Simon Sinek, autor de How great leaders inspire action, un video de TED visto por más de 25 millones de personas, compara las fusiones de empresas con los matrimonios. Como él señala: "Si no te casas con alguien por sus 'eficiencias operativas' para la gestión de un hogar, ¿por qué combinar por ese motivo dos empresas con culturas e identidades propias?".
Es un interrogante sin duda forzado pero oportuno al abordar la reciente decisión de unir Bankia con CaixaBank. Una operación presentada como una fusión cuando se trata de una absorción de la primera por la segunda. Una metonimia nada inocente, ya utilizada hasta la saciedad cuando Caja Madrid absorbió otras siete cajas de ahorro, entre ellas Bancaixa, para negar lo evidente: que una ganaba y las otras perdían.
Ya se comprobó en aquel proceso —sobre todo lo comprobaron los integrantes de los equipos centrales de las siete entidades absorbidas y las economías en donde residían—, que de integración y demás rasgos en teoría asociados a una fusión empresarial no había nada. Caja Madrid absorbió a las demás, cooptó algún político ambicioso, desmanteló la práctica totalidad de sus equipos humanos, repartió —en la primera etapa— algunos cargos de consolación en los órganos de administración, y presumió de ser, con la nueva denominación, el tercer grupo financiero de España.
Ocho años después, asistimos al segundo acto de la misma obra. Aunque algunos de los personajes han cambiado, el guion es exactamente el mismo. Sinergias, reducción de costes, tamaño y una larga lista de supuestos rasgos favorables saludan a la operación comandada, se escribe, por José Ignacio Goirigolzarri máximo gestor de la caja absorbida. Hoy, como entonces, todo son factores positivos, en un contexto sectorial nada favorable. ¿La causa? Una y única: la permanencia de unos tipos de interés en mínimos históricos e, implícitamente, el impacto de la crisis de la covid-19 todavía pendiente de concretar en los resultados.
En el limbo del olvido, voluntario o no, la incapacidad de los gestores del banco público para adelantarse durante los ocho últimos años a los acontecimientos y establecer una estructura de costes, y una ampliación de las líneas de negocio, acordes con el contexto surgido tras la crisis de 2008. Porque los bajos tipos de interés no lo son todo. La crisis tampoco. En tal caso, todas las entidades estarían igual. Los nuevos competidores virtuales, mucho más ágiles, surgidos de la desregulación o la limitada adaptación tecnológica de Bankia, como otras insuficiencias, también tienen su papel. Y no de actores secundarios.
¿Por qué se produce la absorción ahora? Si la privatización de Bankia, acordada por el PP en 2012 para realizarse antes de diciembre de 2017 ha sufrido dos retrasos que la han desplazado desde esa fecha hasta el mismo mes de 2021, ¿qué impide un tercero cuando la presencia pública, reducida, va a mantenerse y las condiciones del mercado son peores que en el pasado? Si el motivo aducido hasta ahora, como se ha indicado siempre único y siempre el mismo, para retrasar la operación ha sido su baja cotización, ¿qué sentido tiene hacerla cuando ésta se encuentra en mínimos? Y todo para una privatización parcial.
Como sucede con los accidentes aéreos, las explicaciones unicausales nunca explican nada. Sin duda, la pérdida de valor en Bolsa de la entidad ha sido, y es, un desincentivo para acometer la operación. Pero el impacto en la cotización de Bankia de los bajos tipos de interés y de la crisis ha sido superior al de, por ejemplo, CaixaBank. Lo cual, de nuevo, remite al incumplimiento de Bankia de las previsiones de su propio plan de negocio anticipando el impacto en las cuentas de la revolución financiera en marcha desde hace décadas. Que los actuales gestores recibieron una caja con problemas es innegable. De ahí los 22.424 millones que recibió la iniciativa de crear Bankia. Que han venido incumpliendo sus propias previsiones, también.
No acaban ahí las sorpresas. Al margen de otras cuestiones no menos inverosímiles, como complementariedades que provocan sonrojo, se viene repitiendo que Goirigolzarri será el presidente de la entidad resultante. Por supuesto, sin concretar sus atribuciones. Pero ya tenemos experiencia en España de que en las absorciones casi nada, y casi nunca, es como se publicita. Si el mando de la nueva entidad acabara en manos del banquero especializado en reducciones de costes, sería la primera vez que los gestores de la entidad absorbente renuncian a su poder en una operación de estas características. Nada es imposible hoy en el sector bancario español, y menos cuando el impacto de la covid-19 en las cuentas está por hacerse público. Pero es muy improbable que sea así.
Por tanto, nos encontramos ante una decisión política de privatizar parcialmente Bankia, fomentada sin rubor ni discreción desde el BCE, a cambio de no se sabe qué ventajas para CaixaBank, seguras las fiscales y mucho más inciertas las operativas. Lo cual, dada la favorable legislación a corto plazo aflorará millones de casi de debajo de las piedras. Es lo que tiene contar con el favor de quienes elaboran y aprueban las normas. A cambio, conllevará una reducción brutal del empleo, sobre todo en la entidad absorbida, y un aumento sustancial del oligopolio bancario, ya elevado en buena parte de la geografía española.
Aunque sea en un papel mudo, la economía valenciana va a sufrir los efectos de estas dos últimas consecuencias. Mucho más la primera, con la reducción de la red y, por tanto, del empleo, que la segunda. En ausencia de acuerdos, un número escaso de competidores augura pero no asegura poder de mercado a cada uno de ellos. A lo más que los valencianos podemos aspirar en esta segunda versión de la obra es a que se pacten unas condiciones favorables para los despedidos, aunque ello tendrá costes elevados para las ya deterioradas cuentas públicas.
Y, sobre todo algunos pueden aspirar a mantener las apariencias de gozar de alguna significación en el panorama financiero tratando de conservar la sede social de la nueva entidad. Algo irrelevante, como recordaba Javier Alfonso aquí hace poco, y saben muy bien los castellonenses que durante decenios tuvieron en su ciudad la sede de Bancaja mientras los efectos positivos de su actividad financiera se concentraban en València.
Es la herencia natural de la saga de tropelías cometidas por unos, pero aceptadas con un silencio mortal, cuando no con aplausos, por otros. Un triunfo más de la revolución conservadora. Esa que, como destaca el catedrático y exdecano de la escuela de negocios Saïd Business School de la Universidad de Oxford Colin Mayer en su ignorado en España Prosperity: Better Business Makes the Greater Good, ha convencido a casi todos de que la función exclusiva de las empresas es aumentar sus beneficios y su valor en Bolsa. O si se prefiere, conseguir esas eficiencias operativas de las que habla Sinek.