Nuestro país vecino vive una insólita crisis política. El Gobierno portugués se escuda en la lucha contra el coronavirus para restringir las libertades y los derechos de sus ciudadanos. Pero en esta empresa, la de frenar el virus, ha fracasado. Bruselas vigila el autoritarismo del Ejecutivo luso para evitar una vuelta a los tiempos de Salazar
Cunde la inquietud en las cancillerías europeas por la deriva autoritaria del Gobierno de Portugal desde el inicio de la pandemia. Este año Bruselas ha asistido, primero con incredulidad y después con estupor, al debilitamiento de la democracia en el país dirigido por el Gobierno de izquierdas.
La situación comienza a parecerse demasiado a las vividas en Polonia y Hungría, dos estados que están en el punto de mira de la Unión Europea por posible conculcación de derechos fundamentales. Aunque de distinto signo político, el Ejecutivo de Lisboa ha aplicado una agenda autocrática que recuerda, con matices, a las de los gobiernos de Varsovia y Budapest.
La Comisión Europea ha solicitado información detallada al Gobierno luso sobre dos medidas recientes que podrían vulnerar la legislación comunitaria. La primera es la reforma del Poder Judicial para que sea elegido por el Parlamento sin necesidad de una mayoría cualificada de tres quintos, como sucede ahora. La segunda, igual de inquietante, es la puesta en marcha de una comisión gubernamental para perseguir la “desinformación” en los medios de comunicación, bautizada como el Ministerio de la Verdad. Una parte significativa de los periodistas portugueses temen que esta iniciativa oficial implante la censura. De ser así, la libertad de expresión peligraría.
Desde que el primer ministro luso se ganase la confianza de la Cámara, obtenida de grupos políticos con los que juró que nunca pactaría, su Gobierno ha aprovechado la pandemia para restringir derechos y libertades. El pretexto ha sido la salvaguarda de la salud pública, objetivo en el que insiste en fracasar desde el mes de marzo.
En la primera ola del coronavirus, Portugal impuso el encierro más severo y duradero de Europa. En total, 98 días. Durante ese periodo, las fuerzas del orden impusieron un millón de multas de dudosa legalidad y detuvieron a cerca de diez mil personas. El estado de alarma decretado —en realidad un estado de excepción encubierto— restringió al máximo la libertad de movimientos y prohibió los derechos de manifestación y reunión, entre otros. Además, el Ejecutivo apoyado por socialistas y comunistas ordenó a los cuerpos policiales vigilar cualquier crítica que se hiciera en internet a su gestión de la pandemia. La cúpula de la Guardia lusa fue descabezada para ser sustituida por otra más maleable y afín a los intereses gubernamentales.
El primer ministro portugués se ha garantizado el apoyo, o al menos el silencio cómplice, de los medios públicos y la mayoría de los privados mediante la concesión de subvenciones discrecionales. Su Gobierno, además, impondrá por ley una interpretación de la historia reciente de Portugal, con la amenaza de cárcel para quien discrepe de ella.
Neutralizada la opinión pública, el Gobierno ha conseguido deshacerse también del control parlamentario. Por raro que parezca en una democracia, la Cámara legislativa ha renunciado a vigilar al Ejecutivo durante al menos seis meses, en los que el primer ministro sólo deberá rendir cuentas cada ocho semanas, y de una manera muy vaga. Todos los grupos han apoyado, por activa o por pasiva, el haraquiri temporal del Parlamento, salvo un partido tildado de extrema derecha, en la práctica la única oposición al actual régimen y que por tal motivo podría ser ilegalizado en 2021.
"La situación comienza a parecerse a Polonia y Hungría, dos estados que están en el punto de mira de la UE por posible conculcación de derechos fundamentales"
Las instituciones que podrían frenar el autoritarismo del Gobierno de Portugal han dimitido de tal responsabilidad. El Tribunal Constitucional y su hermano siamés, el Supremo, trabajan casi siempre al dictado del Ejecutivo y otros organismos —Fiscalía General del Estado, Consejo de Estado, Defensor del Pueblo y Centro de Estudios Sociológicos— son presididos por militantes o simpatizantes socialistas.
La decisión bonapartista de cerrar un país durante tres meses ha hundido la economía portuguesa, que presenta los peores pronósticos económicos y de empleo del mundo occidental. El paro registrado se acerca a los cuatro millones de personas y, a falta de datos más precisos, se calcula que decenas de miles de empresas han cerrado. Sin embargo, el Gobierno de izquierdas recibe cada día los elogios de la banca y las grandes compañías que viven, por lo demás, de los contratos públicos.
Emisarios de Bruselas han constatado en Lisboa el miedo creciente que atenaza a los portugueses. Miedo al coronavirus —según las últimas cifras, hay más de 60.000 muertos y 1.400.000 contagiados—; miedo a una pobreza que les convierta en la Venezuela europea, como así pretenden los socios comunistas del Ejecutivo; y miedo al regreso a una dictadura que se creía superada desde que los sucesores de Salazar perdieron el poder a mediados de los años setenta del siglo pasado.
Con un primer ministro que se ha reservado poderes excepcionales durante seis meses, un Parlamento en suspenso, la mayoría de los medios abonados a la propaganda oficial, la Justicia amenazada y la pobreza adueñándose de los barrios, Portugal se encamina hacia una nueva dictadura —una dictadura amable y progresista que no precisará de camisas azules ni correajes— si la Unión Europa no lo evita con la amenaza de la retirada de los fondos destinados a paliar la pandemia.
Nota: Esta columna ha sido escrita en homenaje de don Rafael Calvo Serer, editor del diario Madrid, que escribió en 1968 el artículo Retirarse a tiempo. No al general De Gaulle, en el que invitaba al presidente francés a dimitir, en clara alusión al dictador de El Pardo. El periódico, ariete de la libertad de expresión, sería clausurado en 1971. Su edificio fue volado dos años después.