Este lunes, 3 de mayo, celebramos el Día Mundial de la Libertad de Prensa, que sirve para reivindicar un derecho fundamental –englobado en la libertad de expresión– que sufre continuos ataques por parte de personas y colectivos que tienen algo que ocultar, entre ellos y de manera muy destacada, los gobiernos. La semana que han sido asesinados los periodistas españoles David Beriain y Roberto Fraile en Burkina Faso, hablar de las trabas que los profesionales sufrimos en España puede parecer una frivolidad, como hablar de pobreza aquí después de ver un reportaje sobre Sudán del Sur. Pero que en otros lugares estén mucho peor no quiere decir que aquí estemos bien y una de las obligaciones de los periodistas es señalar aquello que funciona mal. Hoy toca hablar de la libertad de prensa.
El ranking 2021 de libertad de información por países que elabora Reporteros Sin Fronteras sitúa a España en una nada honrosa 29ª posición de 180 países y destaca como factores negativos "el clima de polarización" fomentado por partidos políticos y algunos medios de comunicación; el "discurso de odio" de Vox contra la prensa, con la estigmatización de periodistas 'enemigos' y el veto a algunos de ellos en la cobertura de sus actos; "la falta de transparencia de Pedro Sánchez y su Gobierno"; "la hostilidad de Unidas Podemos y su líder, Pablo Iglesias, contra determinados medios y reporteros"; la cantidad de ruedas de prensa sin preguntas… Y afirma, respecto a la pandemia: "Los periodistas lucharon por cubrir la trágica realidad de los hospitales y las morgues, así como para obtener cifras fiables y coherentes, a menudo calculadas de forma independiente y sin ayuda del gobierno".
A todo ello, un servidor añade la cada vez más habitual falta de respuesta a preguntas incómodas, el mantenimiento de la ley mordaza cuando van a cumplirse tres años desde que Pedro Sánchez llegó al poder y –de lo que trata este artículo– la creciente prevalencia del relato oficial frente a la información que publicamos los medios.
La prensa libre es esencial para el funcionamiento de una democracia: controla al Gobierno y actúa como plataforma para que todas las personas y colectivos con problemas sociales sean, si no escuchados, al menos oídos. Durante la pandemia nos hemos sentido más útiles que nunca en estas dos tareas, control del gobierno y altavoz de los desatendidos, además de la puramente informativa.
Como es natural, a quienes salen mal parados con las verdades que contamos no les gusta que la prensa sea tan libre. No le gusta al gobierno, tampoco a los partidos políticos, ni a la policía, ni a los banqueros ni al resto de fuerzas vivas aunque ya no estén tan vivas, como puede ser la Iglesia. Unos lo toleran mejor que otros y algunos, cabe destacarlo, lo llevan con exquisito respeto. Pero la mayoría, si puede, trata de controlarlo.
La forma de control habitual en las dictaduras es la represión; en las democracias es el dinero, ya que la gran mayoría de medios de comunicación son empresas. Sin embargo, con la irrupción de las redes sociales y la tecnología, esto ha cambiado al menos en España. Los gobiernos han encontrado una forma más 'democrática', por así llamarla, de combatir la información independiente: fabricar ellos las noticias, contar su 'verdad' de forma tan abrumadora que sepulte la información que les es perjudicial.
Así, en los últimos años las instituciones han inflado sus gabinetes de prensa mientras las redacciones perdían efectivos debido a la crisis estructural del sector de medios de comunicación y a las últimas crisis económicas. Gabinetes dedicados a vomitar una realidad paralela en la que todo va bien o todo va a ir bien gracias al amado líder. La Moncloa, los ministerios, la Generalitat, las consellerias, las diputaciones, los ayuntamientos, los cientos de empresas y organismos públicos… Decenas de comunicados oficiales cada día con los que se podría llenar un periódico sin mucho esfuerzo –algunos lo hacen–, a mayor gloria de quienes deben ser objeto de control.
Los medios de comunicación y los periodistas también tenemos nuestra parte de culpa. La prisa por publicar antes que nadie, la falta de personal y la pereza llevan a que muchos de los comunicados que emiten las instituciones se reproduzcan sin filtro, como si fuera una información elaborada por un periodista ajeno a la institución. Se trata de una dejación de funciones que no nos podemos permitir porque una de las principales misiones de un periodista es tratar de evitar que el Gobierno engañe a la ciudadanía. Y está pasando.
Dirán que siempre ha pasado, pero en los tiempos actuales, al menos en España, hay una novedad desalentadora, y es que antaño iban con más cuidado porque cuando se descubría que un político había mentido sufría el escarnio mediático que en ocasiones le llevaba a dimitir, pero hoy no dimite nadie por haber mentido –ni por nada– y la política se está llenando de redomados embusteros que han perdido la vergüenza.
La mayoría de los comunicados que inundan las redacciones son verídicos, faltaría más, pero muchos no cuentan toda la verdad, y a veces las medias verdades son peor que una mentira. Su objetivo no es la verdad, su objetivo es adueñarse de lo que se ha bautizado como "el relato", es distorsionar la realidad, interpretarla de forma que solo los periodistas que han estado pendientes del asunto que se trate pueden detectar el engaño.
La estrategia –no es por dar ideas, ya la conocen todos– es la siguiente: si un medio publica una noticia que perjudica al líder, se contrarresta con un relato de los hechos que lo exculpa, relato que será difundido por las agencias de noticias, publicado por todos los demás medios y debatido en tertulias como si la verdad de los hechos fuera opinable. Y si el medio pide datos o aclaraciones que pueden desmentirlo, no se le contesta. Esto es muy grave: no contestan. Cada vez más las instituciones no responden a preguntas incómodas y, aunque existe el recurso al portal de Transparencia, es un proceso lento y no siempre efectivo ya que para cuando se ven obligados a responder el asunto está más que olvidado.
Podría llenar esta columna con ejemplos de la Conselleria de Sanidad –La Fe de Campanar, los hospitales de campaña, la vacunaciones irregulares…–, pero vamos con el más cercano: el servicio de prensa y propaganda de Barceló respondía esta semana a la información de Valencia Plaza sobre el parón en el proyecto de ampliación del Hospital Clínico de València con un comunicado en el que parece que la ampliación va sobre ruedas, nota de prensa que podría haber aprovechado para informar del cese de varios responsables del área de Infraestructuras de la Conselleria y aclarar si se trata de una mera coincidencia. Nosotros contamos la verdad y Sanidad se inventó un relato que es falso en la medida en que oculta a la ciudadanía parte de la realidad. Podría llenar esta columna también con las preguntas a las que Sanidad no ha respondido durante la pandemia pero no lo haré, que luego se enfadan y acaba pagándolo quien menos lo merece.
Otro ejemplo de esta misma semana: El Ministerio de Hacienda ha sido condenado por el Tribunal Supremo a compensar a Castilla y León por la mensualidad del IVA de 2017 que el Gobierno de Sánchez no pagó a las CCAA en 2019. Una mensualidad que el Gobierno de Ximo Puig no reclamó, dando por perdidos nada menos que 281 millones de euros. Esta es la verdad. Frente a ella, el Ministerio de Hacienda y la Generalitat elaboraron el relato, publicado por todos los medios de comunicación, de que era un problema causado por el Gobierno de Rajoy –cierto– y que cuando la ministra Montero lo intentó solucionar en 2019 "PP y Ciudadanos votaron en contra". De manera que PP y Cs tendrían la culpa de que Montero no arreglara el problema, de su posterior negativa a compensar a las CCAA –sigue sin pagar– e incluso de la renuncia de Puig a reclamar el dinero, al contrario que otras Comunidades con gobiernos socialistas. Pues no. Ese relato ha triunfado, pero es falso. Lo cierto es que la solución de Montero incluida en los Presupuestos Generales del Estado no salió adelante principalmente por el voto en contra de ERC, PdeCat y Bildu, que meses antes habían hecho presidente a Sánchez y luego le retiraron el apoyo. Pero además, la condena del Supremo no es por eso, la condena es por la negativa posterior de Montero a compensar a las CCAA; no tiene nada que ver con los Presupuestos, que tampoco son la causa de que Puig y Soler renunciaran a exigir a la ministra el dinero de los valencianos.
Montero, la que no podía bajar el IVA de las mascarillas –otra invención desmentida hasta por la Comisión Europea–, es la cara más visible de un Gobierno habituado a imponer relatos falaces, donde el ejemplo más sangrante lo protagonizó José Luis Ábalos con sus versiones cambiantes sobre el caso Delcy a medida que los medios de comunicación iban desmontando sus coartadas. Marlaska también es bastante creativo.
El empeño por imponer un relato ha llegado incluso al BOE, con ese lamentable preámbulo que parece sacado de una sesión de control del Congreso. Se ha criticado el precedente creado por el PSOE y sus socios al arremeter contra "el Gobierno del Partido Popular" en el preámbulo de una ley orgánica, la que deroga el apartado 3 del artículo 315 del Código Penal –sobre las coacciones de piquetes informativos en una huelga–, pero, siendo grave la inclusión de una crítica política en un texto legal, lo más grave es que también aquí el relato es falso. El artículo 315.3 no lo inventó un Gobierno del PP, se introdujo en el Código Penal de 1995, cuando gobernaba Felipe González, y en 2015, con Rajoy, lo que se hizo fue rebajar la condena prevista.
Tanta mentira ha dado lugar a la aparición de una nueva especialización en los medios, el periodismo de verificación –Maldita, Newtral…–, con dedicación casi exclusiva a aquello que ha sido la razón de ser de los periodistas toda la vida: descubrir la verdad. Centrados originalmente en desmentir bulos que circulan por las redes, han acabado dedicando buena parte de sus esfuerzos a desmentir a la clase política, que ni rectifica, ni se avergüenza ni, por supuesto, dimite cuando estos medios o los que somos más generalistas ponemos en evidencia sus mentiras.
Quienes nos dedicamos a buscar la verdad debemos ahora –o deberíamos– dedicar parte de nuestro tiempo a separar el grano de la paja en cada declaración y en cada comunicado; en cada relato. Pero no hay tiempo, ni periodistas suficientes, ni recompensa en la mayoría de los casos.
Disculpen que no sea optimista. ¡Feliz día de la libertad de prensa!