Es curioso que un verbo sirva para lo propio y para lo ajeno. Agilipollar es “volver necio o estúpido a alguien”, pero también “volverse necio o estúpido” uno mismo. Agilipollar es un verbo transitivo, según la Real Academia Española. Al pie de la calle es, sobre todo, otra cualidad humana que nos distingue entre el reino animal. Por gilipollas, claro. En el DRAE, los dos ejemplos para el uso de este pronominal sitúan en su tiempo a los académicos que dieron entrada al vocablo. Dicen: a, “la tele te está agilipollando”, y b: “te estás agilipollando con tanta tele”. O el sopor del cocido les agilipolló aquella tarde o deduzco que no eran fanes de Valerio Lazarov.
Con el ridículo consumo de televisión por parte de la generación Z, cualquiera pensaría que el agilipollar se va a acabar (guiño boomer, que la vocación es para todos los públicos). Pero nada más lejos de la realidad virtual. El marketing de nostalgia es uno de los más pujantes desde que empezamos a enviarnos emilios (ni olvido, ni perdón). Las marcas se hacen valer de las emociones y el pasado es una fuente de certezas frente a la Covid-19, que todo lo domina. El pasado ocurrió, bueno o malo, pero fue. Frente a los tiempos líquidos, la nostalgia es otra contraindicación de las redes y la base fundamental del agilipollamiento social.
La existencia de Zygmunt Bauman es otra de esas cualidades humanas que nos distinguen. Gracias a su longeva existencia, este sociólogo y filósofo escribió cómo Facebook nos agilipolla desde el yo todopoderoso en que nos hemos convertido al digitalizarnos. Un yo que decide cuándo se relaciona, durante cuánto tiempo, por supuesto que con quién y hasta dónde (switch off cuando te dé la gana y a lo que te dé la gana). Un yo que, decía Bauman, combina sus tiempos líquidos siendo vigilante y vigilado; nos sabemos vigilados mientras vigilamos al resto. Un yo –se viene el tema de la columna– que desde su panóptico resignifica el pasado y se reapropia de la historia como le conviene.
Vayamos al caso del agilipollamiento por redes, esa contraindicación que no figura en el contrato social que firmamos con cualquier plataforma. Si existe un tipo de caja de resonancia que sirva para el experimento social y en vivo, esa es la de los Grupos de Facebook. Ni Páginas, ni Perfiles; Grupos. Pese a la caída en desgracia de esta red para milennials y centennials, allí residen millones de yoes resignificadores. De hecho, todos los grupos que tienen que ver con la Historia son un banquete para sociólogos y psicólogos del mundo: nunca antes podíamos haber imaginado cómo somos capaces de comportamos en ‘público’ ante la reformulación profana de nuestro pasado.
Así sucedió en una de tantos Grupos sobre la historia gráfica de València. Uno de los que se dedican a la publicación –derechos de propiedad intelectual, para qué os quiero– de fotos antiguas. El remember visual online es uno de los cotos humanos más fascinantes por contenido y por desatar el atrevimiento ignorante. A consecuencia de una imagen de los extintos cines ABC Martí se provocó el habitual vórtice de agilipollamiento. La imagen no era de una tarde cualquiera, sino de cuando la Mostra (con más presupuesto en pesetas del que hoy tiene en euros) celebraba allí sus proyecciones. Pero lo que la imagen contaba sin contexto –ay, qué fue del pie de foto– era que la gente se apelotonaba a las puertas de estas salas. Era una celebración del cine, pero también de un tiempo de contagios mucho menos mortales. La nostalgia lo cruzaba todo frente a la situación actual: lo abarrotado frente al autoconfinamiento, la fiesta frente al celibato coronavírico y, por si esto les pareciera poco, una avenida que se llama Antic Regne de València desde hace décadas, pero a la que muchos evasores fiscales prefieren recordar como “de José Antonio”. A esa serie de dominaciones culturales desde perfil anónimo, a modo de comentarios a la foto sin contexto, se le sumó una respuesta del montón que define el nivel de agilipollamiento por nostalgia en las redes. Decía: “recuerdo acudir allí con mi madre y hacer cola durante tres horas para poder comprar una entrada”. Concluía, cómo no, quejándose del mundo en que respira: ‘a ver qué película (o qué cine) consigue eso ahora’. Waiting for likes.
El presente siempre es un lugar más inhóspito que un pasado resignificable. De hecho, nuestro tiempo es el de la ausencia de certezas, algo terrible para nuestros pensamientos y para el sistema capitalista (salvo por lo del glovers way of life). Pero presente por presente, el experimento necesario para valorar la respuesta del julián de turno pasaría por hacer uso de una máquina del tiempo: trasladados hasta la cola de los ABC Martí, y preguntarle a ese chiquillo qué prefiere, pasar tres horas de pie o ver esa misma película en alta definición ya (y en casa). Pero, ah, el pasado resignificable. Ah, la nostalgia gratuita. Oh, la placentera oportunidad de agilipollarse online.
El agilipollarse colectivo hace del marketing de nostalgia un boyante escenario para que las marcas se laven la cara con nuestras emociones: Nestlé Jungly, Lola Flores, Burger King… y son tres ejemplos de los últimos días. La satisfacción por una buena cola de tres horas para comprar una entrada se obtiene hoy, desde el panóptico en que reconstruimos nuestra realidad para sobrevivir con nuestros pensamientos. Y no es que los álbumes de fotos amarillentas no ofrecieran un efecto similar antes del ADSL; es que esos ‘libros de recuerdos’ eran de consulta eventual, para visitas y tardes de domingo insoportables. Hoy vivimos dominados por plataformas conscientes de cómo la nostalgia nos reconforta y nos atrapa (en sus redes).
El pasado es digno de traducirse a nuevos formatos, por nuevos medios y con la distancia necesaria para aclimatar el contexto. Sin embargo, en la carrera frenética por mensajes más cortos, más efectivos y sin trazabilidad periodística o científica, las redes –y el valor de cualquier mensaje que me convenga, aunque lo diga un anónimo desde su febril ignorancia– son bombas de relojería listas para deformar qué somos o de dónde venimos (que no es poco). La Covid-19 ha desatado este efecto y, salvo que tengas una agencia de viajes o seas un influencer fichado por aerolíneas, empieza a preocuparte por los familiares y amigos que han convertido sus redes en un escaparate de fotos antiguas. Agilipollarse en las redes desde la nostalgia es una tentación demasiado fuerte. Y, como con las mascarillas, esto no es lo individual, sino el efecto contagio de necedad y retraso. Es otra consecuencia de las plataformas sobre la cultura que demuestra que sus usos siguen lejos de ser gratuitos.