VALÈNCIA. En este último trimestre de 2024 no dejan de llegar buenas, buenísimas, series españolas. Algunas entran en la categoría de lo mejor del año, incluyendo el panorama nacional e internacional. Como Querer, la extraordinaria serie de Alauda Ruiz de Azúa de la que escribimos por aquí no hace mucho. Como Celeste, sorprendente y admirable creación de Diego San José, un thriller insólito que nadie debería perderse. Como, previsiblemente, será el caso de Los años nuevos, de Rodrigo Sorogoyen, que viene precedida del aplauso de crítica y público allí donde ha sido proyectada. Y como la opera prima de Javier Giner, Yo, adicto, un relato autobiográfico sobre adicciones y rehabilitaciones que te deja clavada a la butaca. De ella he venido a hablarles.
Yo adicto es una serie creada y escrita por Javier Giner y Aitor Gabilondo y codirigida por el propio Giner junto a Elena Trapé. Antes que serie, fue un libro en el que su autor, Javier Giner, con una sinceridad y una lucidez desarmantes, se abría en canal contando su personal batalla contra la adicción a las drogas y el proceso de rehabilitación que llevó a cabo en una clínica privada. Ahora ha convertido este libro de no ficción en una serie de ficción inspirada en su propia experiencia, con un personaje central que se llama como él, Javier Giner, y que vive el brutal viaje emocional y de reconstrucción que ha vivido el Javier Giner real.
Pero, y me gustaría que quedara claro antes que cualquier otra cosa, esta es una obra audiovisual de ficción que se sostiene por sí misma. Quiero decir que, aunque no supiéramos que está basado en la historia real de su autor, Yo, adicto-la serie, funcionaría igual de bien. Naturalmente que hay un inmenso valor en la confesión, en ese mirarse a sí mismo sin compasión, en mostrar el proceso dolorosísimo de reconocerse roto y vulnerable y desesperado y enfermo y sin futuro y miserable y comenzar a reconstruirse desde ahí. Todo ello es admirable, sin duda, pero que esta serie sea valiosa y bella y le dedicamos artículos, análisis y elogios no deriva de su condición de testimonio, sino de su valor artístico, de las decisiones narrativas, estéticas, formales y temáticas que ha tomado Javier Giner, el creador.
Ha dicho Giner que buscaba que el espectador viviera una experiencia inmersiva, que entrara, con el protagonista, en la compleja vivencia de una persona durante la desintoxicación. Que entrara no solo en la clínica, también su cabeza y sintiera en primera persona lo que ello supone. Y lo consigue, vaya si lo consigue. Adaptando el tono, el ritmo y el montaje de cada capítulo en función del estado de ánimo del protagonista y la fase en la que se encuentre consigue que estemos siempre con él. Aquí la soberbia interpretación de Oriol Pla tiene mucho que ver. Ya es la segunda serie que el actor se carga sobre sus espaldas y triunfa de lleno (la otra es la muy recomendable El día de mañana). No sé cómo expresarlo, pero Pla tiene una forma singular de abordar la interpretación; hay algo en su trabajo actoral que le distingue del resto, algo muy personal, algo en el modo en que hace suyos a los personajes borrándose él, pero, al mismo tiempo, ofreciendo algo diferente a lo que solemos ver, obligándonos a acostumbrarnos a su presencia y atrapando nuestra mirada. Sea lo que sea, es magnético.
El autor ha explicado en diversas entrevistas que su intención era borrar el trabajo de dirección y realización. Que no se viera, dentro de ese proceso inmersivo en el que nos quiere meter. Por eso, todo está al servicio de los personajes, mejor dicho, del personaje. La cámara está con el protagonista, a veces de forma claustrofóbica, y le sigue con insistencia, pegada a él. También está con otros personajes, pero solo cuando forman parte del entorno de Javier, sean otros pacientes, familiares o personal de la clínica. Solo sabemos lo que él sabe y, por eso, no conocemos nada del pasado de la terapeuta, un trasunto de su terapeuta real, que interpreta magníficamente desde la contención y la austeridad Nora Navas. Nos encantaría saber de ella, por qué está allí, cómo llegó a ese trabajo y a esa capacidad de comprensión y sabiduría que transmite, pero no hay opción. Porque ninguna opción tiene el protagonista de saberlo, por más que en algunos momentos sea la persona más importante de su vida y le pregunte directamente, explicitando lo que nos gustaría saber a los espectadores: “cuéntame algo de ti, tú lo sabes todo de mí y yo no sé nada de tu vida”.
Hay una voluntad evidente de alejarse de discursos moralistas y de clichés al uso sobre el mundo de las drogas, un territorio que, en la ficción, está saturado de ellos. También de los discursos facilones de esa plaga de la psicología positiva y la autoayuda. De hecho, cuando en algún momento parece que va a caer en ello, en los capítulos dos o tres, remonta y quiebra esos nocivos mantras, puro placebo neoliberal, de “si quieres puedes” o “sé la mejor versión de ti mismo”. Por ejemplo, dejando claro que, en solitario, sin red, no puedes. Y sin dinero muchísimo menos. No puedes entrar en una clínica, no puedes pagarte el tratamiento, no puedes poner tu vida en suspenso y dejar de ganar dinero mientras tanto, no puedes volver a empezar sin dinero y sin red.
Y es que Yo, adicto, siendo muy personal y centrándose en la historia particular de un enfermo concreto es, también, muy política. No pierde nunca de vista que la curación o es colectiva o no es. Que, tras la adicción o los problemas de salud mental, están las exigencias implacables del capitalismo, la desigualdad, el consumo como meta vital, la familia patriarcal como parte esencial de ese capitalismo depredador. En suma, que la sociedad nos pide que seamos sujetos económicos y nada más: fuerza de trabajo, productores, consumidores. Y eso nos destroza. Esta verdad cruza toda la serie, pero se hace muy palpable en el desgarrador capítulo cinco, inolvidable. Esta dimensión política, colectiva, es la que permite que, aunque no seas un adicto, no solo entiendas lo que le pasa al protagonista, sino que te sientas concernido personalmente y te reconozcas en su vulnerabilidad, su incapacidad de controlar su vida y saber quién es.
Y por si no ha quedado claro: no se pierdan la experiencia, a la vez dolorosa y luminosa, que es Yo, adicto.
A finales de los 90, una comedia británica servía de resumen del legado que había sido esa década. Adultos "infantiliados", artistas fracasados, carreras de humanidades que valen para acabar en restaurantes y, sobre todo, un problema extremo de vivienda. Spaced trataba sobre un grupo de jóvenes que compartían habitaciones en la vivienda de una divorciada alcohólica, introducía en cada capítulo un homenaje al cine de ciencia ficción, terror, fantasía y acción, y era un verdadero desparrame