Tal parece como si hubiéramos construido una emocionalidad social fungible que, en poco tiempo, ha pasado de la alarma a la desconfianza, de las palabras de los expertos a los chismes y bulos de las redes sociales, de las precauciones para nosotros y para los demás, a la burla de ambas.
Quizás convenga tener presente que el anterior conjunto de reacciones ha coagulado pese a enfrentarse a un fenómeno reconocido, visible y de amenaza directa a la vida humana. Si sumamos la oposición y resistencias advertidas e intentamos emplear la Covid de calibradora avanzada de otros riesgos globales, podremos intuir la intensidad de los futuros rechazos a este tipo de amenazas. Más aún si son de largo plazo, -y, por ello, menos palpables-, y exigen sacrificios probablemente crecientes, como el cambio climático.
¿Nos servirá lo que estamos aprendiendo de la covid-19 para anticiparnos y proteger una sociedad democrática de fenómenos que discuten su eficacia resolutiva y la madurez de la responsabilidad individual?