Una nota de prensa de la Generalitat nos comunicaba recientemente que, en el discurso sobre el Estado de la Comunitat, el president Ximo Puig había planteado una "profunda reforma territorial de España" que minimizase el "efecto capitalidad" que, en detrimento de la igualdad entre los territorios, ejercía Madrid, convertido en una "gran aspiradora" que "absorbía" recursos, población, funcionariado estatal y redes de influencia.
De este modo, son observables dos potentes arietes territoriales que se mantienen en estado de alerta y embestida en torno a la redistribución del poder. Uno de ellos, Cataluña, clama contra el centralismo del gobierno. El segundo, Madrid, contra su izquierdismo, aparente demoledor de las esencias patrias. Ambos se consideran legitimados para escoger la deriva de las batallas, torpedeando la colaboración institucional. Asentados sobre poderosas comunidades autónomas y sobre ciudades con gran capacidad de reverberación, ocupan el escenario político y alojan a la mayor parte de los restantes territorios del país en una cámara anecoica. Unos, sabios y gladiadores; los demás, llamados al silencio o, con suerte, a ser modestos integrantes de la claque.
Es justo no excluir en este contexto a ese otro Madrid, sede de las instituciones del Estado español, porque también a éstas alcanza una elevada cuota de responsabilidad en la acumulación de frustraciones. Sirva un ejemplo. Las dificultades existentes para la renovación de importantes órganos, como el Consejo General del Poder Judicial o el Tribunal Constitucional-, muestran que se encuentra ausente el juego de lealtades necesario para evitar estancamientos, prórrogas forzadas e incumplimientos legales. Nada sorprendente, tras décadas de escuchar calificativos de “progresista” o “conservador” aplicados a los principales jueces, magistrados y fiscales del sistema judicial español. Creo que a muchos nos bastaría con que estuviesen los mejores y probadamente ecuánimes, sin adjetivos adicionales.
Si la identificación ideológica parece alcanza mayor relevancia que las capacidades profesionales y personales de un poder tan llamado a la imparcialidad como es el judicial, poco puede sorprender que, de nuevo, la ideología, o lo que se presume como tal, sea el molde preferente aplicado por otras instituciones. Frente a aquélla, la lealtad hacia el interés general como legitimadora de las decisiones políticas, cotiza poco en el mercado de las responsabilidades públicas. Un resultado que nos advierte sobre el sesgo destructivo que se ha infiltrado en la vida democrática española, sembrándola de respuestas reaccionarias, entendiendo por tales las que provocan la desconfianza creciente de los electores hacia la esfera política.
El atraso en el perfeccionamiento de algunas virtudes públicas es en parte fruto de la imprevisión constitucional sobre el armado de una malla de cooperación estable entre las administraciones, pero también el resultado del auto-aislamiento institucional. No ha existido pedagogía colaborativa en los grandes centros de decisión y, de hecho, han sido los municipios los que mayor realismo y sentido práctico han mostrado con la creación de mancomunidades para la compartición de responsabilidades.
Preguntarse, en concreto, sobre la razón de ese Madrid rebelde que se planta ahora ante el gobierno central con tanta ira, encuentra su respuesta en el lixiviado histórico que los vertederos políticos centralizadores han generado durante las últimas décadas, boicoteando las alternativas a la cooperación propia de países federales que nos son bien próximos. Un boicot exitoso para Madrid porque, en el tiempo del Estado de las Autonomías, ha sido la CCAA más beneficiada al concentrar a mucha gente poderosa en un espacio geográfico reducido, facilitador de intensas alianzas endogámicas. Gente conectada entre sí que pertenece, sirve de cerca o se relaciona con las grandes empresas y fortunas, los medios de comunicación artillados en defensa de la capital, las familias arropadas por un prestigio profesional de varias generaciones, los principales cuerpos funcionariales y militares o esas gentes que se sienten tocadas por la mano de la superioridad cuando debaten sobre España, identificando la compleja realidad de ésta con la simpleza de un Madrid castizo, arbitrista y autoritario. No en vano, el BOE se denominó “Gaceta de Madrid” durante siglos.
El intenso crecimiento de este pedazo de Madrid, acostumbrado al intercambio de teléfonos abrepuertas, la compraventa de favores, la presión de las cloacas, la asfixia de la competencia, la descalificación viperina, las puertas circulares entre empresas y administraciones y la opaca protección de concretos intereses de todo tipo, ha hipertrofiado a una parte de la comunidad autónoma, imponiéndose sobre el Madrid que alberga a la gente normal y trabajadora, a excelentes servidores públicos y brillantes emprendedores sin padrinazgo, a creativos, intelectuales, científicos y activistas culturales excluidos del Parnaso de los indiscutidos: el Madrid que menos necesita recurrir al recurso facilón de las banderas porque se alimenta del trabajo personal, la solidaridad, la buena conciencia y la responsabilidad con y hacia lo ajeno.
Junto a este primer perjudicado del Madrid dominante y de tendencia oligarca, se encuentran territorios de España como el valenciano. Por ello, la aspiración del president de la Generalitat a favor de la limitación del efecto “aspiradora” que ejerce la capital y región madrileñas es compartible, aunque resulte necesario aceptar que precisa de la superación de grandes obstáculos.
La actual desarticulación de las CCAA es uno de ellos. Unas CCAA encerradas en sí mismas que, si superaran el cortoplacismo y una relación alienada por el color político, podrían frenar esas inercias que alimentan los desequilibrios territoriales, someten al país a bloqueos que colapsan la fuerza regenerativa de emprendedores y jóvenes y reducen la imagen de España a la de un país más valorado por su amabilidad y geografía que por su conocimiento y expectativas de futuro. Unas CCAA que deberían trabajar en la confección de una visión compartida de la España 2.0.
Es obvio que la complicidad de los poderes centrales del Estado constituye una condición necesaria. Madrid puede ser una entre las diversas ciudades españolas que acojan instituciones o centros ligados a cualquiera de aquellos poderes, pero en ningún caso la única. Es la norma aplicada por Alemania, EEUU o la Unión Europea. Una experiencia que resulta compatible con la discusión sobre la concentración económica y demográfica en España: una discusión sin la cual estará siempre abierta, entre otras cuestiones, la consecución de un modelo justo de financiación autonómica, ya que éste depende de variables subyacentes relacionadas con la anterior concentración.
También en la España 2.0., la concepción de lo que resulta una política territorial eficiente precisa cuestionar, y en todo caso conocer, la dimensión de las economías de aglomeración y escala que se atribuye a las grandes áreas metropolitanas y su contraste con las deseconomías de congestión; entre éstas, las añadidas por un agente hasta ahora desconocido, como es el covid 19.