VALÈNCIA. Traidor. Felón. Ilegítimo. Chantajeado. Deslegitimado. Mentiroso compulsivo. Ridículo. Adalid de la ruptura en España. Irresponsable. Incapaz. Desleal. Catástrofe. Ególatra. Chovinista del poder. Rehén. Escarnio para España. Incompetente. Mediocre. Okupa. Pecadorrrl de la pradera, le ha faltado decir a Pablo Casado. Vale, no tiene gracia. Ni pizca. Y sí, esta es una columna dedicada al análisis de series pero no se vayan, que ahora van a quedar unidos ambos mundos: la fea realidad y la confortable ficción.
Si no fuera tan grave la situación, la histriónica intervención de Casado y el resto de salvadores de la patria parecería el monólogo de un mal cómico, un espectáculo de stand up de cuarta. Serían como esos monologuistas que, en el soberbio final del segundo capítulo de la segunda temporada de The marvelous Mrs. Maisel imponen sus chistes gastados, misóginos, racistas y despreciables y a los que Mrs. Maisel pone en su lugar de forma implacable.
¿Se imaginan el monólogo que haría Lenny Bruce (1925-1966) con semejante retahíla de improperios? ¿Con los salvapatrias sobreactuados que acaparan la actualidad y acaban con nuestra paciencia? Lenny Bruce es un personaje clave en The marvelous Mrs. Maisel y en su segunda temporada, como en la primera, sus intervenciones son cruciales en la narración y en la vida de la protagonista. Que Amy Sherman-Palladino, la creadora de la serie (aquí, aplausos y reverencias) haya elegido a Bruce como modelo en el que la protagonista de la serie se mira como cómica es toda una declaración de principios en los tiempos que corren. Un modelo no solo para la protagonista, sino para el público.
The marvelous Mrs. Maisel es una serie bella, inteligente y amable, que reivindica el humor como forma de vida. Un mundo confortable y colorista que arranca sonrisas y que cumple con esa función consoladora de la ficción, tan necesaria. Pero eso no impide que cuente cosas relevantes y tenga un discurso sobre la realidad (como, de forma más o menos elaborada o burda, tiene cualquier ficción).
La recreación del pasado, esos finales de los 50 en Estados Unidos, no imita la realidad, sino las películas de esos años. Evoca las comedias de Doris Day, los musicales, los anuncios publicitarios, las ilustraciones de revistas. El París que aparece en los primeros episodios de la segunda temporada es completa y deliberadamente irreal, surgido de las películas musicales, de las postales y las canciones, de la idealización de París creada por Hollywood. El resort de vacaciones donde pasa parte de la acción es otro de esos espacios sublimados que, en este caso, retrotrae nada menos que a Dirty Dancing (Emile Ardolino, 1987) o recuerda los mundos naifs de Wes Anderson en Moonrise Kingdom (2012) o The Grand Budapest Hotel (2014). Los personajes son excéntricos y las situaciones extravagantes.
Pero esta apuesta por la estilización y la excentricidad se combina con la exposición de verdades como puños que destrozan los tópicos y los grandes conceptos, esos que tanto daño provocan. Es una operación parecida a la de Mad Men, donde la impecable dirección artística escondía un mundo turbio y ciertamente feo. Aquí no hay esa turbiedad, esto es una comedia y es clara y luminosa, pero Mrs. Maisel está en las antípodas de Doris Day, aunque vista y se mueva como ella. Es frívola y cáustica, pija y provocadora, con su presencia impecable y su humor deslenguado dinamita convenciones y normas y escapa a cualquier clasificación. Y de su boca salen palabras como follar, coño, polla, aborto, parir, cabrón o puta para contar sin remilgos qué supone ser una mujer.
Todo el mundo sabe que los salvapatrias, además de histriónicos, son misóginos y quieren a las mujeres en su sitio, que es la casa y pariendo patriotas. Ya lo ha dicho Casado: “Si queremos financiar las pensiones debemos pensar en cómo tener más niños, no en abortar”. Así que estos machotes no dudarían en calificar a Mrs. Maisel de mala madre y esposa porque lo que le importa, lo que le impulsa de verdad, lo que le da su identidad es hacer humor, subir al escenario, ser cómica. Allí, con su micrófono, es libre. Libre para decir cosas como estas, que suenan a reivindicación en 1959 y desgraciadamente hoy también: “Esos hombres de ahí (por un grupo de cómicos que ha actuado antes que ella) y los hombres en general creen ser los únicos que pueden usar la comedia para cubrir los agujeros de sus almas. Van por ahí repitiendo a todo el mundo que las mujeres no tienen gracia. Solo los hombres hacen gracia. La comedia se alimenta de la opresión, de la falta de poder, de la tristeza y de la decepción, del abandono y de la humillación. ¿Acaso no describe todo eso a una mujer? Con esas premisas, todas las mujeres deberían tener gracia”.
"No soy un comediante. Y no estoy enfermo. El mundo está enfermo y yo soy el médico. Soy un cirujano con un bisturí para los valores falsos". Son palabras de Lenny Bruce que, durante los años 50 y 60, fue acusado reiteradamente de obscenidad en diversos estados y ciudades, arrestado y encerrado en la cárcel varias veces y prohibido en multitud de salas y teatros. Bob Fosse le dedicó una magnífica película, Lenny (1974), protagonizada por Dustin Hoffman.
Los valores falsos. De esos tenemos demasiados últimamente. Aparecen por todas partes a voz en grito en las tertulias, en grandes letras en los titulares de la prensa, en exaltados tuits llenos de ira y en cualquier aparición pública de los políticos de la derecha, la ultraderecha y el ultracentro (más bien indiferenciables en este momento). No parece suficiente antídoto el humor, pero es imprescindible para sobrevivir a tanta seriedad, a tanta soflama y a tanto patriota.
Fue una serie británica de humor corrosivo y sin tabúes, se hablaba de sexo abiertamente y presentaba a unos personajes que no podían con la vida en plena crisis de los cuarenta. Lo gracioso es que diez años después sigue siendo perfectamente válida, porque las cosas no es que no hayan cambiado mucho, es que seguramente han empeorado