VALÈNCIA. Hay artistas que saben ver más allá de la belleza genérica. Desde que Caravaggio y todos sus pupilos barrocos traspasaran el umbral de la belleza ideal que se cultivaba en el Renacimiento, el ángulo que capta la realidad y la recicla, la atraviesa, la convierte en arte, no ha dejado de crecer. Un artista moderno siempre verá más allá y peleará por ampliar el concepto de lo estético, lo que implica belleza pero también emoción. Coraje. Barreras superadas.
Cuando la coreógrafa veterana Tamar Rogoff conoció el trabajo que Esther Mortes (Valencia, 1964) desarrollaba con niños afectos de dificultades motoras no se lo pensó dos veces y accedió a conocerla. Esther había viajado hasta su misma puerta en Nueva York y no había escatimado audacia: deseaba conocer su técnica de ballet adaptado. Pronto ambas estarían sentadas en su apartamento con los zapatos quitados y charlando como si hubieran hecho pliés juntas toda la vida.
Esta profesora valenciana lleva 35 años enseñando ballet clásico en el barrio de la Exposición y, desde el 2012, desarrolla con sus colaboradoras el proyecto Balletvale+. La idea había germinado al otro lado del Atlántico pero pronto correría en la misma dirección en ambas orillas. Mortes había sido seducida por Marcia Castillo, madre de una niña con parálisis cerebral, y Patricia Morán, fisioterapeuta y bailarina. Por su parte, Rogoff se había dejado impresionar por Greg Mozgala, un actor paralítico cuya fuerza y singularidad de movimientos la había cautivado. Lo incluyó en una de sus producciones (Enter the Faun, 2009) y no han dejado de visitar festivales y centros médicos desde entonces. El resultado es un nuevo género de belleza. El detalle: Mozgala no había recibido ni una clase de danza antes de conocerla. Gracias a su aprendizaje, ahora camina de una forma mucho más erguida o, como dicen los bailarines, está “bien colocado”. Rogoff ha trabajado con un bailarín adulto, Esther lo hace con niños y niñas, bailarines, padres y fisios. La americana señala que Valencia “parece un lugar revolucionario”.
Siete Leguas (2019), el documental que muestra el trabajo de Balletvale+ y ha recorrido ya tres festivales de Videodanza (Dance on Camera, Fiver y Cinema Ciutadà Compromés), ha igualado las producciones de Rogoff en honestidad y coraje. Se apoya igualmente en una pedagogía que hibrida la danza adaptada con la fisioterapia y empodera a sus bailarines de una forma que deja atrás para siempre el miedo. Este verano, sus movimientos han robado la respiración al público neoyorkino del Festival Dance on Camera en su 48ª edición. Esther Mortes y su grupo de colaboradores todavía lloran cuando asisten a un pase.
Culturplaza acude a la academia de esta profesora veterana para conocerla y contagiarse de la energía que la mueve ella y a todo su equipo. La encontramos zascandileando alrededor de un árbol de navidad que ha diseñado con tutús rosas superpuestos y emulan la silueta de un abeto. Es imposible encontrarla sentada. Entrevistarla a solas también es inasequible, sus profesoras y alumnas pululan alrededor como los brazos de una hidra y nos lleva veinte minutos lograr que abandone la puerta de su academia. Mientras tanto tomamos nota del flujo incesante de madres y alumnas que cubre los escalones de la entrada, varias generaciones, diversos estilos, caras encendidas o cansadas. “Ahora me toca a mí, si no me da algo…”, exclama una de las alumnas veteranas que ahora es madre y trae a sus niñas a ballet pero busca un hueco para continuar taconeando en el grupo de flamenco.
“Cualquiera que tenga un cuerpo puede conocerlo ─señala Tamar Rogoff en Siete Leguas─, y quien conoce su propio cuerpo puede comunicarse con otros cuerpos”. Es una definición preciosa porque rompe el mito de que del ballet excluyente. Y sobre esta lógica sencilla se asienta el amor a la danza. También la convicción de Esther, que asegura que no hay que aspirar a ser bailarín profesional para disfrutar del baile. La suma de muchos amores y muchas creencias es una atmósfera, la que flota en estas aulas y le ha permitido a esta profesora veterana crear un equipo fiel a su alrededor y una legión de voluntarios que asisten desinteresadamente a los alumnos con necesidades especiales. Muchos son alumnos ordinarios de lunes a viernes; los domingos por la tarde bailan con los niños de Balletvale+ y aprenden algo más que danza.
Cuando conseguimos arrancarla hasta la cafetería de al lado, ya sabemos que Esther no es una mujer que se luzca hablando de lo que hace: se luce haciéndolo. Su discurso no es verbal, es puro movimiento. “Cualquier aventura empieza por un sí”, reza su eslogan. Y no se siente impelida a dar más explicaciones. Patricia Morán y Ana López, ex alumna y miembro del equipo docente, bullen alrededor y apuntan los detalles sobre Balletvale + que ella desatiende porque no se ha parado a pensarlos. No es inocente que se haga acompañar por ellas, pronto descubriremos que la historia que tiene que contar es coral y su equipo su gran orgullo. “Siempre cuesta mucho arrancarla de la academia”, se quejan sus profesoras. Pero no admiten que la mimetizan y pasan jornadas enteras sobre su tarima rallada que huele a resina y sudor. Cuando empezaron tenían cuatro alumnas en esta aventura de ballet inclusivo y siete años después son ya treinta y dos, con seis en la lista de espera. No dan abasto, precisan hasta cuatro personas por alumno. “No hacemos milagros, pero con el tiempo se nota mucho, sus movimientos se hacen más dulces, tienen más conciencia de su cuerpo y más equilibrio. Ellos son parte de la escuela y parte del ballet, de todo lo que hacemos” insiste.
El documental Siete Leguas, estrenado el pasado mes de abril en la Rambleta, da voz a los niños y enseña que son ellos mismos los que repiten “deja, que yo puedo“. Cuando llega el día de salir al escenario (que siempre es opcional), se les pregunta si quieren salir con sus sillas o férulas, pero a menudo renuncian a ello. “Con lo que puedan mover, se expresan”, apunta Ana, que este año se encargaba de Irene y ésta pidió salir sin silla, “yo la sujetaba pero ella hacía un esfuerzo enorme y, ¿qué dijo al cerrarse el telón? Que si podía volver a salir”. Pelayo, Laia, Vanessa, Ona, Pau, Gabriela… Siete chicos y el resto chicas, la más mayor de 16. Con cualquier grado en la escala de función motriz mientras los grupos sean homogéneos.
La selección de los voluntarios es más estricta ya que no deja lugar a quien sea demasiado sensible, “es duro decirle a un voluntario que no sirve, pero los niños no quieren dar pena ─aclara Patricia, la fisioterapeuta que se plantó en la puerta de la academia en 2012 con su dosier y no esperaba un sí tan rápido─. Tampoco toleramos que les tomen el pelo, una niña muy gamberra engañaba el otro día a una voluntaria nueva, ¡y la habíamos visto correr con sus trípodes!”. “Con pena no trabajan ─puntualiza Esther─ y yo no vengo a perder el domingo aquí para que no trabajen”. La profesora de ballet que hay en ella asoma por fin detrás de su sonrisa contagiosa y es fácil imaginarla enderezando un torso o pellizcando un glúteo con falsa malicia. Una profesora de ballet que se precie debe ser grave de vez en cuando. “El ballet es respeto ─insiste─, claro que me tengo que enfadar, normalizar es eso: tratar las situaciones como son. Si quieres que tu niño se relacione tendrá que acostumbrarse a que lo riñan”.
Están muy orgullosas de su trabajo, pero no se les suben los humos. Han pasado por La Fe, por la Universidad CEU Cardenal Herrera y por el Instituto de Rehabilitación de Chicago e intentan medir su esfuerzo con método (la Fundación Hortensia Herrero firmó con ellas un convenio en 2014 para ello), pero su centro de gravedad es el ballet clásico. “Esto es un complemento para ellos, vienen los domingos después de una semana con la agenda llena, van al fisio, al logopeda, a todo, y el domingo es su día familiar. Pero esto es una actividad lúdica donde pasan más cosas que en una sala fría de rehabilitación, aprenden el respeto, la templanza, la disciplina, el trabajo en equipo”. Hay mucha sobreprotección, admiten, entre los padres de estos chicos porque también la hay con los alumnos que no tienen ningún problema. Se trata de una tendencia y es transversal. “Pero aquí todos entran un poco a la defensiva ─confiesa Patricia─ y luego ceden. Los que claudican son los menos, pero la danza es respeto: respetar a los compañeros, respetar el espacio, mirar a los otros mientras bailan…”
Preguntada por sus orígenes, Esther admite que pronto supo que quería bailar y enseñar, “no sería primera bailarina, si no llegas no llegas, pero se puede ser feliz con lo que te apasiona si tienes salud mental”. Su madre se empeñaba en que continuara con el negocio familiar pero ella insistió en sus giros, daba clases en gimnasios de la periferia “con un Renault 5 tiñoso hasta la Vall d´Uixò me hice amiga del de la grúa, y a los dos años mi padre vio que yo era tozuda, así que me montó la academia y me cerró el grifo”. A los veinte años atendía su negocio de forma polivalente “limpiaba, cobraba, abría y cerraba, me faltó ponerme una peluca para salir a atender y que la gente no viera que yo era la misma para todo”, bromea.
Nadie desconoce que el ballet es perseverancia, pero ella desmiente el mito del ballet y el dolor, “yo no lo he sentido, ni me he torturado con el tema de comer, ¡y mira que estaba gorda!”. No se prodiga en nombres ni referencias sesudas, pero describe un ambiente familiar inquieto y cultural (su abuela pintaba, su padre tocaba el piano, su madre bailaba) y un empeño ciego en hacer pliés y montar festivales para su propia familia. En una ciudad sin tradición de danza clásica, “una profesora venía a casa y juntábamos a las vecinas, éramos 5 ó 6 sobre el suelo del salón, agarradas a la barandilla, que era la barra”. Su atracción por el baile no se explica con citas porque es puro instinto, pero no se resiste a mencionar a Maria Jesús García de Bayarri, que abrió una de las primeras academias en Valencia. Corría el año 77 y Esther culminaría la carrera oficial con ella en cinco años. Destaca el tesón de su primera maestra y su facilidad para moverse y traer gente importante, “nos inculcó el amor a la danza, la primera generación de profesoras valencianas salimos de ahí: su hija Cristina Bayarri, Inés Pastor, Pilar García, todas seguimos siendo amigas”.
García de Bayarri la introdujo en la escuela británica de ballet clásico a través de Debra Wayne (ex Primera bailarina de la Royal) y Graham Dickson-Place (Director musical). “Con ellos descubrí que no sabía nada, no atendía bien a las sensaciones de mi cuerpo, no conocía ni los músculos abductores, ni un cambio de peso. Había oído hablar de todo ello pero no lo entendía, no desde el cuerpo, y de pronto todo se hizo fácil”. El contacto con estos dos británicos afincados en Alicante fue providencial y la imantó a sus clases durante años. “Graham me descubrió la musicalidad, a dar acentos, a usar la voz, a contar bien”. Un bailarín debe ser musical, “es el autobús en que tenemos que ir todos, insistía él, ni delante ni detrás”. En sus clases de Balletvale+, la introducción de un pianista ha supuesto un antes y un después en el avance de los niños, sobre todo en el plano de la emotividad. Dickson-Place, además de pianista jefe de la Royal, es el autor de muchas piezas musicales de la mítica institución con sede en Londres. Instruyó a Esther sobre los diversos registros y cómo dictárselos al pianista que acompaña las clases, “si quieres un ejercicio elástico, o suave, o staccato o con carácter, tienes que saber cantarlo. Dentro de un tres por cuatro hay muchos estilos, no sólo el vals”. No obstante, ella admite que no podría ser coreógrafa. Sus creaciones no van más allá del trabajo para los festivales porque “crear movimientos nuevos supone conocer la música hasta el último acento, requiere muchísimo tiempo”. Ana apunta que el mundo de la creación está más del lado de los bailarines contemporáneos y todas coinciden en que Gema Iglesias, su compañera especializada en contemporáneo, “hace unas piezas únicas, muy elegantes”. En el clásico la veta está más explotada. “Nacho Duato ─añade─ ha fundido clásico y contemporáneo y ha creado piezas maravillosas”. Todas asienten, con Duato no se puede discrepar, enciende sus miradas con un brillo de devoción. “Utiliza la fuerza y la elasticidad del clásico y lo pone al servicio de otro mundo”, apostilla Esther. Después menciona a Jose Carlos Martínez (el Director de la Cía. Nacional de Danza, que ha venido a conocer Balletvale+) y Tamara Rojo, referencias unánimes también.
Bailarinas profesionales no han salido muchas en estos 35 años. Lo admite sin rubor porque “supone mucha dedicación, es de élite. Se tienen que ir de mí y moverse fuera a una edad muy precoz, exige unas condiciones físicas y mentales más una familia que esté ahí. Sólo con un buen cuerpo no basta, la edad a la que deben irse fuera exige mucho apoyo de los adultos. Y antes estaba el riesgo añadido de los abusos, que ahora es menos. Yo creo que antes está ser un niño, vivir como un niño”. Patricia apunta que la maduración mental llega más tarde que la física y eso hay que cuidarlo. El plusmarquismo no es su pasión, pero sí lo es “el trabajo en equipo, la disciplina…” La facilidad con la que vuelven a corear su credo deja a las claras donde tienen puesto el foco, “nosotras pensamos en la danza como un complemento, te enseña a conocer tu cuerpo y organizar el cerebro”. En el artículo que han publicado en AusArt Journal for Research in Art, uno de los objetivos que destacan es la neuroplasticidad. “La parte de alineación del tronco y el equilibrio: la danza lo trabaja mucho mejor que un fisio convencional, centrado en la fuerza de las piernas”, comenta Patricia.
Son casi las once de la noche y todas disertan con alegría delante de un par de platos de ibérico y unas bravas a las que Esther nos invita sin que nos demos cuenta. Estas mujeres llevan muchas horas en pie y no parecen perder cuerda. A uno le viene la imagen de la bailarina en la caja de música y se pregunta cuándo se detiene la figura, pero ellas parecen obedecer a otra fuerza de la física. ¿Se deja alguna vez este mundo? Esther admite con tristeza que cada vez se ocupa más de la gestión. Patricia lo desmiente enseguida, porque este verano en Nueva York la ha visto darlo todo en clase con Rogoff y luego tomarse un ibuprofeno para ir a visitar la ciudad. Esther encaja el cumplido y ríe con la boca llena, pero niega con la cabeza, “antes íbamos todas las viejas glorias a tomar clase con Mirco Fila y nos sentíamos superbailarinas, pero él una paciencia…”. Bromea y habla de instalar una polea en el techo para las maduras, el concepto de baile inclusivo también abarca a las antiguas alumnas que siguen imantadas a la barra mientras sus hijas van cumpliendo etapas detrás. “Todas vuelven de alguna manera. El otro día no podía dormir y repasé mentalmente todas las alumnas que había tenido”. Y también ha creado público para la danza en esta ciudad.
“¿Qué las motiva hoy? Las luces, las pelis, Disney, Rihanna, Beyocé, Rosalía… está claro que la música clásica no les atrae tanto, y pican con el funky o el hip-hop porque lo creen más fácil, pero sigue habiendo una legión de niñas motivadas con el ballet”. Los niños, sin embargo, siguen optando por el fútbol, “y yo cuando los veo esperando a sus novias en la puerta de la academia les invito a entrar, porque la diversión está dentro, no fuera”.
El local bordea la hora del cierre y el camarero vigila el grupo sin disimulo, pero ninguna hace amago de apagar la charla. La cara de Esther es la misma a cualquier hora del día, no apuntala su belleza ni tapa el cansancio. Como sus niños, deja las ortopedias en la puerta y seduce dentro de sus vaqueros y su jersey polar sin que nadie sepa explicarse su secreto. Las madres que la envidian creen que es por su esqueleto flexible, sin un gramo de grasa. Desconocen que su elegancia está en el amor por lo que hace. Y en los movimientos que ha dulcificado, en la colocación que ha cultivado y que, sin ser altiva, transmite naturalidad.
Cuando le indicamos que la entrevista ha terminado, ella se enreda con sus profesoras en los preparativos para la función (hacen muchos bolos) que van a dar en la Mostra Coreográfica 2019 y a ella se la oye confiada, práctica, proponiendo atajos, calmando nervios. “Tenías que haber visto a Balletvale+ en el Palau de les Arts: no nos dejaron ensayar, pero se colocaron perfectos, sin desorientarse nada”. “En el escenario son artistas ─se le oye decir a Patricia─, y son lo que ellos quieran ser”.
Para estos niños tan hechos a la mirada entrometida que les persigue por la calle, salir al escenario de un teatro de verdad como el Principal, la Rambleta o Les Arts, es dejarse mirar desde algo nuevo: una negrura misteriosa, un patio de butacas que por fin los incluye. “Soy feliz ─confiesa Graciella en el documental, con su voz temblona pero determinada─ porque todo el mundo me mira y se fija en que no soy tan diferente a los demás”. La pequeña de diez años subvierte el dolor del que curiosea y la hiere. Es demasiado pequeña para saber que lo que hace es grande.
Con cada pase ya nadie duda que el aplauso se lo ganarán, “y el espectáculo está en sus caras ─destacan las tres profesoras─, tanto cuando van a salir como cuando entran”. Sus palabras nos conectan con una profesora icónica, la de Billy Elliot, cuando le pregunta a su alumno aventajado por qué quiere romper barreras. “Sólo estoy ahí ─defiende Billy en una inolvidable escena─. Volando como un pájaro. Como electricidad. ¡Eso es! Como electricidad”