Las palabras de Felipe VI sobre los principios morales y éticos "que nos obligan a todos sin excepciones y que están por encima de cualquier consideración, de la naturaleza que sea, incluso de las personales y familiares" me pillaron acabando de leer El hijo del chófer (Tusquets, 2020), la muy recomendable biografía del periodista catalán Alfons Quintà que ha escrito de manera magistral Jordi Amat. En ella se cuenta como Quintà, tras destapar en El País el escándalo de Banca Catalana, que ponía en riesgo la carrera política de Jordi Pujol, vendió su alma periodística al diablo al aceptar la oferta del president catalán para poner en marcha y dirigir TV3. En 1986, el fiscal pidió el procesamiento de Pujol por haber arruinado a miles de pequeños accionistas de Banca Catalana mientras su familia, que controlaba la entidad al borde de la quiebra, salvaba su dinero con operaciones calificadas de apropiación indebida, falsedad en documento público y mercantil y maquinación para alterar el precio de las cosas. Al rescate de Jordi Pujol salió Juan Carlos I.
Con la ayuda de la recién nacida TV3 que dirigía Quintà y de buena parte de la prensa local, Pujol había convertido las acusaciones de los fiscales en un ataque a Cataluña orquestado por el Gobierno de Felipe González. Al rescate salió moviendo los hilos el hoy Emérito, cuando el Rey todavía mandaba, para alivio de un González que no quería ver a Pujol en el banquillo. Finalmente, la Audiencia de Barcelona cerró en el caso en falso –como se comprobó 30 años después con la confesión a medias de Pujol–, el fiscal general del Estado –Burón Barba– dimitió, Quità se arremangó para elaborar personalmente el reportaje exculpatorio que acabaría de encumbrar al líder catalán y el episodio se cerró con la comparecencia de Pujol en TV3 para proclamar que "toda Cataluña se libera de una gran presión", en un decorado con la foto de Juan Carlos I, por si había alguna duda.
Amat describe ese día que Cataluña cerró filas en torno a Pujol como "el instante en que las víctimas se convierten en cómplices para sentirse parte de una misma comunidad". TV3 mostró el camino de la indignidad periodística, que luego seguiría Canal 9 con los asuntos de Camps, con la ayuda de la nada ejemplar prensa catalana, pero tampoco la prensa nacional estuvo a la altura. El País, que había destapado el caso, se autocensuró después para proteger a Pujol, como ha reconocido avergonzado Juan Luis Cebrián, y el Abc "auténtico" de Luis María Anson nombró al presidente catalán "Español del año" en 1984, en pleno escándalo, premio que Pujol aceptó y celebró en una gala con la derechona.
Estos hechos demuestran que Pinker tiene razón y desmienten a quienes, confundidos por el recuerdo de su juventud, creen que todo va a peor y que cualquier tiempo pasado fue mejor. El mundo hoy es mejor que hace 35 años, también la democracia española. La Justicia no se ha quitado de encima la presión política ni se la quitará, pero los intocables de entonces están hoy en los juzgados y/o en primera página de muchos medios, incluidos el Rey emérito y su hijo. A lo más que pueden aspirar los poderosos es a que sus andanzas judiciales tengan la menor difusión posible.
Desde ese punto de vista, estamos mejor pero no estamos bien. Hay tantas cosas que mejorar, que seguro que dentro de 35 años los cronistas se alegran de, por ejemplo, no tener una Justicia que tarda más de diez años en resolver un caso "como en 2020".
Del caso excepcional de un Pujol que salió reforzado del escándalo gracias al apoyo político y mediático, en una época en la que el escándalo era motivo de dimisión por vergüenza torera, hemos pasado hoy a que los señalados como presuntos chorizos no solo resisten arropados sin ninguna vergüenza por los suyos sino que, pasado el tiempo, se permiten señalar a otros. En eso tampoco hemos mejorado. Por ejemplo, es una falta de respeto a los ciudadanos honrados que el elegido por Unidas Podemos para pedir cuentas al Rey emérito sea Pablo Echenique.
Por eso, en mis deseos para 2021 es obligado empezar por la esperanza de que la vacuna sea eficaz, la pesadilla de la pandemia acabe cuanto antes y la economía, que está muy malita, se recupere, pero no puedo ni debo olvidarme de mis clásicos: transparencia y buen gobierno, ética al fin y al cabo.
Deseo un 2021 en el que la transparencia de las administraciones públicas se recupere de ese paso atrás que ha dado con la pandemia y continúe avanzando sin las trabas que ponen los gobernantes como si tuvieran algo que ocultar.
Deseo un 2021 en el que la verdad no sea una opinión y en el que se deje de disculpar a los políticos que mienten cuando son afines, porque si los principios morales deben estar por encima de cualquier consideración, incluso de las personales y familiares, como dijo el Rey en su discurso, mucho más deben estarlo por encima de las afinidades políticas. Criticar a los ministros y pedir su dimisión cuando se demuestra que han mentido, y con el Ejecutivo de Sánchez se ha demostrado ya en demasiadas ocasiones, no es incompatible con apoyar a su partido o sus ideas. De hecho, es hacerle un favor a un Gobierno que pierde credibilidad con cada falsedad que sale a la luz.
Deseo que los controles a los gobernantes, en este caso valencianos, sirvan para algo más que para constatar en informes oficiales de la Sindicatura de Comptes, la Intervención y la Agencia Antifraude que sigue habiendo enchufes y contrataciones a dedo sin que pase nada, sin que ni siquiera se rectifiquen, porque sus autores saben que estos tirones de orejas son flor de un día en los medios de comunicación.
Deseo un 2021 en el que, ahora que nos han vuelto a subir los impuestos a los ricos, a los pobres y a los del medio, se gaste bien, donde toca, sin excesos y sin corrupción. Llámame iluso.
¡Feliz 2021!