TRIBUNA LIBRE / OPINIÓN

Déjà vu de magnitudes monopolísticas

16/12/2020 - 

El moderno Derecho de la competencia (antitrust) tiene unos orígenes históricos interesantes, que más nos valdría grabarnos a fuego en la memoria. Si bien hay quien sostiene que no surgió más que como mera cortina de humo para aplacar, sin que supusiera excesiva disrupción para los monopolistas, al enfurecido pueblo estadounidense de finales del s. XIX, preferimos recordar la versión naïf revolucionaria, porque la leyenda épica es bastante más inspiradora e ilustra mejor los problemas del momento. 

Durante la segunda mitad del s. XIX, sectores clave de la economía estadounidense (ferrocarriles, petróleo, azúcar, etc.) estaban controlados por los conocidos como „trusts” o enormes conglomerados de empresas. Éstos se articulaban a través de acuerdos por los que los accionistas de las distintas sociedades de capital jurídicamente independientes transferían sus acciones a unos trustees (apoderados), conocidos en la época como “barones ladrones”, cuyo representante más célebre era el Sr. Bezos, Rockefeller. Estos apoderados gestionaban de forma conjunta el grupo de sociedades como si fuera una única empresa. A cambio, los accionistas tenían derecho a una parte de las ganancias consolidadas de todas las compañías que formaban parte del trust, no sólo de la que eran socios. La consecuencia económica de estas estructuras era la formación de verdaderos leviatanes privados, con un control casi total sobre cada mercado, que operaban al margen de un modelo de libre mercado basado en la competencia. 

Estos conglomerados monopolísticos llegaron a ser tan poderosos que, además de hacer costumbrismo monopolístico propio consistente en elevar precios y restringir output, también se dedicaron a explotar a los trabajadores y, lo que es más importante, eclipsaron al propio poder democrático de los Estados Unidos a través de un intenso trabajo lobbysta

Al calor de una opinión púbica hostil azuzada por los medios de comunicación hacia los trusts, el senador Sherman impulsó una ley, vigente aún, que lleva su propio nombre, por la que se autoriza al gobierno federal a arbitrar procedimientos en contra de éstos con el objeto de disolverlos y obligar a las empresas del trust a competir entre ellas, algo que se hizo con la Standard Oil de Rockefeller en la época, y que se intentó también, con resultados deficientes, con Microsoft no hace tanto. 

Más de un siglo después, los grandes monopolios de la actualidad son digitales, pero, aparte de este detalle, las cosas no han cambiado tanto: Amazon, Google, Facebook, entre otros, dominan los mercados, fagocitando, de forma a veces escandalosamente anticompetitiva (por la que han sido investigados y, en alguna ocasión también, sancionados) a otros operadores e imponiendo sus reglas del juego. 

Y uno podría estar tentado de aplicar los mismos remedios a un problema que parece idéntico. Pero no lo es. Los mercados digitales y tecnológicos, efectivamente, y como sugieren aquéllos que pretenden mantenerlos al margen de las sanciones por infracciones del Derecho de la competencia, evolucionan muy rápido. Ahora bien, estos cambios nunca se producen en el sentido de facilitar la competencia, sino, bien al contrario, encontrando nuevas formas de esquivar el control para afianzar más aún su posición de dominio. Por eso, las normas y procedimientos largos, concienzudos y, por ello, extremadamente garantistas aplicables a los monopolios estáticos del s. XIX y del XX no pueden ser las mismas, si aspiramos a que sean remedios eficaces, que las que se impongan a los del s. XXI. En definitiva, las soluciones tradicionales, centradas únicamente en la imposición de sanciones ex post mucho tiempo tras la conducta, no serán efectivas en este tipo de mercados.

El Derecho tradicional de la competencia no es, si se aplica solo, óptimo para resolver los problemas que se plantean derivados de la monopolización de estos mercados porque actúa a posteriori, una vez el daño ya está hecho, por tener naturaleza sancionadora. Sin embargo, la situación en estos mercados, una vez acaparados por una empresa, es difícilmente revertible. Se puede imponer una multa, por supuesto, pero la ventaja obtenida por el infractor, especialmente si hay ingentes cantidades de big data involucradas, cada vez más valiosas a efectos competitivos, no puede deshacerse alcanzada una masa crítica de datos suficiente. Es sencillamente inviable volver a una situación previa en la que existía competencia por medio de la mera imposición de multas, al menos mientras éstas no sean de una cuantía que directamente ponga en cuestión la continuidad de la actividad del gigante empresarial y tecnológico de turno.

Adicionalmente, no puede hacerse descansar toda la responsabilidad de resolver los problemas planteados por los monopolios tecnológicos y digitales sobre el Derecho de la competencia porque no siempre o necesariamente éstos son de naturaleza eficientista, que es de lo que se preocupa exclusivamente esta rama del Derecho. Es más, es posible que, de hecho, desde una perspectiva estricta de eficiencia, interpretando ésta como beneficio directo en precios para los consumidores, los monopolios no causen absolutamente ningún problema. Al menos, al principio. Pero eso no quiere decir que no se planteen cuestiones tan o más importantes que los precios, como, por ejemplo, la libertad de acceso a la información, la protección de datos, etc. 

Por eso, sería necesario cambiar el enfoque y tratar de anticiparse al problema, por ejemplo, sometiendo a estas empresas adicionalmente y en combinación con las medidas antitrust a una regulación ex ante que ordene conductas y ofrezca seguridad jurídica estableciendo en toda una serie de ámbitos cómo han de proceder estos grandes emporios empresariales de nuestros días con el objetivo de proteger a la población, y no sólo a los consumidores y la estructura de mercado y, por qué no, a la propia democracia y capacidad de los poderes públicos de ordenar las relaciones de poder en los mercados. 

Así, debería considerarse la conveniencia de obligar, entre otros, a estandarizar productos y servicios, compartir infraestructuras digitales esenciales, o incluso los datos recabados, etc. De esta forma se garantizaría que quien permanece en la posición preeminente en el mercado lo hace no aprovechándose y explotando las ventajas derivadas de la ostentación de su propia posición monopolística, esto es, viviendo de rentas que se multiplican por sí solas -porque las rentas se han repartido entre todos-, sino de su verdadero trabajo. Pero cuidando, a la vez, que este marco de obligaciones sea lo suficientemente flexible como para no frenar la innovación.

No hay democracia si no hay opciones. Pero, desde luego, no la hay si el poder económico que tienen ciertas empresas trasciende el mercado y pasa a ser político. Cualquier solución regulatoria, y más todavía una como la propuesta, es complicada y arriesgada, sin duda. Pero renunciar a la misma desde el principio sin intentarlo siquiera es una actitud que, a estas alturas y dado el creciente control sobre cada vez más esferas de nuestras vidas, economías y derechos de estos empresas omnipotentes de la economía digital, no nos podemos permitir.




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