Carolina Marín tiene 27 años, grandes títulos y una vida insoportable. En un acto de generosidad, ella y su entrenador, el revolucionario e implacable Fernando Rivas, permitieron que una cámara les siguiera por todos los torneos y grabara sus conversaciones, en las que el técnico queda perfilado como un tirano. No por gusto, claro, sino porque entiende que si quieres ser la número uno, solo es posible despojándote de todo lo que no te ayude a ser la mejor. Duela lo que duela.
Este artículo es un spoiler del documental que ha estrenado Amazon Prime sobre la tricampeona del mundo y oro olímpico: Puedo porque pienso que puedo.
Después de ver los cuatro capítulos en los que se desgaja este documental sobre la jugadora europea que acabó con la hegemonía asiática, me quedaron dos sensaciones igual de fuertes: la admiración hacia ambos por su capacidad de trabajo y su empeño por alcanzar unos objetivos que hasta no hace mucho eran utópicos, y la tristeza que emana del enorme sacrificio, al menos para mí, que conlleva esa empresa.
Y, en este sentido, hay algunas frases de Carolina Marín que te entran como puñales afilados. "Yo, amigos, tengo muy pocos. Se pueden contar con los dedos de una mano. Y me sobran. Y parejas que he tenido no lo han aceptado (este estilo de vida)". Al escuchar este comentario, me invade una profunda tristeza. Porque su entrenador le pide, le exige, que se sacuda su vida personal por su segundo objetivo -nacido después de alcanzar el primero, convertirse en campeona olímpica y mundial, lo máximo-: llegar a ser la mejor jugadora de bádminton de la historia. Cuando la deportista duda, cuando se desvía levemente del camino, cuando se va a la boda de su mejor amigo y se acuesta a las tantas durante un intenso fin de semana, Rivas le lee la cartilla después de ver que llega agotada al entrenamiento del lunes. Y le suelta otra frase lapidaria: "Carolina, si te conviertes en una persona normal, dejas de hacer cosas extraordinarias".
Porque Rivas considera que irse con los amigos o no descansar lo suficiente es lo normal en muchas personas, pero no en las extraordinarias, las que ganan unos Juegos Olímpicos o aspiran a ser la número uno en su deporte.
Es probable que tenga razón, pero yo escucho eso, o que apenas tiene amigos, y se me cae el alma a los pies.
He conocido a algunos deportistas que han consagrado su vida al éxito profesional; que han renunciado a mucho a cambio de la medalla, el himno encima del podio y el reconocimiento unánime de la sociedad. Pero solían ser personas más o menos alegres, con sus momentos críticos, por supuesto, pero con cierto margen, mínimo pero cierto margen, a la dispersión. Por eso lo que más me apena de este valioso documental es ver la cara triste de Carolina Marín. Los cuatro capítulos me dejaron la sensación de que esta chica ama el bádminton pero no es feliz viviendo como vive. Que es una competidora obsesiva a quien el triunfo le colma de alegría, pero que la exigencia del entrenamiento, de las renuncias, la convierten en una persona sombría.
Ella no sonríe. Solo cuando está con sus amigos y cuando vence.
Las conversaciones con su entrenador me estremecen. Él va de frente, muy de frente, y le habla sin algodones, con aspereza, con dureza. Porque entiende que no hay otro camino. Y ha dejado fuera del suyo a todos los jóvenes que empezaron a entrenar con él en cuanto descubrió que se iban de botellón o de jarana con los amigos.
Cuando algo no le gusta, va y se lo dice. O, más que decírselo, le riñe.
Carolina Marín sufrió una grave lesión en la rodilla, a principios de 2019, en un torneo en Indonesia. Estuvo siete meses sin poder jugar y, después de su reaparición, cuando regresó a esta competición, sintió algo especial por dentro. Por eso, cuando alcanzó la final, hablando con la prensa, declaró que había cumplido medio objetivo y que solo le faltaba el otro medio: ganar el título.
A Fernando Rivas le disgustó ese comentario y en cuanto se juntó con ella a desayunar, se lo soltó sin rodeos. Le dijo que no le había gustado esa declaración, que los objetivos no se dividen y que no había cumplido ni conseguido ninguno todavía. Ella le escucha con el rostro apenado y asiente en silencio.
Como en la última charla, cuando su entrenador la desarma en cada respuesta hasta que llega un momento en el que ella solo calla, le escucha y finalmente, cuando entiende que con él solo es posible seguir intentando ser la mejor jugadora de la historia renunciando a todo lo demás, renunciando a vivir, acepta el desafío mientras las lágrimas se desbordan.
Y sí, ahí entiendes que ser el mejor tiene un precio, y me provoca admiración y considero que Fernando Rivas tiene un mérito excepcional y que es un técnico único. Pero también me deja un regusto de si algún día, cuando ya sea la mejor de la historia, no mirará atrás y verá un rastro de éxitos pero también de tristeza, de soledad. Y una pregunta me coge de la camiseta y me zarandea: "¿Es Carolina Marín una persona feliz?
Yo creo que no. Es más, me da la sensación, y ojalá me equivoque, de que, en algunos momentos, llega a odiar a su entrenador. Pero me parece que piensa que es la única forma, con él, de volver a lograr que una europea, una española, vuelva a someter a las grandes jugadoras asiáticas.