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Bitácora de un mundo reinventado / OPINIÓN

Historia de una pringada

12/03/2021 - 

Madre, escuchóloga, taxista, geisha sensual, puericultora, basurera emocional, repostera, veterinaria, gramática, bailarina de Tik Tok, farmacéutica, desfacedora de entuertos y sonriente exhausta. En las horas más bajas del día escritora, bajo el flexo de la madrugada, con el cerebro abollado por los descalabros del día. Dos novelas repartidas entre Amazon y las carpetas de mi escritorio. Una colaboración semanal en el Valencia Plaza. Todo ello sin caer aún en las prótesis ni en las adicciones, pura naturaleza. 

Momentos perros, llantos en los parkings cuando se retira la llave, en los baños del hospital, en las autopistas. Lucha encarnecida en los probadores de Zara o entre la manzana y la grasienta empanadilla de carne. Momentos brillantes y plenos cuando el amor colma todos los poros y de extenuación cercana a la de un campo de trabajo. Hambre canina. Quién no me ha visto atacar las bandejas de frivolidades en los cumpleaños de bolas ante la mirada atónita de las madres peliperfectas uñiarregladas (cualquier mujer distinta a una misma parece siempre peliperfecta y uñiarreglada). Además, llegar a las cinco a un cumpleaños es siempre un dualismo cosmológico: Dios y mundo, naturaleza y gracia, materia y espíritu; o comer o recoger al niño. 

Un currículum de niña buena que incluye un hijo de 18 y una de 13, una perra de 5 que no irá a la universidad, un marido que barre y friega pero no para de decir que barre y friega, un padre cuyo cerebro se desmigaja por el Alzheimer y una madre que me enseñó a ser siempre la última de mis prioridades, como hacía ella consigo misma. Clases de baile desde los 8 y varios idiomas a los 30. Dos décadas de trabajo con sólo tres meses de paro y una lista larga de pacientes a las que he ayudado a ser mejores personas. Con todo, soy una privilegiada. Una pringada de primera. Cuántas niñas en el planeta han sido casadas en la pubertad y lamentan, mientras amamantan criaturas, haber visto rotos sus sueños. Médica. Profesora. A cuántas se las llevará por delante esa enfermedad social llamada violencia.

Nacer a este lado del estrecho significa mucho pero yo sigo sin aprender a decir que no. Se dice que es un atributo de las cuidadoras. Será que lo soy, por encima de todo. Hacemos girar el mundo. Suave, discretamente. Y me encanta que por fin dejemos de ser discretas. Y que sólo seamos nosotras quienes cuidan. 

Este año nos ha enseñado que la especie la sostienen los cuidados, no las gestas gloriosas ni las guerras comerciales plagadas de testosterona. Hemos estado en primera línea como empleadas esenciales y a nadie le ha pasado inadvertido que eran ellos los que se quedaban en casa, los que hacían la compra. Pregúntenle a una cajera del súper por esos meses primaverales plagados de señores con expresión somnolienta y montones de rollos de papel. Mi instantánea del confinamiento será para siempre la de Rafa despidiéndome con el codo y las manos en alto, como un cirujano a punto de pedir bisturí pero enfundado en sus guantes de fregar color rosa.

Otra gran lección de la pandemia ha sido el éxito de los países cuyas jefas de gobierno fueron rápidas, decididas y eficaces comunicadoras. Atrajeron de forma efímera los titulares, pero ya no se habla de ellas. El estudio de la OMS “Mujeres líderes” de este año revela que sólo son tres los países en el mundo con la mitad de mujeres en sus parlamentos. Al ritmo registrado, la paridad en los parlamentarios deberá esperar a 2063, la de los cargos ministeriales al 2077 y la de cargos superiores a 2150. En una palabra: no seremos nosotras quienes lo vean. ¿O sí? Me pregunto de qué depende. 

 Foto: KIKE TABERNER

El activismo feminista siempre ha sido una revolución pacífica pero parece tocar ahora el nudo de las cosas cuando, de pronto, hemos visto cómo se demoniza. Cómo despierta la reacción, el repliegue, la marcha atrás de conquistas que parecían duraderas. El año pasado conocimos nuestros superpoderes: habíamos creado un colapso planetario con nuestro día morado. 

Este 2021 se abren nuevos retos e Irene Montero ha declarado que se equivocan quienes pretender tomarle el pulso al feminismo en función de lo llenas que estén las calles. No cuesta creerla, somos veteranas en el trabajo invisible, llevamos varios milenios haciendo nuestro camino silencioso desde casa. Domésticas y clandestinas, somos artistas del teléfono, el ordenador, el boca a boca; todos los canales sirven hoy para que el mensaje de la igualdad cabecee desde la trastienda de este mundo hacia el escenario global. Desde el inconsciente colectivo hacia los nuevos códigos. En Polonia se ha peleado el aborto con actos por la red, pitidos de bocina organizados y concentraciones en las colas de las tiendas. En Méjico, donde se mata a diez mujeres por día, las casas de acogida han subido un 300% sus rescates respecto al año antes de la pandemia y no parece que vayan a cerrar sus puertas. ¿Cuál es el futuro del feminismo? No se vislumbra un posible retorno. 

Firdaus, la protagonista de la popular novela de Nawal Saadawi Mujer en punto cero, cierra su crudo relato de abuso sin dudar un instante de su integridad y reputación como mujer. Esta prostituta que va a ser ajusticiada por un crimen en legítima defensa se retrata ácida y cristalina en su veredicto sobre el mundo. Niega que para matar no haga falta dulzura. “Yo maté con la verdad, y no con una navaja. Por eso me temen y tienen tanta prisa por ejecutarme”. Sadawi, con su escritura sencilla y brutal, nos deja claro que su personaje lo hacía en la asunción de que era mejor “ser una prostituta libre que una esposa esclavizada”. La confesión que recoge la novela junta los hilos de una vida en pos de la verdad y la dignidad, de una verdad liberadora. Y nada impedirá que esta víctima de todas las formas posibles de violencia sexual piense bien y hable mejor. “Eres una mujer feroz y peligrosa ─sentenciaron. “Digo la verdad. Y la verdad es feroz y peligrosa”.

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