MURCIA. Por si no teníamos bastante preocupación con eso de, a cuenta de la situación provocada por el COVID 19, ser controlados por aplicaciones que midan nuestros desplazamientos, datos biométricos, contactos y mucho más (todo por nuestro bien y nuestra salud, faltaría más), llegan dos de las series más relevantes del momento, que te dispones a disfrutar cómodamente desde la butaca, y vienen a decirnos: no hay remedio, olvídate del libre albedrío que ya el algoritmo decide por ti.
Claro que no hace falta llegar a la Nueva Normalidad (ese oxímoron) para sentir ese miedo, que en la Vieja Normalidad tenemos a las grandes empresas tecnológicas gestionando nuestros datos (con nuestra aquiescencia) y haciendo con ellos vete tú a saber qué maldades. El Big Data se ha convertido en un tema central de la ciencia ficción actual y por eso DEVS, la serie de Álex Garland, y la tercera temporada de Westworld, de Jonathan Nolan (ambas en HBO) aunque en tono y narrativa muy diferentes, coinciden y cuentan cosas muy parecidas. Signo de los tiempos.
Pero no solo de estos tiempos. El miedo a la máquina es muy antiguo, y ahí tenemos, en la realidad, las prácticas luditas de destrucción de máquinas que se dieron en plena Revolución Industrial del siglo XIX, y en la ciencia ficción, los numerosísimos relatos que nos enfrentan a esos temores desde todos los ángulos posibles, como Metrópolis, Blade Runner o la saga Matrix, por citar los más populares. Un miedo a la máquina que se mezcla con una idea mucho más antigua, que está ya en la mitología: la de que la creación se rebele contra su creador.
Tanto DEVS como Westworld derivan de ambas ideas. Las dos series tienen muchos elementos en común: creadores mesiánicos, inteligencias artificiales para dominar el mundo, grandes corporaciones tecnológicas de enorme poder, negación del libre albedrío, reflexión en torno al concepto de identidad y de lo que nos hace humanos. Ambas coinciden también en la opacidad a la hora de exponer las tramas, en ocultar las motivaciones, en hablar en acertijos y con medias palabras o metáforas enigmáticas y escamotear información al público. Y dan constantes vueltas sobre sí mismas, contando en ocho capítulos lo que podrían haber contado en seis.
Westworld comenzó siendo la historia de un parque de atracciones inspirado en el Far West y poblado de androides de apariencia totalmente humana, que podían ser utilizados por los visitantes humanos del parque con toda libertad para dar rienda suelta a sus impulsos, sobre todo los más violentos y oscuros. Una premisa interesantísima, que es una adaptación de la película de Michael Crichton, Almas de metal (Westworld, 1973), tratada a veces con cierta solemnidad un poco impostada, marca de la casa de su creador, Jonathan Nolan (y de su hermano Christopher, por supuesto, es cosa de familia). La segunda temporada se perdió en la exhibición de la violencia y convirtió la complejidad en confusión, que bien sabemos que no es lo mismo.
Esta nueva temporada recién finalizada abandona el parque y, en realidad, por más que mantenga a muchos de los personajes principales y los temas que hemos comentado, es casi otra serie. Más que continuar lo planteado previamente, parece ampliar el universo de Person of interest (2011-2016), la anterior serie de Jonathan Nolan, con la incorporación de esa inteligencia artificial que parece controlar el mundo. Hay mucha más acción, persecuciones, peleas y adrenalina que en las dos primeras temporadas juntas y sigue siendo igual de confusa. La reflexión sobre la naturaleza humana está reducida a clichés del todo a cien y no plantea ningún desafío a nuestro pensamiento, cosa que sí sucedía en los primeros episodios de la serie.
Ya no nos hace pensar en los conceptos filosóficos o en la identidad y el transhumanismo (la transformación de la condición humana mediante la tecnología), solo estamos pendientes de descifrar el galimatías del argumento para entender qué está pasando. Y sí, ha ganado en espectacularidad, pero ha perdido profundidad y contenido. Hay demasiados personajes y tramas y no todas son interesantes, como la del personaje interpretado por Aaron Paul, un claro error de casting, puesto que no aporta el carisma ni la presencia escénica que su personaje requeriría.
Por su parte, DEVS es, en origen, un thriller que sigue la investigación de una ingeniera informática sobre la muerte de su novio tras entrar a trabajar con un ordenador cuántico de alcance inusitado, pero pronto acaba convertida en una sugerente reflexión sobre todos estos temas. Es una serie muy ambiciosa, conceptual y estéticamente, y esto lo digo como algo positivo, puesto que esa ambición ofrece una serie diferente. Aunque, como hemos dicho, coincide con Westworld en la oscuridad narrativa, su tono es completamente distinto. Es una serie discursiva y se toma su tiempo para contar las cosas; utiliza planos fijos, densos y exactos llenos de sentido, buscando, y logrando, una dimensión metafísica a través de la imagen y una atmósfera envolvente y singular. Visualmente es una serie muy bella, con una concepción estética particularísima, difícil de encontrar en otras producciones. Algo que ya pudimos apreciar en otras creaciones de Garland, como la sugestiva Ex Machina (2015).
Y, al contrario que la tercera temporada de Westworld, esta sí nos hace pensar. Mucho. Y no solo a través de las conversaciones, en las que se manejan conceptos científicos y filosóficos complejos, o de lo que su argumento plantea, sino también mediante una puesta en escena que potencia la reflexión, que nos obliga a mirar atentamente la dimensión de lo humano y lo artificial en esos planos largos fijos o en sus lentos movimientos de cámara.
La inteligencia artificial provoca muchos temores, entre otras cosas porque no le vemos límite. Cierto que (aún) no tenemos androides como los de Westworld, pero la posibilidad de un ordenador donde estén todos nuestros datos y con ellos se dedique a predecir nuestro comportamiento no parece tan inverosímil. El control social total. En ambas series existe ese ordenador, esa superinteligencia artificial que puede eliminar el libre albedrío y reducirnos a la misma condición que los androides. Y es que la ciencia ficción siempre ha tenido la gran capacidad de plasmar nuestros temores más profundos usando la imaginación. Aunque, en teoría, la ciencia ficción habla del futuro, en realidad es nuestro presente lo que le preocupa.
Si quieren seguir con estos temas tras ver DEVS y Westworld (aunque si tienen que elegir, vean la primera), ha comenzado en Amazon Prime la reposición de la magnífica Battlestar Galactica (2203-2009), la versión de la serie de los años 70, que incide en todas estas cuestiones, como el transhumanismo y el libre albedrío, además de ofrecer una muy interesante dimensión política, algo que la ciencia ficción siempre ha tenido. O pueden leer Máquinas como yo, la novela que publicó el año pasado Ian McEwan y que vuelve a ese gran enigma, el que recorre toda la ficción (no solo la que lleva la palabra ciencia delante): ¿qué nos hace humanos?
Fue una serie británica de humor corrosivo y sin tabúes, se hablaba de sexo abiertamente y presentaba a unos personajes que no podían con la vida en plena crisis de los cuarenta. Lo gracioso es que diez años después sigue siendo perfectamente válida, porque las cosas no es que no hayan cambiado mucho, es que seguramente han empeorado