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las series y la vida

'Chernóbyl': no es lo que se cuenta, sino cómo se cuenta

8/06/2019 - 

VALÈNCIA. Pantalla en negro. Se oyen ruidos: una puerta, alguien que camina, un vaso llenándose, algo que solo los mayores de 30 identificarán como un casete al ponerse en marcha y una voz de una grabación que dice «¿Cuánto cuestan las mentiras?». Se abre una imagen: un sofá cubierto con una tela estampada con ciervos y un gato encima. Iluminación artificial, es de noche. Mientras la voz grabada sigue hablando, los siguientes seis planos fijos muestran sucesivamente a) un contador de luz, b) una mesa con papeles, una calculadora y un reloj, c) unos zapatos bajo una mesa, d) un cenicero con una colilla a la que oímos crepitar, e) un reloj analógico que marca la 1:10 mientras se oye su tictac. Sigue un cartel que nos sitúa con precisión en un lugar y un tiempo: Moscú, 26 de abril, 1988.

Acto seguido, tras un lento travelling por el interior de la casa, veremos al hombre que habla y que está grabando unas cintas. Le oímos hablar de “ellos”, de verdad y mentira, de locura, de cordura, de justicia. Sabemos que está enfermo, porque vemos su pañuelo manchado de sangre. Nos queda claro el punto de vista desde el que nos van a contar la historia: el de este hombre, el de quien sabe lo que pasó. Es el punto de vista de la verdad. 

Es un hombre enfermo y también vigilado. Lo sabemos porque mira por la ventana y ve (vemos) un coche ocupado en la acera de enfrente. No hay duda sobre la vigilancia. Cuando sale a la calle le observamos desde dentro del coche que le vigila, un plano subjetivo de alguien a quien no vemos el rostro porque no tiene uno, sino muchos; sabemos perfectamente quién es. Los “ellos” a los que se refiere en su relato grabado. Por eso, muy pertinentemente, la cámara se sitúa en el interior del vehículo y nos sirve otro punto de vista que se reflejará en la serie, el del Estado, que es el punto de vista de la mentira.

El hombre esconde las cintas y, tras subir de nuevo a su casa, dejarle comida al gato y ponerse la chaqueta, se suicida. Entra el rótulo con el título de la serie: Chernóbyl. Han pasado seis minutos y ahí tenemos sembrado todo lo que la serie va a contar, el tono y la forma que esa historia va a adquirir. Es un inicio no solo impactante, que impregna de muerte todo lo que vendrá a continuación, sino pertinente y tremendamente eficaz para situarnos tanto narrativa como estéticamente en el relato.

Tenemos un espacio íntimo (la vivienda) y una voz que nos remiten a una dimensión estrictamente humana, que es el lugar donde se va a mantener la serie de principio a fin, en lo humano. Esta es una catástrofe, pero no es un espectáculo; difícilmente se le puede aplicar este adjetivo a Chernóbyl, como se puede hacer con gran parte de las ficciones que cuentan desastres reales o imaginarios. La mirada humana es la que va a organizar siempre el relato.

Las secuencias posteriores a esta continúan y remarcan esta opción narrativa. Varios ejemplos. Tras esta escena nos trasladamos a dos años y un minuto antes a Prípiat: estamos en el interior de la casa de uno de los bomberos que intervendrán y su esposa y es ahí, desde su ventana, desde donde vemos por primera vez la explosión. O desde la mirada de quienes han ido al puente que, en una escena altamente poética y terrible, reciben la lluvia de ceniza que, lo sabemos perfectamente, aunque ellos no, les está matando inexorablemente.

Incluso las secuencias que tienen lugar dentro de la central no dejan nunca el punto de vista humano. La cámara, salvo en contados y necesarios planos de situación que permiten ver el desastre de la central, se mantiene siempre con los personajes, a los que sigue en sus desplazamientos y en sus miradas. Mención especial merece el tratamiento de Diátlov, que en las secuencias que tienen lugar en la sala de mando de la central en el primer capítulo siempre está en el centro del encuadre, acorde con el lugar que le corresponde en la jerarquía, pero, sobre todo, con el papel preponderante que mantiene la historia. Diátlov es un personaje introducido desde el principio porque forma parte de la grabación del hombre que se suicida. Ahí nos cuenta quién es y por qué jugó el papel que jugó. También su destino (diez años de trabajos forzosos). “En esta historia Anatoli Diátlov era la mejor opción. Un hombre arrogante y desagradable estaba al mando, dio las órdenes y no tenía amigos, o, al menos, no amigos importantes”.

Recordemos algunos de los planos que hemos descrito, como el del reloj. No puede sorprender que un reloj ocupe uno de los primeros planos de la serie (volveré a repetirse hasta tres veces más en la primera secuencia). Los plazos y términos marcan la acción y el paso del tiempo es central en la construcción del relato. El minuto previo a la explosión, ese en el que todo cambia y la catástrofe se hace inevitable. Los 90 segundos que tienen los operarios para entrar, recoger grafito, tirarlo y salir. Los días, meses o años de vida, según los casos, que les quedan a las personas afectadas por la radiación. Las horas que quedan para una explosión si no se retira el agua. Los miles de años en que la radiación va a estar activa. Los 100 años que va a durar la cubierta actual. Y así, muchos más.

También hemos visto en las imágenes iniciales de la serie un primer plano de un contador de la luz. No puede haber referencia más evidente a la energía que es la razón de ser de la central nuclear. Pero además de dejar en algún rincón de nuestra cabeza el concepto de energía, introduce un tipo de objeto que será importantísimo en la historia que nos van a contar: el contador que mide la radiación y que va a ser un elemento decisivo en la narración, pero también dramáticamente. Imposible de olvidar la aterradora secuencia de los tres hombres en el agua, con ecos indudables del mejor cine de terror; de hecho, parece sacada de La cosa, de John Carpenter. Tampoco olvidaremos la de los liquidadores que han de lanzar los fragmentos de grafito al interior del hueco que ha dejado el núcleo. Aquí ayuda la extraordinaria banda sonora de la compositora Hildur Guðnadóttir, compuesta básicamente por ruidos tremendamente inquietantes, muchos de ellos grabados en la central nuclear abandonada donde se grabó la serie. O el del medidor. Un sonido que no vamos a olvidar.

La elección de una imagen, un sonido, una posición de cámara, un tono cromático, un encuadre o un determinado tipo de montaje construyen la narración y, por ende, el discurso: desde decidir quién mira qué o cómo colocar una sombra sobre un rostro hasta hacer un plano detalle de un reloj o de un simple contador de la luz. Con el auge actual de las series tendemos a olvidar esta dimensión plástica y estética y hablamos siempre de narración. Pero es que hay mil maneras de contar la misma historia.

Tendemos a pensar que una historia es lo que cuenta, pero sobre todo es cómo se cuenta. Está claro que la historia de Chernóbyl impresiona y nos interesa y es importante que la conozcamos. Pero la forma es determinante

Pensemos lo que sería Chernóbyl si se hubiera optado por algunas de las formas más habituales del cine o las series de acción: grandes planos aéreos, mucha panorámica en movimiento para mostrar el trabajo del diseño de producción, secuencia de montaje rápido de planos cortísimos en lo que todo es confusión, barridos, etc. Nada de esto hay aquí. Un tono gris, a veces monocromo, movimientos de cámara precisos, encuadres de conjunto en los que la cámara sigue los desplazamientos de los personajes y no al revés, muchos primeros planos caracterizan a la serie. La opción es una puesta en escena reposada y austera, que se mantiene, desde su primera imagen, a la altura de nuestra mirada. Y es así como esta ficción basada en hecho reales jamás nos deja olvidar que esa podría ser, es, nuestra historia.

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