VALÈNCIA. Una mañana bajé de casa con mi mujer y nos dirigimos a la esquina porque unos amigos iban a recogernos para irnos a comer por ahí. Al vernos, la novia de mi colega bajó a saludarnos. Cuando entramos en el coche me encontré a mi amigo respirando con una bolsa en la boca. “Es que a Toni le ha entrado la ansiedad”, nos explicó ella. Él sonrió para tranquilizarnos, tomó unas cuantas bocanadas más y, cuando se relajó, arrancó el coche y nos fuimos.
Luego, sentados ya en el restaurante, nos contó que ya venía varias semanas con mucho estrés y que una tarde, volviendo del trabajo por la autovía, tuvo que hacerse a un lado y parar en el arcén porque se ahogaba. “La sensación que tenía era como si no me entrase aire por la nariz y la boca”, nos detalló. Estuvo tiempo con ese problema, con un tic nervioso en el ojo, tomando pastillas y yendo al psicólogo para limpiar un poco la azotea.
Meses después, otro buen amigo me contó que había ido con un compañero del trabajo a ver un partido del Levante y que haciendo la cola para entrar, empezó a agobiarse, notó como si estuviera metido en una gran urna que distorsionaba el ruido y la gente que le rodeaba le molestaba, le angustiaba. Le dijo a su amigo que se iba a comprar pipas, que entrara y que ya iría él después. Pero ya no volvió. Y todo esto me lo contó con media copita de vino blanco, que era todo lo que podía permitirse de alcohol si no quería desbaratarse.
Y también recuerdo a un compañero de trabajo que estuvo varios meses de baja por depresión. Yo le llamé regularmente para ver cómo iba. Trataba de gastarle alguna broma para desdramatizar y le daba ánimos. Él contestaba como un autómata sin reflejar apenas emoción y sin, ni mucho menos, reírse de mi chanza. Cuando al fin pudo retomar la rutina del día a día, de ir al periódico, soportar al jefe que nos incordiaba con mil chorradas innecesarias, con las largas jornadas de trabajo y los fines de semana con partidos de fútbol a las diez de la noche, me contó que puedes haber escuchado mil veces lo que es la depresión, pero que no sabes ni remotamente lo que es hasta que no te caza, te tumba en un sofá y te tiene inhabilitado durante largas semanas en las que nada te importa y nada logra estimularte.
Yo siempre le cuento a mis amigos más íntimos que creo que he burlado todos estos problemas en la barra del Negrito. Que allí, con una copa de ron Matusalem, charlando y escuchando buena música, vaciaba el depósito de las angustias. Pero siempre he tenido muy presente lo que le pasó a esos otros compadres que no lo tuvieron tan fácil.
Por eso, quizá, empaticé al segundo con Naomi Osaka cuando llegó a París y dijo que no iba a ir a las ruedas de prensa porque le generan ansiedad. La organización le aplicó una multa de 15.000 dólares (12.500 euros) y la japonesa, después de ver el revuelo que se estaba formando, acabó despidiéndose. Pero no lo hizo con una rueda de prensa, claro, porque sería un contrasentido, primero, y porque la campeona en cuatro Grand Slams, la mujer que más dinero gana en el deporte mundial, es de una generación -tiene 23 años- que ha crecido con el altavoz de las redes sociales en las manos. Así que subió un post y explicó que se marchaba porque nunca quiso “ser una distracción”.
Osaka explicó, sin necesidad de preguntas ni cámaras, que esos cuadros de ansiedad los viene sufriendo desde el US Open de 2018. Y, de paso, mostró su respeto hacia nuestra profesión. “Quiero disculparme con todos los periodistas a los que haya podido herir, no soy una persona dada a hablar en público y siempre me vienen olas de ansiedad antes de hablar con los medios”, se justificó.
Luego añadió que en París se estaba sintiendo “vulnerable y ansiosa” que pensó que la mejor manera de cuidarse era evitar las ruedas de prensa. Yo estoy completamente a favor de que los deportistas tengan que dar explicaciones ante los periodistas, pero no por ese discurso hipócrita de que les damos la repercusión que necesitan sino porque considero que es una forma de mostrar respeto hacia aquellos medios que se toman la molestia de pagar a un periodista y enviarlo a una competición. Pero ellos, hoy en día, si manejan con habilidad las redes sociales, pueden funcionar perfectamente sin nosotros. Osaka tiene casi dos millones y medio de seguidores en Instagram y un millón en Twitter. Es decir, que lo que diga tiene bastante repercusión.
Pero este debate trasciende la comunicación. No va, creo, de lo que habló Toni Nadal en el artículo tan severo que escribió en ‘El País’. Esto va de salud mental. Esto va de ir en coche y tener que pararte en un arcén porque siente que te ahogas. Esto va de tener que salirte de una cola con la excusa de ir a comprar pipas porque no soportas estar rodeado de gente. Y esto va de estar sentado durante semanas en el sofá porque no tienes ganas ni de salir a comprar el pan. Y al que no lo entienda le recomiendo que se ponga el vídeo de la entrega de premios del US Open de 2008, cuando Naomi Osaka se bajó la visera para taparse los ojos llorosos mientras el público la abucheaba tras haber vencido a Serena Williams, cuando hablaba titubeando ante el micrófono mientras le temblaban las manos. ¿Qué importan ahí los periodistas?