Vestir a un muerto y fotografiarle en familia hoy sería un acto morboso. Sin embargo, hasta bien entrado el siglo XX era habitual el retrato post mortem para tener un recuerdo de la persona que dejaba este mundo. Una exposición en el Museo Valenciano de Etnología repasa esta tradición
VALÈNCIA.- Hablar de la muerte no tiene buena prensa. La relación entre la fotografía y la muerte se establece a nivel del recuerdo, de la memoria de un pasado, un testimonio del ser querido que ya no está. La reflexión viene al caso de la exposición que se celebra en el Museo Valenciano de Etnología, Imágenes de muerte, comisariada por Virginia de la Cruz Chillet y que podrá verse hasta el 3 de junio. En ella se recoge una selección de fotografías realizadas desde el fallecimiento hasta los ritos, la mayoría en desuso, de los enterramientos.
Un asunto que despierta la curiosidad pero también un cierto rechazo a su visión. Dado que el ser humano está condenado a vivir con la muerte ajena o propia, memoria y olvido son las dos caras de una misma moneda y el desafío, evitar que el rastro de la persona desaparecida se borre por completo. Hoy nada termina por desaparecer del todo; en el mundo digital todo queda almacenado en algún sitio virtual. Paradojas modernas, tras estos miedos se esconden actitudes atávicas, no tan distintas de las de esos pueblos primitivos que creen que con la imagen se les arrebata el alma.
Del conjunto, la fotografía post mortem es la que más destaca por su naturaleza: el protagonista suele ser un recién nacido muerto al poco de nacer y del que no hay imágenes previas, así que su retrato será lo único que impida que de su paso por este mundo quede algo más que una simple lápida. No extraña pues que esta experiencia visual haya dejado un amplio espectro de interesados, desde antropólogos hasta sociólogos, teólogos y, por supuesto, a los historiadores de la fotografía. En la muestra, la primera exposición organizada sobre la fotografía funeraria, parte de los fondos pertenecen a varios coleccionistas, entre ellos los valencianos José García Mena, José Huguet y Javier Sánchez Portas. El catálogo de la exposición incluye 169 fotografías —muchas no expuestas—, de las cuales 98 son de niños de corta edad en diferentes posiciones, excepto ocho que aparecen en sus ataúdes.
En la muestra destaca un daguerrotipo coloreado, cuya excepcionalidad no es por ser el primer procedimiento fotográfico, sino por estar coloreado. Los autores son Moliné & Albareda, establecidos en Barcelona, con fecha de asociación en los años 1855-56. Detrás de una obra suya aparece la siguiente publicidad, no tan distinta de la que hoy hacen los fotógrafos de bodas, bautizos y comuniones: «Retratos en fotografía, daguerrotipo en relieve por el estereoscopo con estuches, copias, vistas, retratos para brazaletes, alfileres de pecho, retratos de niños de todas las edades. También se pasa a domicilio para sacar los retratos de las personas difuntas con la especialidad de dejar el retrato en su animación vital con la postura que se desee».
La pieza, más preciada por su formato que por su contenido, pertenece al coleccionista Sánchez Portas, que lo compró en una tienda de Ruzafa. «En aquel momento me costó caro, pero no tenía ningún daguerrotipo post mortem y era, además, una imagen muy serena y poco tétrica. Es el único que poseo de estas características», explica sobre el daguerrotipo monocromo cuyo color fue introducido por el antiguo pintor Moliné. Otra imagen expuesta del mismo coleccionista y también de gran valor es Retrato de niño difunto sobre mecedora del fotógrafo de Xàtiva Talens Bas. Un valor añadido que nace de dos relaciones: la cultura de los fotografiados y la cultura del fotógrafo. Porque el fotógrafo alcanza el simulacro del niño dormido y hasta risueño en sus sueños. Todo evidente si se compara con la «tarjeta de visita» del barcelonés Cantó situando al niño en un sofá donde permanece con el hieratismo de la muerte.
Sánchez Portas y José Huguet coinciden en señalar que los retratos post mortem «no son fotos de especial interés» e incluso Huguet confiesa que hasta le resultan «desagradables». En el caso de Sánchez Portas le suscitaron interés por «las fotografías iluminadas, por tener una parte de mi colección especializada en este tema». Despojadas de su valor como recuerdo, la cuestión técnica queda por encima del valor del retrato.
Del archivo de Huguet también se expone un retrato de un niño entre almohadones del fotógrafo valenciano Sanchis y contrasta con una fotografía anónima de un niño con pañal. Se intenta imitar al modo viviente, se capta a los niños con los ojos cerrados, se les considera vivos y por eso se dice que están «dormidos» de ahí que Virginia de la Cruz hable de 'Dormiciones'. Otra variante consiste en retratar con los ojos abiertos, generando unas miradas inquietantes. Más doliente es la fotografía de una madre mirando con unos ojos que taladran la mirada al espectador mientras sujeta en brazos a su hijo fallecido, del madrileño Antonio Selfa.
Para las familias, la imagen post mortem es un intento de engañar a la Parca; para los fotógrafos, una fuente de ingresos, lo que les obliga a buscar los mejores resultados estéticos, y distinguirse de la competencia. Un ejemplo son los 'retratos' de la cara difuminando el entorno mortuorio. Otra opción, la del barcelonés Joaquín Soler Morell, es captar al niño en el ataúd, rodeado de flores por todas partes. Estos resultados estéticos son logrados por unas mejores condiciones de trabajo, cuando cambian las cámaras, las películas y hasta se puede trabajar en el estudio fotográfico.
Entre los adultos fallecidos aparecen los retratos post mortem individuales, con formatos de medio cuerpo, dentro del ataúd y otros de cuerpo entero con hábitos religiosos. Más interesantes son las imágenes de grupos, con distintas escenografías, y en las que impresionan especialmente las del padre o la madre sosteniendo a su hijo muerto. En otras aparece el difunto de cuerpo presente rodeado de sus familiares. Ya en épocas más recientes, en los años cincuenta del pasado siglo, se realizan reportajes fotográficos del traslado del difunto del domicilio al sitio donde se celebra el funeral o la despedida del séquito. Esta última ceremonia está recogida en dos álbumes presentes en la exposición del coleccionista Huguet, quien nos cuenta esta costumbre que desapareció con el aumento del tráfico rodado: «el traslado del féretro se efectuaba en coches de caballos, hasta la plaza de San Agustín, donde se despedía el duelo e iniciaba el camino al cementerio». Entre ellos, destacan los reportajes del traslado de los restos del presidente de la Falla En Gil y otro en la calle de Joaquín Costa realizado en un día de lluvia con el asfalto brillante.
Todo esto explica una presencia y conservación escasa de este tipo de imágenes. Según remarcan los coleccionistas valencianos José Huguet y Javier Sánchez Portas, «no son muy frecuentes». Hubo un tiempo en que conseguir una era casi como buscar trufas; ahora, con las nuevas tecnologías, el procedimiento ha perdido su mística. «Se puede encontrar cualquier cosa, no solo que esté en venta, sino que puedes crear alertas y te avisan en el momento que aparezca en el mercado lo que buscas», apunta Sánchez.
A mediados del siglo XIX se conjugaron los astros de la fotografía y de la mortalidad infantil para dar justa satisfacción a esa desgracia. Casi una plaga, dado que la mortalidad de los niños menores de un año era muy elevada y, ante ese fenómeno, vino en auxilio de las madres desesperadas. La mortalidad en los países europeos era debida a crisis epidémicas, como el cólera en 1834,1853-1856,1865 y 1885. Esta última causó en la ciudad de València, más de 4.000 víctimas, especialmente menores y ancianos. Entre los más pequeños se unían dos factores: lactancia y alimentación suplementaria. Hablar de alimentación suplementaria es referirse a factores como el agua, inadecuada dieta infantil, dentición y falta de higiene.
Así, clientes nunca faltan. A la población infantil le afectaban otras enfermedades como la viruela, el sarampión, las gastroenteropatías y la tuberculosis. Hasta 1890, la mitad de los nacidos fallecían antes de alcanzar los diez años. Entre los niños menores de un año las enfermedades infecciosas causaban el 65% de las muertes y las enfermedades no infecciosas el 32%. A su vez hay que distinguir entre las zonas rurales y las ciudades. En estas últimas, se aplican antes las medidas higiénico-sanitarias mientras que en los medios rurales la permanencia de las tradiciones mortuorias fue más larga.
En las ciudades, a medida que avanza el siglo XX, la muerte se va desplazando al ámbito privado, escondido en los tanatorios. Unos sitios asépticos y eficientes con todos los servicios en manos de funerarias. Pero con el tiempo, han desaparecido todas las tradiciones públicas: como velatorio en casa del fallecido con el muerto de cuerpo presente, cerrar media puerta del portal, la mesa de condolencias, el traslado del difunto desde la casa al funeral o hasta el cementerio... La fotografía y la muerte se van así alejando más rápido que en las poblaciones rurales donde aún hoy se conservan ciertos ritos de las pompas fúnebres, como el traslado del difunto, en automóvil, hasta el cementerio.
La fotografía de difuntos cumplía un servicio social y, en sus inicios, ni siquiera se podía considerar un retrato. No fueron creadas como obras de arte sino como recordatorios para la familia del difunto y, sobre todo, para la madre en el caso de recién nacidos. Algunos autores para justificarlo lo consideran un heredero del retrato pictórico post mortem. En un sentido amplio no existía una tradición de retrato pictórico pues las pinturas, dibujos y máscaras solo eran accesibles a las clases altas. La mayoría de los mortales se quedaba sin ese recuerdo.
El efecto democratizador introducido por la fotografía en el campo de la imagen todavía tardará unos años en llegar. El primer procedimiento descubierto, llamado daguerrotipo, era una obra única que exigía un tiempo de posado largo y de un precio elevado puesto que su soporte era una placa de plata. Será a partir de 1851 cuando se descubre el colodión húmedo —proceso que permite obtener copias y es más económico— y se inicie el proceso de lowcostización de la fotografía. Este proceso es el que explica la popularidad de la fotografía post mortem, que se extenderá hasta mediados del pasado siglo.
«las fotografías post mortem de los recién nacidos tienen un efecto terapéutico mientras dura el duelo»
La percepción de la muerte cuando se descubre la fotografía en 1839 es totalmente distinta a la actual. A ello se une que las primeras imágenes, por cuestiones técnicas, necesitaban unos tiempos de exposición muy largos, que obligaban a permanecer quietos a los modelos. Esta dificultad era obviada en la fotografía de muertos, dada la permanente quietud del fallecido. Las primeras fotografías se realizaban en el domicilio del difunto utilizando la escenografía del velatorio y buscando la luz de las ventanas. Con el desarrollo de la profesión y las posibilidades económicas de la familia, se podía acudir al estudio fotográfico. Esto fue más fácil en el caso de recién nacidos.
Las fotografías post mortem de los recién nacidos tienen un efecto terapéutico mientras dura el duelo, pero pasado este tienen un efecto contrario: recuerdan al hijo nonato y esas imágenes se ocultan y hasta se destruyen. Su permanencia en archivos y álbumes no es mayoritaria y suelen encontrarse alojadas en la intimidad. El recuerdo, sobre todo en el caso de los recién nacidos, es desagradable; su memoria es recogida por la madre. La imagen se convierte en la débil huella de un hijo que desapareció.
También se ha de considerar que contra las imágenes de los muertos se oponen las de cuando estaban vivos, de ahí una costumbre bastante extendida de romper las fotografías de los seres desaparecidos en los álbumes familiares. Curioso reflejo del miedo a la muerte, ya que las fotografías esmaltadas que figuran en las lápidas de los cementerios no seguían esta suerte. Es más, que estas sufrieran algún daño se sufría y se sufre aún hoy como una pequeña tragedia.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 41 de la revista Plaza