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el algoritmo es el mensaje / OPINIÓN

El Netflix de

21/12/2020 - 

Admito que da vértigo discutir algo escrito por Manuel Vilas, pero no queda más remedio. El escritor de Ordesa se descolgó en Twitter hace unos días con un comentario que desencadena este artículo: “podrían hacer un spotify del periodismo español”. La fórmula magistral para “un país más inteligente” pasa, según el también columnista, por abonar “una cuota al mes” y “entrar en todos los medios digitales de pago. Luego, en función del tráfico, se reparten los beneficios”. Y no es que no lo hubiera pensado nadie antes, sino que la decía él sin más profundidad de campo.

La idea fue celebrada por miles de seguidores, lo cual puso al límite mi principal rasgo de madurez como milenial: no contestar a cualquier tuit que habla sobre un tema que me interesa. Sin embargo, la respuesta en caliente de aquel día me sigue pareciendo oportuna hoy: ojalá el Gran Vilas compartiera esta alternativa con sus admirados Johnny Marr y Morrisey, o también con Alba Molina, hija única de Lole y Manuel. Ojalá esa charla con ellos para comentar los detalles del “reparto de beneficios” a partir de sus adoradas canciones –también por mí– ‘Please, Please, Please’ y ‘Todo es de color’.

Desde hace unos pocos años, la solución a todos los males de la cultura se cristaliza en “el Spotify de” o “el Netflix de”. Solo este fin de semana, haciendo una búsqueda rápida en Google (háganla), se ha promocionado “el Netflix de” las comidas saludables, de la cerveza, de las apps para Mac y de la agricultura. Eso en 72 horas. En el ámbito del podcast o el audiolibro, cada una de las nuevas plataformas que ha desembarcado en España se ha autopromocionado como “el Spotify de” o “el Netflix de”. Y la paradoja de este postura de brazos caídos ante la posibilidad de un monopolio es, precisamente, la asunción de que las plataformas solo son viables como monopolios, no como soluciones atractivas en un mercado libre.

Hace meses que Hank Green alertaba en The Washington Post como las inversiones mil millonarias de Spotify estaban enrareciendo el tablero de juego del podcast, uno de los más libres y crecientes en Estados Unidos. Les ahorro la retahíla de adquisiciones (Gimlet, Parcast, The Ringer, Anchor…), pero la gran plataforma del audio ha comprado productoras, tecnología y hasta programas con la clara vocación de ostentar una hegemonía casi inaccesible para cualquier otra compañía. Facebook, con sus sorprendentes y rápidas compras de Instagram y WhatsApp, en otra latitud, hizo exactamente lo mismo hace 10 años. ¿La razón de unos y otros? Someter el grueso del consumo global al interés de una única empresa. ¿Las consecuencias? Tantas como la arbitrariedad de cada una de estas cotizadas en bolsa tenga, pero déjenme recordarles una tan aparentemente inocua como catastrófica: hace tan solo unos años, YouTube decidió dejar de promocionar videos cortos. El big data y la estrategia empresarial daban la razón al algoritmo que primaba videos más largos. Más retención de audiencia, más permanencia, mayor número de anuncios y de interesección de anuncios por video. Millones de creadores de contenido de calidad que fijaron su lenguaje en videos de tres o cinco minutos, desaparecieron y, con ellos, sus equipos y facturaciones. Es el tipo de decisiones de arriba abajo al que se atienen los productores.

Aumentemos la profundidad de campo, que no estamos en un tuit. “No hay nada intrínsecamente malo en las plataformas de mercado. El problema surge cuando los mercados quedan bajo el control de monopolistas que están acostumbrados a gestionar esas plataformas en su propio beneficio, a expensas de todos los demás que dependen de ellos”. Esa es la clave: qué significa formar parte del engranaje de una plataforma. Y, bajando todavía más al detalle, qué significa cuando la transacción es el derecho a la información y el fluir del servicio esencial de la prensa. La cita de este párrafo pertenece al implacable reportaje de Grace Gedye, porque en Estados Unidos la presión antimonopolística ha despertado en los últimos meses: “Sillicon Valley podría arruinar el periodismo del audio –los podcast– a menos que el Gobierno actúe primero”. A esas alturas vuela la sensibilidad al respecto.

Tres días después del tuit de Vilas, el Gobierno de los Estados Unidos –y 46 de esos estados de forma individual– anunciaron una batería de demandas contra Facebook para exigirle la venta de Instagram y WhatsApp. La cuna del monopolio se revuelve ante la posibilidad del sometimiento a las directrices de una única compañía para cualquier ámbito. Pero mientras, parece que no nos preocupe seguir en las antípodas del pensamiento crítico sobre cómo las plataformas están obligadas a ser soluciones y no ciclones para el sistema productivo. ¿A alguien se le ocurre pensar qué sería de los medios en mitad de los designios de una plataforma? ¿Somos conscientes de que lo visible, el contenido que prospera, aquel que es más accesible y todo lo elemental –sobre lo que ya llevamos 15 años de bibliografía– son radicalmente incompatibles con una gran plataforma que aglutine a los medios?

La hegemonía tecnológica no es deseable para ningún artefacto cultural que necesite ser distribuido. La diversidad de plataformas es, todavía, el último eslabón para manejarse con cierta soltura y libertad y generar un ecosistema creativo vivo (mientras los gobiernos del mundo reaccionan; se les intuye lentísimos). Como decía Gedye, no hay nada malo intrínsecamente en las plataformas. El riesgo es que nos convenzan de que la única fórmula pasa por exclusivizarse en una de ellas. A quienes apuestan por ese modelo les debe rondar por la cabeza una pregunta quién sabe desde qué plataforma estaremos saltando a los mares de contenido dentro de cinco, diez o cincuenta años. Como para mutilarse una vida creativa a la sombra de.

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