Áurea Ortiz Villeta  

El buen final de ‘The good place’

8/02/2020 - 

VALÈNCIA. The good placela serie que debería estar viendo si quiere mejorar su día, poner una sonrisa en su cara y un poco de paz en su alma, ha llegado a su fin tras cuatro temporadas. No, no son pocas. Es suficiente. Por mucho que amemos a sus protagonistas y queramos tenerlos de amigos, continuarla hubiera sido un error. Ha sido una decisión inteligente finalizarla, y lo han hecho con un maravilloso y emocionante desenlace, sin innecesarias sorpresas ni giros de guion. Perfecto.

Y es que de eso ha ido su conclusión, precisamente, de la necesidad de que exista un final. De que sin él, vivir carece de sentido. No se asusten, es una comedia y hay risas. Pero también hay reflexión y profundidad. Ha sido un bello final para una serie que, sin hacer ruido, se ha convertido en un remanso de inteligencia y disfrute. The good place es eso que llamamos un happy place, ese lugar feliz al que acudimos para quedarnos un rato olvidando el ruido y la furia; para sonreír y sentirnos en armonía con el mundo. Y es todo un mérito, porque toda ella, pero especialmente su última temporada, ha girado en torno a la aceptación de la muerte…


Porque es lo que da sentido a la vida. Y es que, en realidad, ese es el tema de la serie: el sentido de la vida, que no es poco para una comedia con estructura de sitcom (aunque no lo es del todo) y capítulos de 20 minutos. Cómo vivimos, qué decisiones tomamos, cómo habitamos el mundo. El good place del título es el más allá, el lugar al que llegas una vez muerta, pero solo si has sido buena, claro. También hay un bad place, que no parece un lugar precisamente agradable. Toda la serie transcurre en ese más allá y, aunque parezca mentira, la religión está ausente a lo largo de sus 53 episodios. El otro día comentábamos por aquí la importancia de la religión en muchas series actuales y cómo parece que buscan a Dios, y es curioso que precisamente esta, la que más podría plantearlo, no lo tiene en cuenta. Tanto el bueno como el malo son lugares sin Dios, laicos, a donde se llega desde lo humano, en función de tu comportamiento. Apechuga con tus decisiones y acciones que son solo tuyas, no hay instancia superior a la que pedirle cuentas.

Todo es cuestión de ética y de responsabilidad (virtud en franca decadencia hoy en día). Y de bondad. Sí, bondad, esa despreciada cualidad que, en nuestro cínico y competitivo mundo miramos con displicencia y pronunciamos por lo bajini, como avergonzados, como si fuera cosa de un pasado remoto o de cuentos infantiles. Hemos llegado a inventar la palabra buenismo (que el Word me subraya mientras escribo porque, efectivamente, no existe en el diccionario) para criticar a quienes son buenos, a quienes intentan que el mundo sea un poquito menos feo y malo. Hasta tenemos un programa de radio llamado Buenismo Bien (no se lo pierdan, vale la pena), con Quique Peinado, Manuel Burque y Henar Álvarez, en el que se ha tenido que añadir el término ‘bien’ para reivindicar que ser buenas personas (o intentarlo) no es malo. Así que si alguien le suelta: “es que eres un buenista”, sepa que, en el mejor de los casos, se están burlando de usted y, en el peor, le están insultando.

Claro que ejercer la bondad no es fácil. Puede que tengamos todas las ganas y lo intentemos con ahínco, pero es posible que no sirva de nada. Uno de los mejores y más profundos giros de la serie se da cuando plantea, en un arriesgado salto de alcance muy político, que tal como es nuestra sociedad y nuestro sistema capitalista es imposible ser buenos: seguro que habrá algún momento en nuestra vida en la que habremos contribuido a la desgracia de alguien. Es inevitable: vestimos ropa hecha por esclavos o tomamos alimentos por los que pagan una miseria a los agricultores. En varios capítulos memorables los protagonistas se esfuerzan en buscar a algún ser humano cuyo paso por la tierra no haya supuesto la explotación de otra persona y les resulta imposible. Reconozco que no esperaba tanta profundidad ni calado político de una comedia tirando a absurda sobre la vida en el más allá.

Como ya comentamos al inicio de su tercera temporada, la serie comenzó de forma titubeante, pero acabó encontrando el tono para ofrecer un relato muy divertido e inesperadamente profundo, en el que lo mismo veíamos carreras y caídas a lo Mack Sennett que se citaba a Kierkegaard o Kant. Sus protagonistas, maravillosamente interpretados por Kristen Bell, un sublime Ted Danson, William Jackson Harper, Jameela Jamil, Manny Jacinto y D'Arcy Carden (¡esa genial Janet! ¡quién no quiere una a su lado!) viven mil y una peripecias intentando resolver los mayores desafíos y preguntas tan difíciles como ¿cómo valorar una vida? Que uno de los protagonistas fuera en la Tierra profesor de filosofía ha permitido la inclusión de grandes conceptos y debates filosóficos. Y no ha escatimado complejidad o trascendencia: qué es la ética, en qué consiste ser bueno, qué conlleva la responsabilidad, el ejercicio del libre albedrío, la justicia y la igualdad, etc.

Al ahondar en todo ello, llevando hasta sus últimas consecuencias algunos razonamientos y haciendo gala de una libertad y una creatividad mayúsculas, la serie se ha reinventado varias veces a sí misma sin perder la coherencia. Ni, por supuesto, el sentido del humor y de la diversión. Incluso cuando, en su última temporada, se constata que una eternidad en la que puedes cumplir todos tus deseos acaba siendo pelín insoportable. Es necesario que exista un final para que vivir tenga sentido, algo que sus protagonistas comprenden y aceptan (¡cuánta emoción aquí!) y nosotros con ellos. El final perfecto. Ya lo dice la sabiduría popular: bien está lo que bien acaba. Eleanor, Michael, Chidi, Tahani, Jason, ¡Jaaaanet!, ha sido un placer.

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