Cuando se habla de José María Aznar, la gente tiende a pensar en un señor con bigote, muy enfadado, que reconviene a los demás y les explica que están haciendo mal las cosas. Y la verdad es que siempre fue así, pero el personaje, con el tiempo, ha ido degenerando y perfilando más claramente su deliciosa personalidad.
De hecho, hay un mítico Aznar anterior al señor que conocemos hoy. Un Aznar que decía que hablaba catalán en círculos íntimos y se confesaba admirador de Azaña. Un Aznar que pactaba con los partidos nacionalistas y que en ocasiones intentaba resultar... ¿simpático? Tal vez tanto no, pero desde luego no buscaba resultar antipático, como ahora.
Ese Aznar mitológico proviene de la legislatura 1996-2000, la primera legislatura del PP tras catorce años de felipismo. Aznar ganó las elecciones por la mínima y tuvo que pactar con nacionalistas catalanes y vascos en un giro de guión totalmente imprevisto. Fue épica la noche electoral de 1996, que comenzó con las juventudes del PP coreando en Génova: "¡Pujol, enano, habla castellano!", y conforme avanzaba el recuento quedaba evidenciado, como después se vio, que sería Aznar quien acabaría por hablar catalán.
Hubo un Aznar más o menos dialogante y moderado, que quería hacerse querer por la sociedad española y ocupar el espacio del centro político (o, al menos, parte de él). Ese Aznar desapareció después de la mayoría absoluta de 2000, viéndose paulatinamente sustituido por el Aznar huraño e implacable de la guerra de Irak y el 11M, y a su vez por la caricatura autoritaria que ha sido después.
Tal vez se pregunten si el título de este artículo obedece a un juego de palabras con Aznar y los bonsáis de Felipe González en la Moncloa. Pero no, es todo más prosaico: hablemos del Botànic. No se preocupen: no voy a comparar a Ximo Puig ni a Mónica Oltra con Aznar. el Botànic 2 no morirá de autoritarismo sobrevenido. Pero eso no quiere decir que le vaya bien en el futuro.
En su primera edición, el Botànic se configuró, ante todo, como un gobierno de contraste con el PP: un gobierno transparente, austero, y sin sombra de corrupción. Esto generó problemas en su funcionamiento interno, porque le obligó a limitar mucho la arquitectura del Consell (sólo diez consellerias, con un secretario autonómico la mayoría de ellas) y los puestos eventuales.
Por otro lado, las prácticas de transparencia y el afán de limpieza, tan necesarios, dificultan a veces la eficacia. Fichar a dedo o dar contratos con procedimientos opacos conllevan sus propios problemas (que se lo digan al PP), pero sin duda agilizan el proceso de toma de decisiones. El Botànic, si por algo se ha caracterizado, es por la lentitud y las dificultades para llevar a cabo sus políticas más novedosas y divergentes con las del PP (como, por ejemplo, la reapertura y reimplantación del servicio público de radiotelevisión autonómica).
Además, el Botànic buscó luchar desde el principio contra lo que parecía una de sus principales debilidades: la cohesión y unidad del Gobierno. Se buscó un sistema de mestizaje y se perduró con la misma estructura de consellerias (y los mismos consellers, salvo casos contados y obligados por las circunstancias) a lo largo de toda la legislatura.
El Botànic 2, en cambio, evidencia en su mismo origen un propósito y un funcionamiento divergentes. Por un lado, es un gobierno mucho más grande. Más consellerias, más secretarías autonómicas, muchas más direcciones generales. Muchos más asesores, en consonancia con lo anterior. Por otro lado, es un gobierno menos cohesionado que el anterior: cuatro partidos políticos, cuatro agendas que a veces parecen ir en paralelo, cuando no colisionar entre sí.
Finalmente, cómo decirlo... Es un gobierno al que se le ven mucho más las costuras que al anterior, en términos de "vieja política", si por ella entendemos el afán de repartirse los cargos y por ocuparlos con gente del partido, aunque a menudo tengan poco o nada que ver, por su trayectoria y formación, con las responsabilidades que pasan a ocupar. Es este un problema que puede detectarse fácilmente en algunos de los primeros nombramientos que han trascendido, y a la espera de ver qué sucede con el tercer escalón (las direcciones generales del Gobierno). Y, sobre todo, es un problema que se ha plasmado en la naturaleza de las negociaciones para formar Gobierno, donde prácticamente todo se ha centrado en el "quién", no en el "qué" (en quién ocupará qué sillón, en todo caso), lo que también ha repercutido sobre la estructuración de las consellerias y el reparto de competencias.
¿Echaremos de menos el Botànic 1? Si las cosas continúan en el Botànic 2 igual que como han comenzado, o si van a peor, sin duda alguna. En tal caso, comenzará la idealización, en el recuerdo, de ese primer gobierno de izquierdas, 2015-2019. Idealización que en realidad llevamos ya cuatro años viviendo desde el minuto uno, atónitos ante la realidad de que, veinte años después, ya no gobernara el PP.
Tal vez eso sea parte del problema, en realidad: no es sólo que antes fueran maravillosos y se hayan vuelto mucho peores (que también, por los vicios y problemas inherentes a la acción de gobierno, a acostumbrarse al sillón, a pensar que la Generalitat es suya y no de todos, etc.); es que, además de eso, antes éramos mucho más indulgentes y le dábamos mucho más margen a los recién llegados, y ahora ya no, porque ya no son recién llegados.
También le sucedió a Aznar: aire fresco, aunque fuera con bigote, tras catorce años de felipismo. Luego él se encargó de enajenarse la animadversión, y hasta la inquina, de millones de personas. No creo que a Ximo Puig le suceda lo mismo, dado su carácter y la naturaleza del gobierno. Pero cuidado con acostumbrarse a los vicios adquiridos: la guerra de Irak, o su equivalente autonómico, puede acechar en cualquier esquina.