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Drácula nunca muere

11/01/2020 - 

VALÈNCIA. Ya está bien de vampiros lánguidos, románticos y atormentados. Apartaos todos, que ha vuelto el Príncipe de las Tinieblas. El Drácula feroz y cruel, el que no tiene compasión con sus víctimas, el que carece de empatía y no busca amor ni comprensión. Era lógico que, con tanto malvado protagonista como ofrecen las series y películas, compareciera el Mal por antonomasia. El mito. El conde Drácula en todo su esplendor.

Y ha vuelto de forma brillante (no al chirriante modo del mustio Edward Cullen). La serie (en Netflix) es descarada, insolente, inteligente, heterodoxa, irónica, sangrienta y entretenidísima. Es obra de Steven Moffat y Mark Gatiss (que se reserva un pequeño y sustancioso papel), los creadores británicos que resucitaron tan admirablemente a Sherlock Holmes para el siglo XXI. Y como Sherlock, Drácula es una serie de tres capítulos de hora y media cada uno, titulados, respectivamente, “Las reglas de la bestia”, “Navío sangriento” y “La brújula tenebrosa”. Los episodios mantienen la continuidad, pero están bien diferenciados estética y narrativamente entre sí.

La serie vuelve a la novela de Bram Stoker, pero asume que es imposible recrear esta historia sin tener en cuenta que Drácula es un mito popular e imperecedero, fruto de las numerosas versiones cinematográficas que ha tenido desde que se publicó en 1897. El cine ha conformado e incrustado en nuestro imaginario colectivo de forma indeleble la iconografía (la capa, las cruces, las estacas, la oscuridad) y las reglas del mundo vampírico, con las que la serie juega constantemente.

Francis Coppola ya lo tuvo en cuenta en su bella adaptación de 1992, que no era tan Bram Stoker como su título indicaba, puesto que en ella convivían muy armónicamente el Nosferatu de Murnau (el castillo, las sombras), con los Dráculas de Universal (el goticismo de la puesta en escena) y la Hammer (la sangre, la sexualidad, el tono de aventura de la segunda parte del film). Coppola añadió, entre otras cosas que no es este el lugar para tratar, un romanticismo exacerbado que la novela original no tenía pero que en la película funcionaba de maravilla (“He cruzado océanos de tiempo para encontrarte”) y que ha tenido un gran eco posterior en el mito vampírico.

Y ahora llega la serie de Netflix reactualizando a Drácula. A diferencia de Coppola y gran parte de las historias de vampiros que luego han venido (Entrevista con el vampiro, la saga Crepúsculo, Drácula la leyenda jamás contada, aquella olvidable serie de 2013 con Jonathan Rhys Meyer como Drácula), aquí no hay romanticismo que valga. Hay ferocidad, terror, sangre, pústulas, crueldad, descomposición, maldad, infección. El vampiro mata porque le encanta y porque está hambriento no solo de sangre, también de vida y de conocimientos. Este Drácula al morder también absorbe la vida de la víctima, con sus recuerdos y sus saberes. Su mantra es “La sangre es vidas”, así, en plural. Y el actor danés Claes Bang, fantástico, consigue transmitir todos los matices necesarios con su interpretación. Es un gran Drácula.

Aunque el argumento parte de la novela, con el abogado Jonathan Harker llegando al castillo del conde, reformula varias aspectos del libro y abre caminos inéditos. Un ejemplo es la historia del Deméter, el barco en el que Drácula llega a Inglaterra, muy icónico cinematográficamente hablando, pero muy breve en la novela. Aquí todo este pasaje se amplía de forma soberbia hasta conformar la totalidad del segundo capítulo, con ecos de Alien, el octavo pasajero y de esos relatos policíacos de entorno cerrado en los que va muriendo gente poco a poco, tipo Muerte en el Nilo o Asesinato en el Orient Express.

Los personajes principales de la historia están prácticamente todos (Mina, Lucy, Van Helsing, Renfield, Seward, Lord Ruthven, Quincey), pero no del modo en que les conocemos. A veces funde varios en uno solo o bien les hace aparecer en momentos distintos a los de la historia original. Uno de sus mayores hallazgos es el (maravillosamente interpretado) personaje antagonista, sorprendente e inolvidable, y su compleja relación con Drácula, que ofrece algunos de los mejores momentos de la serie.

Un elemento claramente distinto a la novela y también a las grandes adaptaciones fílmicas es el humor. Este Drácula del siglo XXI es un gran conversador, mordaz e irónico. “¿Por qué quieres ir a Inglaterra?”, le preguntan. “Por esa gente tan sofisticada e inteligente. Llevo años diciendo que eres lo que comes”. “Es usted un monstruo”, le grita un aterrorizado Jonathan Harker. “Y usted es abogado, nadie es perfecto”, responde Drácula imperturbable. En realidad, de forma más o menos evidente, la ironía recorre toda la adaptación y no solo está en las réplicas ingeniosas del conde o de su antagonista, por ejemplo en el suspense creado en el Deméter o en la reunión de monjas del primer capítulo. Tal vez este tratamiento irónico pueda ser uno de los aspectos más polémicos de la serie, por heterodoxo, pero hay que decir que no le resta un ápice de ferocidad y horror a la historia. 

También su final, desde mi punto de vista muy bello e inteligente, aunque tal vez algo atropellado, se presta al debate. En ese momento es cuando se produce una interesante desmitificación (que no vamos a desvelar) que obliga a leer de otro modo el mito y su lugar en nuestro presente. Al fin y al cabo, ya hemos visto muchos monstruos, humanos y no humanos, y somos gente muy descreída. Pero hay más. Igual que la novela de Stoker ofrecía un comentario de los códigos sociales y morales de la Inglaterra contemporánea en forma de relato de terror, la serie de Moffat y Gatiss no renuncia a ofrecer una reflexión sobre la tiranía de la imagen y la juventud y el poder de la apariencia en nuestro mundo, entre otras cosas.

¿Hacía falta una nueva versión de Drácula? Esta, sí. Lo que está claro es que, en buenas manos, como es el caso, el Príncipe de la Tinieblas tiene garantizada una larguísima vida tanto en las pantallas como en nuestro afecto.

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