Es tal el frenesí de acciones y declaraciones en el que estamos inmersos, que la actualidad se amontona, los ciclos de noticias se suceden a velocidad de vértigo, y lo que hoy es crucial pasado mañana ya es anecdótico. La pandemia, su evolución y sus consecuencias en todos los órdenes de la vida, lo absorbe y lo condiciona todo. Y también contribuye a tensionar aún más el ambiente político, ya de por sí suficientemente crispado en los últimos años.
Teniendo todo lo anterior en cuenta, el enfrentamiento abierto entre el Gobierno y la Guardia Civil constituye una noticia de gran importancia. Sobre todo, a largo plazo. La Guardia Civil no es una institución cualquiera. Se trata de una de las instituciones más valoradas por parte de los españoles. Le corresponde la gestión de buena parte de la seguridad ciudadana. Ha estado estos cuarenta años de democracia en primera línea de la lucha contra el narcotráfico o el terrorismo. Pero en el pasado, y desde los comienzos de su historia, había estado vinculada no sólo con la seguridad (especialmente en el ámbito rural), sino con la represión. Cuarenta años de democracia pueden matizar ese legado, pero no ignorarlo. Sobre todo, teniendo presente que la Guardia Civil protagonizó el golpe de Estado del 23F de 1981. Las imágenes del teniente coronel Tejero en el Congreso de los Diputados pasaron a la historia de España, y también de la Guardia Civil (no para bien, obviamente).
Por eso, que esta semana nos encontremos una especie de "ruido de sables" atenuado, protestas en la Guardia Civil y dimisiones (por ahora, solamente de cargos que estaban a punto de jubilarse, pero cuya posición en la cúspide de la cúpula del cuerpo no deja lugar a dudas sobre su incidencia), no es en modo alguno una cuestión menor. Sobre todo, si viene combinada con la difusión de un informe elaborado para la juez Carmen Rodríguez-Medel (ella misma, muy vinculada con la Guardia Civil, puesto que su padre y su hermano pertenecen al cuerpo; su abuelo, comandante de la Guardia Civil en Pamplona, se enfrentó a la sublevación del 18 de julio de 1936 y fue fusilado por órdenes del general Emilio Mola) sobre las condiciones en las que se autorizó la manifestación del 8 de marzo en Madrid, que claramente está construido (por las omisiones, tergiversaciones y, en algunos casos, invenciones que contiene) para demostrar la culpabilidad de los acusados, en este caso el delegado del Gobierno en Madrid.
En cuanto al Gobierno, ha gestionado este asunto con la mezcla entre amateurismo e irresponsabilidad con la que gestiona casi todo desde que comenzó la pandemia. Sin duda, el ministro tiene perfecto derecho a relevar de su cargo (la dirección de la Guardia Civil en Madrid) al coronel Pérez de los Cobos, así como promocionar a los mandos que considere oportuno. Pero el momento escogido para ello, en plena crisis del coronavirus, ha resultado explosivo: el enfrentamiento entre el Gobierno y una institución de tanto peso como la Guardia Civil, que maneja información sensible, que cuenta con casi 80.000 agentes y sus familias, no es algo menor.
Por su parte, Pablo Iglesias ha vuelto a evidenciar su irresistible tendencia al choque con sus palabras: "Les gustaría dar un golpe de Estado, pero no se atreven", dirigidas a Iván Espinosa de los Monteros en la comisión de reconstrucción del Congreso de los Diputados. Sin duda, Vox lleva meses alentando, con su discurso explosivo, ideas al menos rayanas con el golpismo. Le niegan legitimidad al Gobierno, buscan soluciones de "salvación nacional" que consisten, básicamente, en salvarnos del actual Gobierno, e incluso alguna diputada ha instado al Ejército a intervenir. La indignación de Espinosa de los Monteros ante las palabras de Iglesias no se corresponde con el discurso enarbolado por su partido.
Afortunadamente, las palabras son una cosa y los hechos, otra muy distinta. La mera idea de un golpe de Estado, en España, por mucha crisis del coronavirus que estemos viviendo, resulta impensable... sobre todo, porque estamos en la Unión Europea. Habría que ver, con este nivel de dirigentes políticos que tenemos, en el Gobierno y en la oposición, y con un conflicto independentista abierto en Cataluña, qué sucedería en otros casos. Pero, por fortuna, la UE nos protege de este tipo de experimentos, porque los que podrían verse tentados a llevarlos a cabo no pueden contar, ni remotamente, con asumir el coste que conllevaría, ni con recabar apoyos (sociales, económicos y políticos) para hacerlo viable.
A lo que sí que estamos asistiendo, en cambio, es a una polarización de la sociedad que puede conllevar efectos duraderos. La Guardia Civil, que como ya hemos indicado es una institución muy bien valorada por los ciudadanos, según todas las encuestas, da muestras de enfrentamiento con el Gobierno más escorado a la izquierda de la historia de la democracia española (el único con presencia de ministros provenientes del PCE), mientras un nuevo partido político de extrema derecha pone en duda la legitimidad de la izquierda para gobernar en un grado muy superior a cualquier exabrupto que nunca llegase a proferirse desde el PP. El Jefe del Estado, por último, se encuentra en una situación de debilidad derivada de los escándalos financieros de su padre, Juan Carlos I, pero también de su política de gestos y apariciones públicas, que han erosionado la imagen de la Monarquía, y también la han escorado hacia la derecha.
En este contexto, es cada vez más difícil defender que los consensos y presuposiciones de la Transición política continúan vigentes. Los acontecimientos de los últimos años abocarán al PSOE a decidir si intenta recomponer puentes con dichos consensos, sabiendo que se fundamentan en una visión de las cosas y de las estructuras del Estado netamente favorable a los intereses conservadores, o bien romper con ellos (o con algunos de ellos). De ahí puede consolidarse una tercera vía de la izquierda española, entre el esencialismo de la derecha y el frenesí independentista, que acabe obligando a algún tipo de revisión en profundidad del pacto de la Transición si queremos solucionar los graves problemas que nos aquejan desde hace años y que el ambiente, en definitiva, deje de resultar irrespirable. Pero también puede consolidarse y agravarse dicho frentismo, con la puesta en duda de instituciones hasta ahora intocables, como la Guardia Civil o la monarquía. Después de todo, y por desgracia, tanto el Gobierno como la mayoría de la oposición parecen muy cómodos en la actual guerra de guerrillas dialéctica, caiga quien caiga.