Las elecciones presidenciales estadounidenses han quedado hasta cierto punto oscurecidas por la excepcional situación que vivimos en el planeta. En condiciones normales, se trataría de uno de los acontecimientos informativos del año. Teniendo en cuenta, además, la personalidad del presidente que se presenta a la reelección, Donald Trump, todavía más. Trump es una máquina de generar noticias y captar la atención del público a toda costa (de hecho, así llegó a la presidencia). Su mandato ha estado trufado de irregularidades y escándalos. Sin embargo, antes de la llegada de la pandemia a Estados Unidos, sus posibilidades de obtener la reelección eran significativamente más elevadas que ahora.
Su contrincante, Joe Biden, no genera entusiasmo en nadie. De hecho, esa parece ser la apuesta de los demócratas: que su candidato sea irrelevante para el proceso. Lo más irrelevante posible, para que nadie se plantee dejar de votarle por su personalidad, trayectoria, u objetivos, que fueron las razones por las que perdió Hillary Clinton en 2016 (en voto en el colegio electoral, pero no en voto popular; habitual cruz de los demócratas en las últimas dos décadas, que ganan con claridad en algunos Estados muy poblados, en especial en California, y pierden por poco en otros Estados, como Florida o Pennsylvania, y ahí pierden la presidencia).
Biden es un candidato para echar a Trump de la presidencia, y para eso serviría el exvicepresidente de Obama o cualquier otro que no genere demasiado rechazo. A diferencia de Biden, Trump sí que genera entusiasmo entre los suyos, pero también rechazo entre los que no están con él. Es una figura que “no deja indiferente a nadie”; pero no porque sea un genio, sino porque es un impresentable mentiroso que coge atajos de toda clase para obtener sus objetivos. Eso gusta a los que creen compartir objetivos con Trump, pero a nadie más.
Como payaso peligroso, hay que decir que Trump, a lo largo de su mandato, había llegado a parecer más lo primero que lo segundo. Cuando asumió la presidencia, las dudas sobre qué haría con el maletín nuclear, qué tipo de follones generaría, etc., eran mucho más estridentes de lo que luego hemos tenido. El presidente es un zafio impresentable, qué duda cabe; y actúa desde su puesto como si tuviera poder absoluto y las normas fueran una mera molestia. Pero no habíamos llegado a situaciones en que su figura resultase objetivamente funesta para mucha gente. Casi todos pensaban que Trump metería a su país en una guerra absurda, pero por ahora no ha sido así.
En lugar de una guerra, hemos tenido una pandemia que se ha convertido en la horma de su zapato. Su negacionismo respecto de la incidencia del coronavirus, pero sobre todo su incompetencia y su ausencia de soluciones, han convertido a Estados Unidos en el país con más contagios y más fallecidos registrados de todo el planeta; un destino en modo alguno inevitable. Un destino, además, de enorme valor simbólico. En las películas, en la ficción, pero también en la historia, son abundantes los ejemplos de liderazgo estadounidense frente a una crisis. Ante un problema peliagudo, cabe esperar que la solución llegue desde Estados Unidos, por el inmenso poder que este país atesora en los más diversos órdenes (económico, político, militar, pero también científico y cultural). En los Estados Unidos de Trump, en cambio, por ahora sólo han llegado ideas de bombero y declaraciones extemporáneas.
Por el contrario, China, que al principio de la pandemia no suscitaba mucha admiración internacional (porque la pandemia es tal porque estuvo semanas y semanas difundiéndose en Wuhan mientras las autoridades hacían oídos sordos), ahora es un modelo de contención del virus. Y no sólo China (que, como dictadura, puede ordenar a sus ciudadanos cosas que en Occidente serían impensables), sino también varias democracias orientales, como Corea del Sur, Japón o Nueva Zelanda, han sabido contener el virus. Es verdad que estos países son islas o penínsulas, y que ahí la situación geográfica ayuda. Pero si comparamos con otras islas o penínsulas europeas, como las islas británicas o las penínsulas itálica o ibérica, está claro que la geografía no lo es todo. Occidente tiene sociedades abiertas, muy interconectadas, y eso ha jugado en nuestra contra. Así y todo, también hay países occidentales que han mostrado liderazgo. El más claro de todos, Alemania, cuya gestión de la crisis también está siendo ejemplar. De Estados Unidos, en cambio, no tenemos buenas noticias, ni en el frente interno (cómo hacen frente a la propagación del virus), ni en el externo, esto es: EEUU no está liderando la respuesta internacional a la pandemia, sino replegándose en sí mismo, como lleva haciendo desde que llegó Trump al poder.
A pesar de las encuestas y de la pésima imagen que tenemos de Trump a este lado del Atlántico, hay que decir que no es habitual que un presidente que se presenta a la reelección pierda. El influjo de la presidencia y el cuidado con el que los presidentes preparan su reelección son dos factores que tienen mucho peso en el electorado. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, sólo dos presidentes en ejercicio, el demócrata Jimmy Carter, en 1980, y el republicano George Bush, en 1992, perdieron las elecciones (Gerald Ford también las perdió en 1976, pero había accedido a la presidencia tras la dimisión de Richard Nixon en 1973). Lo habitual es que el presidente, si no decide retirarse voluntariamente (como Lyndon Johnson en 1968), ostente el poder durante dos mandatos.
La verdad es que Trump lo tiene todo para acabar siendo un presidente de un solo mandato (que es como una especie de blasón infamante para cualquier presidente), pero es prematuro darlo por muerto. En 2016 lo parecía y ganó. Ahora no estamos como en 2016, y no sólo porque las encuestas le otorguen ahora más ventaja a Biden que a Clinton entonces, sino porque el voto oculto a Trump ha aflorado con mayor claridad… y no parecen salir las cuentas. Así y todo, las especiales características de las elecciones presidenciales en Estados Unidos le dan una oportunidad al actual presidente, que no tendría si todo se resumiese en quién saca más votos: sólo debe sacar más votos, aunque sólo sea uno, en los Estados adecuados. Da igual que gane Biden si Trump logra 270 o más representantes en el Colegio Electoral. De hecho, es lo que sucedió en 2016, y podría volver a pasar.
Las elecciones parecen pasar sin pena ni gloria… pero los resultados no lo serán. Es muy importante ver quién vence en estas elecciones, porque el grado de polarización y enfrentamiento en Estados Unidos acaba repercutiendo en todo el mundo, y sus decisiones, o ausencia de decisiones, también. Biden no entusiasma a nadie, pero con tal de librarnos de Trump, cualquiera nos vale.