VALÈNCIA. La heroína en los años 70 tenía un halo de misterio y de glamur. Era la droga de músicos como Keith Richards o Lou Reed, o la del escritor de la generación beat William S. Burroughs. Sus efectos prometían el paraíso, pero también un peligroso juego con la muerte, como le pasó a Janis Joplin. Estas características fueron ampliamente difundidas por la prensa, a veces de manera muy sensacionalista, y la cultura popular, multiplicando su atractivo.
En España ya se consumían drogas por vía intravenosa que se compraban en la farmacia. Cuando la ley limitó los productos que podían vender, estalló la demanda de heroína. Existía entonces una amplia población joven, empezó el problema del paro y, como dice el historiador de las drogas de Castelló, Juan Carlos Usó, una generación se negaba a ganarse la vida como sus padres, a los que habían visto limpiando escaleras, recogiendo papel y cartones o chatarra, maltratados para acabar mayores y sin nada, y prefería buscársela. Aumentó la delincuencia, los atracos, circuló dinero en manos de los chavales y, por tanto, la heroína. En estas circunstancias, a finales de los 70 y principios de los 80, se produjo el boom del caballo, que ha quedado grabado en la memoria de una generación porque era transversal y un problema muy visible, tanto en el aspecto de los consumidores como en la delincuencia que traía asociada su hábito.
Como en todos los países, la extrema izquierda o algunos movimientos alternativos defendieron la teoría de que la heroína la introducían los gobiernos para desmovilizar a la juventud con potencial revolucionario. Usó, en su ensayo ¿Nos matan con heroína? (Libros Crudos, 2016) explicó el origen de la leyenda urbana y por qué carece de todo fundamento. Eso no quiere decir que, como en todos los países, las fuerzas de seguridad se corrompieran con la demanda de drogas y su ilegalidad con afán de lucro o que, para financiar lo que no se puede financiar, se recurriera a ese mercado. La semana pasada comentábamos el caso de la CIA y la cocaína para sufragar los gastos de los sicarios contrarrevolucionarios de los dictadores de América Latina.
En España, la leyenda urbana de que la heroína se empleó como arma contra jóvenes revolucionarios ha alcanzado gran relevancia en el País Vasco. Sin embargo, no se trata en sentido estricto de una leyenda urbana. Cuando se produjo una gran alarma social por el consumo de drogas y la delincuencia a principios de los 80, la banda terrorista ETA intentó sacar partido de la indignación general erigiéndose en azote de los traficantes que destruían a la juventud. Hasta 1994, asesinó a más de cuarenta personas con este pretexto. Mientras, diferentes asociaciones, partidos y medios de la izquierda abertzale, daban un contexto a cada asesinato para que el público vinculase la ejecución con el tráfico de drogas dirigido, según los comunicados de ETA, por el Gobierno español. Los representantes de Herri Batasuna, cuando se producían este tipo de atentados, mostraban su pesar y añadían coletillas tipo: "como lo sentimos por las madres que están perdiendo a sus hijos por culpa de la droga".
Sin embargo, aparte de la heroína, la que asesinaba toxicómanos era la propia ETA. El libro ETA y la conspiración de la heroína (Catarata, 2020), de Pablo García Varela analiza uno por uno todos estos atentados. José Antonio Díaz Losada, por ejemplo, había sido heroinómano, cometido delitos para sufragarse la adicción y entrado en prisión. Cuando salió de la cárcel, se puso a trabajar como albañil, tuvo un hijo y ETA lo asesinó en la puerta de su casa del barrio de Rekalde en Bilbao. 29 años tenía. Xabier Arzallus manifestó al respecto: "el peor caballo que tiene la sociedad vasca es ETA".
Antes le había ocurrido lo mismo a Ángel María González Sabino, otro veinteañero. El comando Basati fue a su casa con la intención de asesinar a cualquiera de sus hermanos, pues todos estaban enganchados y trapicheaban. Fue él quien abrió la puerta y se llevó el disparo. Otro ejemplo, Francisco Gil Mendoza, de 27, parado enganchado a la heroína. Había estado preso por un robo con violencia. Su hermano Alfredo también estaba enganchado. Les cogió a ambos Iñaki Rekarte y su compañero de comando Juan Ramón Rojo González. Cuando les vieron acercárseles, los hermanos huyeron, pero Francisco murió acribillado. Mientras llegaba la ambulancia, Alfredo protagonizó un altercado en un bar cercano donde, en lugar de ayudarle cuando pedía auxilio, se limitaron a subir la música.
El matrimonio compuesto por Miguel Paredes García y Elena Moreno Jiménez, de 36 y 30 años, estaban enganchados y tenían dos hijas. ETA les cogió en el bar Txiki de la parte vieja de San Sebastián. A él le dispararon en la cabeza y a ella por la espalda. En un comunicado en Egin, la banda terrorista les acusó de traficar con drogas.
Además de toxicómanos, cuya relación con el tráfico de drogas o el trapicheo es obvia, ETA también atentó contra pequeños empresarios que, generalmente aunque no necesariamente, se habían enriquecido con algún bar o sala de fiestas. Estos asesinatos, gracias al contexto que aportaban los interlocutores de la banda en la sociedad civil, generaban el rumor ensordecedor del "algo habrá hecho" o "en algo estaría metido". Muchos de estos crímenes presumiblemente también estarían ligados al impuesto revolucionario y servirían para aterrorizar a, por ejemplo, otros dueños de salas de fiestas a los que se les reclamase.
En otras ocasiones, ETA atentó directamente contra la población marginal, como fue el caso de varios mercheros, conocidos popularmente como quinquis, asesinados en barrios donde tenían enfrentamientos con los vecinos. La crítica más frecuente que recibió ETA ante esta modalidad de asesinato era que se erigía en juez, fiscal y ejecutor de la sentencia. Las personas designadas por los rumores, envidias pueblerinas, etc... como objetivo no tenían posibilidad de defenderse. En perspectiva, sobre el verdadero problema en toda esta cuestión, si una persona implicada en asuntos de drogas merece la pena de muerte, se preguntó abiertamente a miembros de Herri Batasuna, pero eludían las respuestas o contestaban con evasivas.
En el libro también se citan casos de etarras que fueron adictos a la heroína, algunos de ellos ejecutados por sus propios compañeros, no por la adicción, sino por quedarse con dinero. También un comando, el Igueldo, tuvo que ser disuelto porque todos sus miembros se engancharon. Menos clara resulta la profundización en la relación que ETA pudo tener con el narcotráfico, que si bien es presumible que pudiera ocurrir en determinados momentos a raíz de declaraciones y confesiones de terroristas que se citan, tampoco hay pruebas para demostrar la tesis con precisión. Las declaraciones a El Mundo o La Razón de miembros de las FARC arrepentidos, o las tesis de Roberto Saviano, conocido por reescribir el trabajo de periodistas de verdad y hacerlo pasar por propio no son concluyentes por ahora.
Como muy bien cita el libro, la heroína y el SIDA fueron un problema de extrema gravedad en España porque el Gobierno y el Ministerio de Sanidad pasaron años sin reaccionar. Pablo García considera que Ernest Lluch en aquel periodo estaba trabajando en el diseño del Sistema Nacional de Salud como prioridad absoluta. Lo cierto es que hasta Thatcher tenía programas de intercambio de jeringuillas, el pragmatismo ya había llegado a sus políticas de salud pública, y aquí no hubo nada hasta pasado el año 85. Esa inacción nos situó a la cabeza de Europa en casos de sida (algo que, por otra parte, no ha cambiado) lo que demuestra una vez más que las amenazas a la salud pública no entienden de moralidad. Por su parte, este libro lo que pone de manifiesto es que replicar la historieta de que el Estado metió la heroína en el País Vasco no es solo una muestra de desconocimiento o inteligencia distraída, sino hacerse cómplice de una de las expresiones fascistas más genuinas, la de "limpiar la calle" a tiros, que fue de lo que ETA quiso presumir entonces y para lo que pergeñó su teoría de la heroína.