El martes fui a comprar una olla a la tienda de electrodomésticos de mi barrio. Confieso que tenía mucho trabajo y estuve tentado de buscarla en alguna web. No lo hice. La tienda está a dos calles de mi casa. ¿En serio, Alberto, no puedes caminar dos calles?, me dije. Y me di cuenta de que no era solo la ridícula distancia sino cierta fobia social que he ido desarrollando. Pasar tanto tiempo delante del ordenador ha hecho que me dé casi tanto vértigo contactar con un vendedor como con una nave extraterrestre.
El caso es que fui allí. Un señor mayor, cerca de la jubilación, se acercó. Por alguna extraña razón odio que los vendedores se acerquen y me pregunten. Prefiero mirar, coger lo que me interesa y pagar. Estoy buscando una olla… Me enseñó las que tenían. Elegí una, esa mismo, y le dije que me la llevaba. Todo bien: la transacción me había costado escasos dos minutos y apenas veinte palabras.
-Un segundo, la meto en la caja y te la llevas…
Comenzó a buscar la caja pero no aparecía. Preguntó a otro vendedor más joven y ambos comenzaron a mirar aquí y allá. Pasaron varios minutos. Yo miraba la hora del móvil incómodo. El hombre, apurado por el pequeño percance, comenzó a explicarme cómo limpiar la olla para que durase más y no se pegara (lo que me resultó más interesante y útil de lo que esperaba, la verdad). Al final apareció al caja y fuimos al mostrador. Pagué con tarjeta y algo pasó.
-No hay papel en el datáfono. Dame un segundo.
Se marchó. Yo me quedé allí y para matar el tiempo miré una vitrina. Había varios modelos de teléfonos fijos. ¿Aún hay gente que los compra?, pregunté al otro vendedor que estaba tecleando en el ordenador. Todavía se venden, sí. Mucha gente mayor no sabe usar el móvil. Suelen venir los hijos a comprarlos. Supongo que en diez años no quedará nadie que los use, pero ahora siguen ahí, como un eslabón perdido entre dos épocas.
De pronto la vitrina se había convertido en una metáfora del paso del tiempo. Un tempus fugit hecho aparato electrónico. La evidencia del final de un mundo que desaparece sin que nos demos cuenta...
El hombre volvió a mi lado con un rollo de papel que, por suerte, colocó en segundos dentro del datáfono. El ticket salió y me lo entregó. ¡Gracias y buen día!
Fui hasta la puerta, nervioso porque me había retrasado un poco y tenía que acabar un artículo, cuando la baliza antirrobo de la puerta comenzó a pitar. Me giré y el hombre abrió los ojos.
-¡Espera! No te he quitado el antirrobo. Un segundo.
Vino a mi lado, cogió la bolsa y desapareció de nuevo. A mi lado había hornos. Perdí una bandeja del horno durante una fiesta (no me pregunten cómo) y llevo años sin bandeja. Un par de minutos después volvió. Aproveché para preguntarle cómo conseguir la bandeja, si podía encargarla diciendo el modelo del horno.
-Muy cerca de aquí hay una tienda de repuestos de electrodomésticos viejos. Ellos te consiguen cualquier cosa. ¿Vives cerca? Está a cinco minutos como mucho.
Me dio la dirección, le di las gracias y me fui. Rápidamente porque debía volver al trabajo. Molesto por el tiempo que había perdido hasta que me di cuenta de que soy gilipollas. Que no había perdido el tiempo sino que lo había ganado. Había charlado con desconocidos, lo que siempre tiene algo de reconfortante. Sabía limpiar las ollas para que me durasen más, había sentido el frío del fin de una época mirando una vitrina de teléfonos y sabía dónde conseguir la bandeja del horno que lleva perdida años. ¿Y qué era tan importante? ¿Seguir trabajando? ¿En serio: seguir trabajando?
Hace poco vi Nomadland. En esa película se muestra cómo funcionan las cadenas de producción de Amazon. Me imaginé a ese dependiente cercano a los sesenta en una cadena metiendo ollas en cajas, sin hablar con nadie, durante horas. ¿Es ese el mundo que quiero? ¿Un mundo con cubículos individuales donde nadie se relaciona con nadie?¿Un mundo-Amazon deshumanizado y horrible? ¿Para qué? ¿Para tener más tiempo de trabajar o de ir a terapia porque trabajo demasiado?
No, claro que no.
Ir a comprar esa olla es de lo mejor que he hecho esta semana. En serio. Suena ridículo decir esto pero era auténtico. Comprar una puñetera olla fue una de las pocas cosas reales que viví esta semana. Y mi vida no es especialmente triste, no se crean.
La semana que viene iré a por la bandeja. E igual hasta busco algún tema para charlar con el vendedor. O la vendedora. Antes de que ellos estén empaquetando electrodomésticos en una cadena de montaje de Amazon y yo sea un sociópata que no se separa de su ordenador.
Pruébenlo, salgan a la calle. Cuesta un poco pero merece la pena...