VALÈNCIA. Se acabó Juego de tronos. Y lo hizo a lo grande, no solo por la espectacularidad de sus batallas: acaparó todas las conversaciones, fueran en bares, autobuses o redes sociales; provocó todas las reacciones que van de la satisfacción a la decepción, pasando por la ira, el asombro, el pesar o la alegría; inspiró miles de artículos, textos y análisis en todos los medios de comunicación. Nos hizo hablar de política, de feminismo, de guion (de pronto, todo el mundo se convirtió en guionista), de urbanismo, de capitalismo, de la Edad Media, de historia, de estrategias de guerra, de sexo, de moda, etc. Y ha fascinado a todo tipo de públicos. Ha unido a gente totalmente diversa en edad, clase, bagaje cultural, origen, gustos, etc. En suma, fue un auténtico acontecimiento global. (A partir de aquí algún que otro espóiler)
Afirmar que Juego de Tronos es una serie extraordinaria no es ninguna exageración. Aunque el final decepcionara. Aunque desde la temporada siete la cosa flaqueara y se perdieran profundidad y buenos diálogos. Aunque por el camino algunos personajes hayan perdido espesor y no parezcan los mismos. Aunque algunas elipsis sean tramposísimas (esa del episodio final, ay). Aunque le hayan faltado tres o cuatro capítulos más para contar bien las cosas. Extra-ordinaria, esto es, según la RAE: fuera del orden o regla natural o común. Y ahí es dónde está la serie. Fuera o más allá de lo ordinario.
Y por varios motivos. Uno, evidente, es por un nivel de producción nunca visto en televisión. Técnica y estéticamente la serie es asombrosa, además de muy bella. Especialmente las dos últimas temporadas han ido cada vez más lejos, ofreciendo un espectáculo audiovisual sin precedentes. Cierto que la apuesta por la espectacularidad ha mermado la profundidad y El señor de los anillos le ganó a Shakespeare. Pero… ¿quién no quiere ver a un dragón volar? Por más que amemos la profundidad psicológica, los conflictos humanos o los buenos diálogos, no tenemos que olvidar nunca el sentido de la maravilla. También forma parte de nosotros y del cine y el mundo audiovisual desde su origen. Yo soy de la de los diálogos y los personajes, pero no dejo de emocionarme gracias a la pura visualidad cuando un montón de cenizas resulta ser un dragón (qué imagen, ¿eh?) o cuando a una khalessi parecen surgirle alas.
Además de dejar a todo el mundo comentando el final, incluso a quienes no la han visto, Juego de Tronos se fue también reivindicando la narración. El poder de los relatos. ¿Quién merece el trono? Quien tiene la mejor historia (aunque ese, querido Tyrion, no es Bran). Un rey, además, que contiene todos los relatos tanto del pasado como del futuro, que en eso consiste su supuesto superpoder, aunque lo utilice de aquella manera o no lo utilice. (Hago aquí un aparte: ¿es Bran el auténtico malvado de la serie? ¿Cómo llamar a alguien que sabe que va a ser rey y solo deja que los acontecimientos sucedan sin intervenir? ¿Qué hacemos con un personaje que no es tal, más bien un recurso narrativo sin psicología apto para esgrimir cuando viene bien o no sabes cómo explicar algo?).
Pero la reivindicación del relato en su episodio final no se circunscribe solo a Bran. La segunda parte del capítulo fue un canto al poder de la narración. Ahí tenemos a Brienne de Tarth escribiendo la historia de Jaime Lannister en el Libro Blanco de las hazañas de los caballeros de la Guardia del Rey, muy emocionante. O a Samwell Tarly mostrando un libro titulado, mira por dónde, Canción de hielo y fuego, en claro homenaje a George R. R. Martin y guiño al fandom, y en el que se cuenta todo lo sucedido desde la muerte de Robert Baratheon. En realidad, esto no hace más que poner en evidencia una de las características de JdT y es su condición de relato de relatos que evoca muchas otras historias, reales o imaginarias: de Shakespeare a El señor de los anillos, de la mitología al cómic, del western a la historia de los reyes británicos.
Porque, y ahí sí tiene razón nuestro amado Tyrion, lo que más une a la gente son las historias. Y la propia serie es una buena demostración. En esa frase del Lannister superviviente parece JdT homenajearse a sí misma, además de decir a cada uno de sus espectadores: “gracias por llegar aquí y esperamos que hayas disfrutado, no pierdas nunca el placer de disfrutar de las buenas historias”.
Y no pierdas tampoco el placer de vivirlo con los demás. Otra cosa que ha venido a demostrar la serie es que somos seres gregarios. Necesitamos al grupo, la compañía, la comunidad. Mucho individualismo, mucho do it yourself, mucha sociedad del yo y sé autosuficiente que sin salir de tu casa puedes acceder a todo, pero resulta que lo que más nos gusta es compartir. Ver el capítulo correspondiente y encontrar a gente que lo haya visto para comentarlo, desmenuzarlo, saber qué opinan otros, leer los muchos artículos que lo analizan, buscar memes o hacerlos. La gente quedaba en bares o en casas para disfrutar de la experiencia conjunta en vivo y luego poder revivirla en diferido por las redes o tomando cañas.
Para convertirse en el fenómeno global que ha sido esta octava temporada ha sido importante el visionado semana a semana. El binge-watching (ver una serie de atracón compulsivo) es divertido, pero impide recrearse en la ficción, saborearla. Vale que hay series que no necesitan mucho saboreo, pero otras sí, y JdT sin duda. Además, así el disfrute es mucho más largo y el juicio mucho menos rápido y rotundo. Se reposa lo visto, se repiensa y adquiere otra dimensión. El modelo Netflix (ahí tienes toda la serie para que no despegues los ojos de la pantalla), es indudablemente rentable para la compañía, pero la calidad de la experiencia de visionado para los espectadores no es tan satisfactoria. El lazo con el mundo de ficción es mucho más débil. Y nos olvidamos pronto de la serie y su universo. Piensen en cuántas recuerdan de verdad. ¿Alguien se ha acordado de Netflix estos días?
Sin embargo, no vamos a olvidar Juego de Tronos. No solo porque haya un antes y un después de ella en la historia del audiovisual (por muchos más motivos cosas de los que aquí hemos dicho y que no caben en estas líneas) sino porque nos ha proporcionado todo lo que le pedimos a un relato: emoción y espectáculo a raudales, buenas historias, giros inesperados, sorpresas, grandes personajes, imágenes maravillosas, frases para la historia, música inolvidable. La hemos amado y odiado. Nos ha hecho vibrar, pensar, sentir, hablar. Seguro que en el futuro se superarán sus alardes técnicos, pero la belleza de muchas de sus imágenes, sus personajes y la intensidad con la que la hemos vivido se quedan con nosotros, igual que la experiencia de haber formado parte de un acontecimiento. La serie total. Valar morghulis.
Fue una serie británica de humor corrosivo y sin tabúes, se hablaba de sexo abiertamente y presentaba a unos personajes que no podían con la vida en plena crisis de los cuarenta. Lo gracioso es que diez años después sigue siendo perfectamente válida, porque las cosas no es que no hayan cambiado mucho, es que seguramente han empeorado