VALÈNCIA. Lo que se ha encontrado en Venus [fosfina] podría ser producto de la vida o no serlo, pero lo que esto nos enseña es que pese a lo que hemos visto en películas y libros, la confirmación de que la vida existe fuera de la Tierra llegará sin cortes en la emisión para anunciar la gran revelación, sino como parte de un proceso: en realidad, si lo pensamos, parece que hemos comenzado a naturalizar la noticia incluso antes de que llegue, igual que casi nadie presta atención ni se sorprende con las imágenes que recibimos de Marte gracias a los ingenios rodantes que tenemos explorando su superficie [como el rover Curiosity, que allí sigue, ahí está, en marcha ahora mismo, o el Opportunity, que se apagó después de quince años de misión]. Una superficie que ahora podemos ver con total nitidez, como si estuviésemos allí. La superficie de Marte. De otro planeta. Nuestra capacidad para mantener el asombro es limitada: ahora estamos ocupados en otros menesteres. Algo muy de aquí ha paralizado nuestra capacidad de mirar a las estrellas: el equipo responsable del que podría ser el gran descubrimiento que pusiese todo patas arriba tiene dificultades para seguir investigando porque precisan de un experimento para el cual tienen permiso, pero que implica un avión y equipo de diferentes estados de los Estados Unidos, y eso, en estas circunstancias, es un riesgo que nadie quiere asumir. Cuesta creerlo, pero es así. Le costaría creerlo a Carl Sagan, que quiso imaginar la vida en Venus en forma de medusas extraterrestres flotantes en la atmósfera del planeta vecino. También le resultaría inconcebible al genio polaco Lem, que escribió esa obra fantástica titulada Astronautas —en el catálogo de Impedimenta—, en la que una Tierra viviendo la utopía descubre un inquietante cilindro bajo el hielo de Siberia que la obliga a viajar a Venus, el lucero del alba, a bordo de la nave Cosmócrator, en busca de opciones para garantizar nuestra supervivencia.
Pero las cosas están así. Como en La guerra de los mundos [difícil considerar spoiler lo que sigue], lo microscópico ha puesto a lo macroscópico contra las cuerdas. Queda lejos por tanto la colonización de otros planetas [acaso Venus o Marte, la manzana adyacente en nuestro Sistema Solar, muchísimo, muchísmo, muchísimo menos —infinitamente menos en realidad— que ir hasta la esquina si pensamos en términos de escala universal]. Nuestras sondas seguirán recorriendo el planeta rojo y aquí confiaremos en que los gobiernos y las iniciativas privadas mantengan su apuesta por hacer realidad lo que nos mostraron Interstellar o The Martian, o en este caso, lo que nos muestra, jugando en casa, Los Terranautas de TC Boyle que publica también Impedimenta con traducción de Ce Santiago, en una edición de esas que uno querría enmarcar, regalar, comprar varias veces. Precisamente The Martian debe inspirarse en la historia en que se ha basado esta novela, el ambiciosísimo experimento llamado Biosphere 2, ecosistema artificial en el desierto de Arizona a modo de fantásticas burbujas del tamaño de dos campos y medio de fútbol que logró llevar a cabo dos misiones, la primera, de dos años, y la segunda de seis meses, cuyo objetivo era enseñarnos a vivir fuera de la biosfera 1, la Tierra, y que acabó envuelta en una tremenda polémica con la compañía artífice del faraónico proyecto disuelta y las instalaciones, a la deriva. La historia es única, y merecía ser narrada como la ha narrado Boyle: la suya no es una crónica pero sí una elaborada novela que logra trasladar el modo en que la prosaica humanidad de la que hacemos gala los humanos —nos guste o no— es capaz de dar al traste con cualquier proyecto por bien diseñado que esté, por culpa de cuestiones nimias que sin duda se ven acrecentadas por factores como la granhermanización de la ciencia —entonces es cierto que solo existía el Gran Hermano orwelliano—, o de un modo muy comprensible, por los fallos en la tecnología responsable de controlar el ambiente que desembocan en la estresante falta de oxígeno, o en el descontrol de la temperatura. Por no hablar del hambre, o de los impulsos más primarios.
Sea como sea, la publicación de Impedimenta es tremendamente oportuna: en la actualidad las instalaciones en las que se inspira Boyle pertenecen a la Universidad de Arizona y nosotros miramos fuera de nuestro planeta anhelantes de un nuevo paraíso al que mudarnos. Su acercamiento literario nos ofrece una visión muy acertada de lo que nuestra especie es, más allá de lo que quiere ser. La sociedad del espectáculo acelerada por el motor de lo inmediato que es este internet en coyunda constante con los medios abducidos por una velocidad que trasciende las capacidades humanas, nos ofrecen hoy día una interpretación bastarda de la ciencia que exige de ella puro clickbait, titulares de usar y tirar, noticias de última hora con las que generar tráfico hasta las páginas sobreexcitadas de actualidad. Boyle, inspirado por los hechos originales, ha sabido pulsar la tecla adecuada: Los Terranautas viven en un sensacional reality show que en lo esencial, no se diferencia en exceso de fórmulas televisivas acerca de casas cerradas sobre sí mismas, o islas cuyos habitantes elegidos, auténticas celebridades, se esfuerzan por sobrevivir llevando a cabo una misión que fracasa con el abandono y que se basa en el ego y en el share. Los protagonistas de la novela de Boyle, narradores de su propia verdad, se adentran en las cúpulas para vivir el sueño: son científicos, pero ante todo son humanos, hijas e hijos de lo que se espera de ellos y de lo que quieren demostrar. Sus historias, las que cuenta el autor y aquellas en las que se inspiran, nos recuerdan en todo momento que quizás no estemos preparados del todo para aquello de ad astra per aspera, que quizás el camino a las estrellas aún sea muy áspero, que es posible, desde un punto de vista tragicómico, que seamos un primate con unas ambiciones antagónicas a las debilidades propias de una naturaleza que no sabemos o queremos dejar atrás.