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LOS RECUERDOS NO PUEDEN ESPERAR

Primero fue el sida, luego el paso del tiempo, y ahora el COVID-19: adiós, Cristina Monet

5/04/2020 - 

VALÈNCIA. Hubo una época, dolorosamente cercana todavía, en la que muchos artistas murieron a causa de la pandemia del sida. En algunos casos, se trataba de personas que iban asociadas a mi educación y al mundo que me construí siendo adolescente, el cual sigue siendo un hogar mental dentro de mi hogar físico. El tiempo y la vida, es inevitable, han seguido cobrándose más víctimas, especialmente a medida que los años avanzan y esas personas que considerábamos sobrehumanas, envejecen y demuestran ser tan vulnerables y mortales como cualquiera de nosotros. Y ahora, con la llegada del COVID-19, el inexorable paso del tiempo se alía con un enemigo nuevo y desconocido, que también nos iguala a todos.

En ese mundo privado del que hablo, hay una zona que se parece mucho a lo que, de crío, soñaba que era Nueva York. Las calles, entonces imaginadas, del Downtown. Locales prodigiosos como la Factory de Warhol, la discoteca Studio 54, locales de actuaciones, artisteo y desmadre como el Max’s Kansas City, el CBGB, el Mudd Club... Ninguno de esos locales existe desde hace muchos años. Y muchos de sus artífices o visitantes más habituales ya no son más que el recuerdo de sus obras o de la leyenda que dejaron tras de sí, sea esta grande o pequeña. El sida se llevó a Mapplethorpe, a Klaus Nomi, a Keith Haring y también a personajes cuyo nombre no resulta familiar o significativo si uno no ha estudiado a fondo aquellos tiempos de locura y mezcla cultural que, definitivamente, ya no volverán. Ahí está Lance Loud, cantante de un desconocido grupo llamado The Mumps, y también Mandy y Miki, dos de los tres hermanos Zone, que formaron The Fast, uno de los grupos más brillantes y con peor suerte de toda la escena neoyorquina que dio pie a eso que llamamos punk. Son personajes que, al no gozar de un reconocimiento mayor, son casi protagonistas de novelas que nadie ha escrito. Puedes descubrirlos en ensayos o libros corales, ejerciendo como secundarios en biografías de nombres más ilustres. Tuvieron su función, jugaron su papel y para el crío que vivía en el número 4 de la valenciana Avenida del Cid, eran formidables seres de una galaxia muy lejana que necesitaba investigar. Hoy, cuarenta años más tarde, a un paso de cumplir los 57, sigo en esa tarea, a veces por trabajo, pero casi siempre movido por la necesidad de seguir caminando por ese mundo no del todo imaginario que es como una especie de tierra espiritual

Hace unos días descubrí, de manera accidentada, que había fallecido la cantante y crítica teatral Cristina Monet Zilkha. Mi amigo, el crítico y coleccionista Félix Suárez posteó en IG una foto de su primer álbum y yo, movido por la nostalgia que me produjo ver aquel álbum que tanto trabajo me costó obtener en la València de 1980, le aplaudí pensando que exhibía uno de esos hallazgos que el tiempo convierte en trofeos. Horas después caí en la cuenta de que el primer hashtag de todos los que empleó Félix decía #ripcristina. Para la mayoría de los aficionados a la música, el nombre de Cristina puede que no diga mucho, y está claro que la historia de la música pop habría seguido tranquilamente su curso de no haber existido ella. Cristina es uno de esos personajes de culto cuyos encantos quedan restringidos al grado de especialización o al paladar del aficionado en cuestión. A principios de la década de 2000 se le diagnosticó que padecía ELA. Hoy forma parte del cruel balance de víctimas propiciatorias cosechadas por esta nueva plaga que parece cebarse en los que son inmunológicamente más débiles.

Cristina no era una gran cantante pero el concepto que diseñó, sobre todo en su primer álbum, a mí me pareció grandioso. Siempre he defendido que, en cierta medida, fue una antecesora de Madonna. Su personaje artístico fluctuaba entre el empoderamiento y la frivolidad de jugar a encarnar a una mujer fatal. Cristina se fotografiaba en ropa interior tumbada en una cama o vestida como una mujer fatal de los años cincuenta, cigarro en mano, sentada en la mesa de un café que bien podría estar en su París natal. Como he dicho antes, venía de la crítica teatral -escribía sobre estrenos en el Village Voice- y sus padres eran un renombrado psiquiatra y una actriz. Su cultura y su bagaje europeos fueron bien recibidos en aquel Nueva York de mediados de los setenta. Un millonario, Michael Zilkha, se enamoró de ella, y gracias a ese amor se puede decir que existió uno de los sellos independientes más chic y atrevidos de la época, una aventura típicamente neoyorquina pero con mucha influencia parisina.

ZE Records se fundó, en parte, para que Cristina pudiera grabar, pero también sirvió para cobijar a muchos talentos indómitos de la ciudad como Suicide o James Chance, para propiciar la fusión entre rock y música de baile y para que despegaran aventuras tan maravillosas como Kid Creole & The Coconuts o Was (Not Was). Sobre todo al principio, ZE era una locura contracultural urdida por una pareja francesa fascinada por Nueva York -el empresario Michel Esteban y la cantante y poeta Lizzie Mercier Descloux-, socios del bohemio Zilkha. Repasando el Facebook de ZE descubro que Guy Debord usó una foto de la cantante trans Wayne County para ilustrar su libro Felicia. Todo parece indicar que Debord leía el fanzine Rock News, elaborado por Esteban y Lizzie, ya que les hizo llegar un ejemplar de libro meses después de que ella le dedicara un artículo a County en la publicación. A mí, este tipo de historias hacen que la sangre me fluya más rápido. Lejos de agotarse, todos estos personajes y situaciones que llevo tantos años siguiendo no dejan de expandirse más allá de la música pop

Como ya digo, soy consciente de que nada de esto forma parte de los capítulos principales de la historia de la música pop, pero estos personajes y acontecimientos resultaron ser capitales para mí (al escuchar el primer disco de Cristina me reencuentro con sensaciones muy familiares y descubrir esa conexión con mi yo adolescente siempre es un alivio). Pero también cumplieron una función que va más allá de lo anecdótico. ZE y las producciones de August Darnell -nombre real de Kid Creole- filtraron el espíritu de Broadway y el sabor latino en la música de principios de los ochenta. En València nada de todo aquello tuvo eco. Mis coetáneos estaban obsesionados con Visage y Spandau Ballet, rechazaban completamente la música funky y discotequera y resultaba imposible que no mirasen con desprecio un disco que venía firmado por la Don Armando 2nd Avenue Rhumba Band. Eso le añadía un plus de placer al hecho de entregarse a aquellos sonidos urbanos. Suponía ir en contra de lo establecido, incluso cuando a mí también me chiflaban Visage y Spandau Ballet. No era una impostura, era mi manera de ser y entender la música y la cultura en general.

A Cristina y otros ilustres personajes que la vida va apagando y la memoria va olvidando, les profeso ese cariño y esa gratitud con los que observo todo aquello que me ayudó a imaginar lo que hoy son los cimientos de mi vida profesional y privada. Personajes e historias que son casi narraciones de ficción porque, aunque su rastro es tangible para mí, se trata de algo prácticamente inexistente para la gran mayoría. Y a medida que el tiempo avanza, parece destinado a disolverse definitivamente en esta masa de información que crece día a día sin que sepamos muy bien para qué nos servirá.

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