Rescato de mi humilde biblioteca un pequeño y ajado libro rojo al que le tengo especial cariño. Les cojo cariño a los libros, en especial a los que leo y releo, siempre descubriendo algo nuevo, una nueva aventura o una nueva verdad. Como cuando veo por enésima vez una película y descubro episodios, diálogos y hasta personajes que ni recordaba. Ni siquiera el final recuerdo yo de las películas, con lo que es fácil contentarme con cualquier cartelera de cine o TV, que siempre habrá una película siempre nueva para mí.
Con este pequeño libro rojo, que guarda las cicatrices de sus casi 50 años y de haber sido utilizado como pelota contra la pared porque el novio que me lo regaló no entendía francés, pasa lo mismo. Y cada vez que tengo una duda existencial, entro en mi pequeña y esquilmada biblioteca -los libros no tienen dueño, decía mi madre cada vez que prestaba alguno-, lo cojo y lo abro por cualquiera de sus amarillentas páginas que no dejan de sorprenderme.
Sigo la estela de la investigación del Instituto Orgón, dedicado desde los años treinta del siglo XX a encontrar una supuesta fuerza vital universal, según su creador, el psicoanalista Wilhelm Reich. Se trata de la lucha interior del autor, como espectador naïf, que ha observado durante decenios con asombro, y al final con horror, el sufrimiento que el hombre de la calle se inflige a sí mismo. La energía orgánica fue rápidamente desechada por la comunidad internacional, pero las profecías de lo que pasaría casi cien años después se encierran en este pequeño libro de tapas rojas y machacadas por mi primer novio.
Perdón, que creo que no les he dicho de qué libro hablo. Está en el estante de mis libros en francés, pequeño porque pronto me pasé al inglés, que ocupa más espacio, exactamente dos huecos más en el estante inferior izquierdo. Y, como tengo memoria fotográfica, no tardo en encontrarlo ahí, entre el diccionario VOX -por cierto- de francés y una novela de suspense nórdico que compré en cualquier aeropuerto perdido por el centro de Europa, para pasar el tiempo cautivo que nos hacen perder entre viaje y viaje en esta época del siglo XXI.
Recuerdo exactamente el momento en el que llegó a mis manos. Lo vi en el suelo de la biblioteca de mi novio, después de “haberse” estrellado repetidamente contra la pared. Lo recogí, inerme, como si de un animalito herido se tratara, y comencé a ojearlo. Le pregunté: ¿No lo quieres? Me dijo: No lo entiendo. Y lo acaricié, el libro, con la delicadeza y curiosidad de mis 18 años. Y decidí amarlo para siempre.
Y ahora lo recupero de nuevo, una vez más, con las cicatrices que dejan los años y ese olor característico del papel envejecido por el polvo y el moho. Es mi Biblia, mi refugio espiritual, la esperanza de que la historia no volverá a repetirse. Wilhelm Reich lo escribió en los estertores de la II Guerra Mundial. Aquel terrible verano de 1945 vio la luz por primera vez. En 1948 fue traducido al inglés.
Yo tengo una humilde versión de bolsillo en francés de la Petite Bibliothèque Payot de 1972, posiblemente comprada en París por el hermano mayor de aquel primer novio, en una época en la que estos libros no entraban en España. Él sí hablaba francés. Es importante hablar idiomas, aunque sea para descubrir joyas como este pequeño libro de tapas rojas. Siempre digo que hoy todo el mundo habla inglés -es un decir-, pero hablar francés es más chic.
Bueno, pues yo hablo francés. Y ésa ha sido la suerte de que me reencuentre de tanto en tanto, a lo largo de la vida, con mi amigo Wilhelm Reich y con ese “petit home”, el ciudadano medio, que “teme a los grandes generales de la guerra, pero no tiene miedo de sí mismo”. Y, sobre todo, poder escuchar a ese hombre de la calle que “debe tomar contacto con la realidad”, para poder contrarrestar su perniciosa nostalgia de la autoridad, (…) para saber cómo puede convertirse en un fascista rojo o negro”.