VALÈNCIA. El año de la debacle coronavírica está siendo también el de la suspensión de los acontecimientos festivos ritualísticos: han caído las ígneas Fallas, la Semana Santa de los ateos y los cristianos, la Tomatina con la que se deleitaban locales, nacionales y australianos, y la moral de todos quienes esperaban [esperábamos] estos hitos del calendario, que como las señales horarias de la radio que nos ubican en el día ya sea en el hogar, en la calle o en la carretera, nos sirven para despedir etapas y saludar otras, y también, claro, para regocijarnos en el reencuentro con el espíritu pagano que vive todavía bajo el caparazón de capas y capas de adaptaciones religiosas, y en última instancia, mercadotécnicas. El desastre psicológico está servido: el palo va mucho más allá de lo económico, porque la amenaza pandémica nos priva de un éxtasis colectivo que alivia la presión de una rutina extenuante y generalmente, muy alejada de lo que querríamos que fuese la vida. Incluso quien abomina de las fiestas populares por las molestias que le generan, puede disponer de esos días de asueto para emplearlos fuera de una oficina: en cualquier caso, la tradición viaja de cubata en cubata de plástico en una verbena, lo creamos o no. Lo que fuimos al calor de una hoguera, eufóricos por una buena o cosecha o arrebatados ante un ídolo, todo eso que nos conecta mediante un hilo invisible en un tejido social fruncido, sobrevive en los rituales que sobreviven, en los grandes y en los pequeños, en los ancestrales y en los modernos, en la liturgia anual de un festival en Benicàssim, en la misa del domingo o en el entierro de la sardina.
Claro que a los rituales no los amenaza únicamente el reciente SARS-CoV-2: de hecho, el mayor de sus problemas somos nosotros mismos y la forma enfermiza que tenemos de vivir. Al menos así lo interpreta el filósofo y profesor coreano Byung-Chul Han, quien sintetiza sus ideas al respecto en La desaparición de los rituales, que publica Herder con traducción de Alberto Ciria. Para el pensador, el papel estabilizador de estas ceremonias que nos asientan en el mundo se ha visto comprometido por efecto de un consumismo desaforado que también procesa las experiencias en serie, despojándolas del poder del símbolo y haciendo de ellas poco más que pipas efímeras de las que obtenemos un beneficio o placer poco duradero antes de pasar a la experiencia que viene justo después. Explica Byung-Chul Han que al tiempo “le falta hoy un armazón firme. No es una casa, sino un flujo inconsistente. Se desintegra en la mera sucesión de un presente puntual. Se precipita sin interrupción. Nada le ofrece asidero. El tiempo que se precipita sin interrupción no es habitable”. En estas sociedades que habitamos, lo antiguo se elimina, a su juicio, por oponerse a la lógica del incremento propia de la producción que rige nuestras vidas. Esto provoca una reacción en cadena, que encarnaría un fenómeno tan actual como el binge-watching, los atracones netflixílicos, el devorar series tendencia de una tacada y así poder participar de la conversación homogeneizada propia de esta era de los algoritmos prescriptores y los contenidos bajo demanda (la cultura también se ha puesto el uniforme: la tendencia globalizadora ha creado una hipercultura en cuyo interior implosionan los espacios culturales): “Lo nuevo enseguida se banaliza convirtiéndose en rutina. Es una mercancía que se consume y que vuelve a desencadenar la necesidad de lo nuevo. La presión para tener que rechazar lo rutinario genera más rutina [...] Para huir de la rutina y escapar del vacío consumimos aún más novedades, nuevos estímulos y vivencias. Es justamente la sensación de vacío lo que impulsa la comunicación y el consumo. La «vida intensa» como lema publicitario del régimen neoliberal no es otra cosa que consumo intenso. Frente a las ilusiones de una «vida intensa» se trata de pensar sobre otra forma de vida que sea más intensa que el continuo consumir y comunicar”. Al capitalismo, apunta, no le gusta la calma.
A propósito del mes de agosto, de las vacaciones estivales: el filósofo dedica varias ideas a cómo la presión por producir, el gran mal canceroso de nuestro apresurado way of life, se lleva por delante los espacios para el juego y las narraciones —pese a que uno diría que se juega y se narra más que nunca—, a la vez que contamina el concepto de reposo: “El régimen neoliberal totaliza la producción. Por eso se someten a ella todos los ámbitos de la vida [...] La producción acapara incluso el reposo, degradándolo a tiempo libre, a pausa para hacer un descanso. No introduce ningún periodo santo de la congregación. El tiempo libre es para algunos un tiempo vacío que provoca un horror vacui. La creciente presión por aportar rendimiento no hace ni siquiera posible una pausa que permita descansar. Por eso muchos se ponen enfermos justamente durante el tiempo libre. Esta enfermedad tiene ya un nombre: leisure sickness o «enfermedad del ocio» [...] El trabajo tiene un comienzo y un final [...] El rendimiento, por el contrario, no tiene principio ni fin”. Es una aberración, es lo común. Critica el filósofo además como la producción, en este caso la producción de sentido, afecta a la lectura en nuestra época postsexual de sobreproducción pornográfica de sexo: así como la pornografía destruye la sexualidad y el erotismo mediante cuerpos que prescinden de lo escénico y del símbolo para únicamente funcionar, a los libros que más se leen se les exige hoy que avancen hacia un final estandarizado en un striptease de capítulos previos a la revelación. Entre tanto, se lamenta el filósofo, ya casi no leemos poemas: vamos dejando poco a poco de lado las manifestaciones de lo impreciso.