VALÈNCIA. Hic sunt satélites. Máquinas en órbita que peinan la superficie del planeta para hacer posibles mapas con los que nunca podrían haber soñado los grandes protagonistas de la exploración siglos -o décadas- atrás: con un dedo mandamos a un segundo plano este artículo y con el mismo accedemos sin un ápice de esfuerzo, incluso con pereza, al tejido de referencias que cosen nuestro mundo. Podemos, si nos apetece, descender a pie de calle, volver a ver aquel rincón de aquella ciudad en la que vivimos aquello que no se olvida, o conocer la casa a miles de kilómetros de distancia de un amigo que se ha marchado a buscarse la vida en otra parte, o simplemente vagar, flaneurismo virtual, deriva situacionista online tumbados en el sofá mientras la televisión cartografía la incidencia internacional un virus ya exhausto de tanto manoseo nada más nacer. Se diría que en la era de Google Maps la oscuridad en el mapa es la viva imagen de la utopía. Sin embargo, por suerte o por desgracia, parece que no es así. Por un lado, como vimos la semana pasada, del subsuelo y sus inmensas y por ahora insondables galerías, sabemos poco más que nada. Pero es que ademas, aquí arriba, emergen tierras de las aguas al mismo tiempo que la civilización crece en nuevas dimensiones que precisan cartas de navegación.
La exploración, gracias a la santa mutabilidad de los entornos, sigue siendo un camino por recorrer: la aventura no ha terminado, y no solo porque allá fuera en lo galáctico y universal esté sucediendo todo y nosotros no tengamos ni la más mínima idea de la temática de la fiesta, sino porque aquí mismo tan pronto se eleva sobre la mar océana una roca que luego acaba convertida en pico tierra adentro, como se conectan desperdicios para confirmar una enorme isla de basura digna de la más descabellada de las distopías. No solo eso: también tenemos ciudades sobre las ciudades con textura áspera de ciencia ficción ochentera, archipiélagos de anodinos espacios urbanos, fronteras y naciones en proceso bélico de redefinición, hielos polares que se derriten, y lo más sorprendente de todo: vastedades como el Congo que más de cien años después de haber inspirado al Conrad de El corazón de las tinieblas, y con todo lo que han vivido y han muerto, siguen conteniendo misterios. Alastair Bonnett es toda una autoridad en lo que a territorios unicórnicos se refiere: lo que comenzó en Blackie Books con Fuera del mapa continúa ahora en Lugares sin mapa -con traducción de Pablo Álvarez Ellacuria-, una segunda antología de parajes singulares con la que el autor demuestra que aunque digamos tan a la ligera eso de que ahora el mundo es muy pequeño, pues nada más lejos de la realidad: si fuese así Bonnett no podría haber configurado un índice como este, en el que empezamos, por ejemplo, sabiendo de las Islas Ultramarinas Menores, los territorios menos conocidos de Estados Unidos, ubicados allende los mares en el Pacífico y cuya extensión cambia radicalmente con las mareas a medida que quedan expuestas al sol y a las aves marinas, o las reclama para sí Poseidón cubriéndolas de agua. Nueve islas y atolones minúsculos que sin embargo se protegen celosamente, porque tal y como explica Bonnett: “Sería un error pensar que por ser tan diminutas y remotas, las islas carecen de importancia. Cada una de ellas permite a Estados Unidos reclamar para sí extensas franjas oceánicas como parte de la «zona de exclusividad económica» que se extiende a lo largo de doscientas millas náuticas desde las costas de cualquier país”. Vaya.
Por no dejar todavía las islas, que de los nuevos territorios que describe Bonnett, son quizás los más tangibles: las provincias de Botnia Occidental en Suencia y Botnia Oriental en Finlandia, separadas por el golfo de Botnia y cubiertas de hielo buena parte del año, están ascendiendo a un ritmo geológicamente vertiginoso -cada año se crea de media un kilómetro de tierra firme-, lo que está obligando a sus habitantes a alterar constantemente sus puertos, así como a dirimir cuestiones relacionadas con la propiedad de las tierras que ascienden y abandonan el mar: “El archipiélago de Kvarken está compuesto por 6.550 islas, y esa cifra va en aumento [...] El rebote glacial -el fenómeno que eleva estas islas- ha dado pie a discusiones sobre la propiedad de la tierra: ¿A quién corresponde este nuevo terreno una vez que asoma de las aguas? La respuesta (en Finlandia al menos) es que la tierra pertenece al propietario del agua”. Conceptos como “propietario del agua” se nos antojan más escurridizos si cabe a medida que vamos conociendo los prodigios que el autor ha coleccionado en este libro cámara de las maravillas. Cuenta Bonnet poco después en el apartado Enclaves y naciones inciertas, que un eruv es un enclave religioso que suele formarse atando un trozo de alambre entre varios postes, hecho simbólico que transforma un espacio público en privado. Dentro de un eruv como el de Bondi Beach que recoge aquí el autor, las estrictas normas que condicionan la vida de los judíos durante el sabbat se relajan, de tal manera que el impedimento de cargar con objetos, que como uno puede imaginar, tantas incomodidades les procura, se relaja. No obstante, tal y como explica Bonnett, en estas ínsulas de permisividad no es que valga todo: no se pueden cargar objetos muktzé, es decir, objetos cuyo uso esté prohibido durante el sabbat, como paraguas o bolígrafos. Eso sí, la prohibición afecta al hecho de moverlos de forma directa: dice Bonnett que pueden moverse por otros medios, como haciendo uso del codo, o de los dientes. Cada casa tiene sus leyes.
Lugares sin mapa también arroja luz sobre algunas de los conflictos por el dominio de la tierra que a día de hoy siguen mandando a ella precisamente a nuestros congéneres en la frontera entre Ucrania y Rusia: “Nueva Rusia, o Novorrósia, se fundó a mediados del siglo XVIII en lo que en la actualidad es el sur de Ucrania. Era un equivalente ruso a las ocupaciones que otras potencias europeas estaban llevando a cabo en territorios vírgenes como Nueva Inglaterra o Nueva España [...] Aproximadamente una semana después de que la República Popular de Donetsk proclamara su independencia, el presidente ruso Vladímir Putin hizo las siguientes declaraciones reveladoras en televisión: «Quisiera recordaros —dijo a su audiencia— que lo que en los tiempos del zar se conocía como Novorrósia (Járkov, Lugansk, Donetsk, Jersón, Nikoláyev y Odesa) no era en aquel entonces parte de Ucrania [...] Estos territorios fueron entregados a Ucrania en los años veinte por el gobierno soviético»”. Tierras, tiempos, naciones actuales o ya amortizadas. La historia más antigua de la humanidad sumando capítulos en un mundo que pese a sus nuevas capas de realidad, sigue siendo capaz de hacer cierta una última cita del libro a propósito de las exclusivas villas de la californiana Hidden Hills y de las chabolas ceilandesas de Wanathamulla: “Los muy ricos y los muy pobres tienen algo en común: no salen en Google Street View”.