VALÈNCIA. “Jamás firmé un contrato de demolición por peligro de derrumbe”, escribe. Desde los doce sufre un síndrome raro del tejido conectivo que deshace el armazón de su cuerpo como si fuera pan mojado. Su piel es de papel de fumar, elástica y frágil, se mancha de flores moradas que no hablan de la primavera. Sus articulaciones quiebran y duelen. Sus órganos flotan en un magma móvil y se estrangulan entre ellos poniéndola en jaque.
A su madre aún se le traba la lengua al decirlo, Síndrome Ehlers Danlos. Es el nombre de la primera y principal enfermedad que contrajo, por eso prefiere el acrónimo: SED. Sed de vida, con mayúsculas. Es la etiqueta que mejor define a Noah Higón (Cheste, 1998), diagnosticada de siete síndromes raros. Al de Ehlers Danlos le siguieron el de Wilkie, el del Cascanueces, el de May-Thurner, el de Raynaud, la compresión de la vena cava y la gastroparesia. “¿Acojona que no exista cura para el Covid 19? ─denuncia en su Facebook─ ¿O el no saber cómo actuará o cómo paliarlo? Es la realidad que vivimos 3 millones de personas en España…”
Cruce insólito entre Frida Kahlo e Irene Villa, esta estudiante valenciana de 21 años presentó su recopilatorio de vivencias De qué dolor son tus ojos (La esfera de los libros) el pasado febrero en el hospital La Fe y se ha convertido en militante por las enfermedades raras. Ya son 30 mil seguidores en las redes. Su lema: Nada es imposible. Impulsa la recaudación de fondos para investigarlas y ya es influencer a pesar de sí misma, a pesar de que ella sólo quería haber tenido una vida común de la que hablarle a sus nietos. No tan común, admite, “porque siempre fui rara”, y describe su displicencia con las juergas adolescentes y su preferencia por los plenos del ayuntamiento a los quince, o por el teatro al que puede ir sola si nadie la acompaña. Los libros han sido desde niña su armadura, cuando la enfermedad la confinaba en el hospital y ella llenaba sus convalecencias de páginas y de vagones, también de poemas; las enfermeras la acuñaron como “la niña que lee a Salinas mirando a los trenes desde el pasillo de la planta”.
Dado que las enfermedades las liga de siete en siete, las carreras, como no podía ser de otro modo, van de dos en dos: cursa un doble grado de Políticas y Derecho en la Universitat de València. “Si queréis hacerme feliz, regaladme Stabilos”, anuncia en su Facebook, y admite que el estudio es su refugio. No va a parar hasta licenciarse y convertirse en alguien que influya de algún modo para cambiar el mundo, “pero no desde ese tipo de política de dar la cara, sino desde las instituciones”, matiza. Cambiar el mundo es cambiar su mundo. Nunca una apuesta tuvo tanto en juego para alguien.
Culturplaza conversa con ella un domingo que bordea el inicio de la Fase 1 y la encuentra a cara lavada y con una camiseta que reza Al costat correcte de la Història. En el techo que enseña su cámara las molduras de escayola dan cuenta de la decoración propia de los pisos de estudiantes, modesta y algo demodé. Fuera de esta intimidad doméstica es imposible encontrarla en chándal o camiseta, pero su belleza irradia igual que en sus apariciones públicas; viene de un adentro luminoso que nunca se apaga. Ojos de gratitud y de acopio de tiempo ganado a dentelladas. Eso sólo puede ser hermoso. “Ojalá ─dice en su libro─ la vida le esté devolviendo a alguien todo lo que me está robando a mí”
- Enhorabuena por tu libro, es fresco, brillante y original. Un libro testimonial cargado de referencias literarias muy bien traídas, que parecen imbricadas en tu esqueleto doliente y tus cicatrices. “Vivir al borde del precipicio también es arte en todas sus conjugaciones posibles”, dices en Resiliencia, ¿cómo te ha ayudado la literatura en tu lucha?
- Siempre tengo la imagen de mi padre leyendo. Y en los momentos de hospital, en las esperas, una forma de buscar la evasión es leer o escribir, una ventana al mundo. Todo lo que recoge el libro está escrito con esa intención, me decían “retócalo” pero no lo he hecho y es lo bonito del libro, no sería mi verdad de los 15 años si lo hubiera hecho. Escribir no es mi vocación, no soy escritora, pero conocí a Andrés Aberasturi y me dijo “publícalo”. Tampoco me gusta leer ficción, me gusta que todo sea veraz porque la vida radica en eso. La poesía sí que me tienta, acabo de escribir para una Asociación de enfermedades raras en Barcelona (Muévete por los que no pueden) y les propuse hacer un recital que les sorprendió, fue un éxito de recaudación.
- “Les paraules se salven de totes les catástrofes”, dices citando a Vicent Andrés Estellés. Leyéndote pensaba en Frida Kahlo, que exploró la vida a través del dolor y la creación con el acento puesto siempre en la esperanza. Pero no parece que la enfermedad haya sido un tema muy explorado, quizá porque es un asunto tan íntimo que se aleja de los temas épicos. ¿Cuáles son los autores que mejor ahondan en la enfermedad y el sufrimiento?
- Tenemos a Cervantes que habla de la enfermedad a través de El Quijote, ¿estaba loco? Y a Shakespeare con el síndrome de Ofelia, por ejemplo. La Peste de Camus está llena de enfermos. Y Piedad Bonet, en Lo que no tiene nombre, cuenta el suicidio de su hijo de forma autobiográfica e impactante. O Paula, de Isabel Allende. A mí me ayudaron todos los de Albert Espinosa, especialmente El mundo amarillo, que para mí no es autoayuda sino más que eso. No pretende dar soluciones sino mostrar un camino diferente para enfrentarse a los problemas, no dejar que la enfermedad se convierta en el centro de nuestra vida. También Irene Villa (Saber que se puede) porque yo también lo perdí todo de golpe, más o menos como ella, a los 13, 14 años. E Irene X, premio Espasa de poesía, que escribe de forma canalla y no habla en sus libros de su enfermedad, pero la tiene.
- Algo ahora sobre ti, ¿cómo elegiste tu carrera? Parece que la vocación de cambiar el mundo te nace pronto y sigue siendo uno de tus ejes.
- No fui una niña ordinaria porque en vez de Disney me ponía los desayunos políticos. Y a los quince no fui la típica adolescente de fiesta, de amigas ni de mandar a la porra a tu madre: dormí con ella hasta los 20, las dos metidas en el hospital. El otro día me llamó Laura Soler, primera diputada discapacitada en Les Corts, a la que le había llegado mi libro. La veo subir al estrado que han adaptado para ella y me emociono. Lleva asuntos sociales y me ha contactado para apoyar las enfermedades raras.
- Pero lo sanitario no te tentó como profesión, imagino que tenías un empacho de batas blancas.
- Es que yo odiaba las ciencias. Física, química, mates: era nula. Y es una profesión muy dura. Lo cierto es que el hospital la Fe ya es mi segunda casa. Yo me he ido de vacaciones con mi médica de cabecera, es mi segunda madre, y el internista es el que más trato de los 15 especialistas que visito. Nunca un hospital debería ser la segunda casa de nadie, como dicen mis buenas amigas enfermeras. En tiempos de pandemia hemos visto que tenemos que hacer un cordón alrededor de la sanidad pública y protegerla. En Alemania fui al mayor especialista en síndromes compresivos y fue el viaje más triste de mi vida: allí todo es privado y mucho más frío. Ser médico es tener humanidad, un señor mayor al que acudí al hospital General se me echó a llorar y me dijo ¿te puedo dar un abrazo? No podía curarme, pero a veces se trata sólo de acompañar.
- En el libro hay momentos de todo signo. “Jamás pensé que sobrevivir fuese mi único sino y vivir, a secas, su maldita consecuencia” escribes. Aberasturi en su epílogo agradece que no los escondas “porque eso ─señala─ la hace aún más humana”
- Sí, claro, me he llegado a arrancar la vía y a irme de urgencias porque el dolor físico era intenso y el psicológico: brutal. Momentos de “prefiero morirme que aguantar esto” Cuando me desperté de la cirugía de duodeno (7 horas de operación), UCI, transfusiones, me dije “ojalá hubiera muerto”. Tenía 15 años y lo pagaba con mi madre. Pero llega un día que es “o salgo adelante o me hundo definitivamente”. Mi madre se ha llevado la peor parte, yo el dolor físico, pero ella la fortaleza para estar ahí, con mis enfados. Siempre suplicando. Y antes de mis 18 lo firmaba todo ella.
- En Mamá sobrecoges con la crudeza de tus palabras. La describes como “la culpable de que me levante y siga peleando. La culpable de que entienda que resucitar implica antes morir” Vives y luchas por ella.
- Siempre lo he hecho por ella. A menudo me dejaba llevar y “que sea lo que tenga que ser…me da igual morirme” Y ella suplicaba, “no me digas eso”. Un día salgo de una consulta y una chica en silla de ruedas me pide una foto, “¿tú eres Noah?” Tenía 17 años y se había querido matar, se había tirado por el balcón y estaba rehabilitándose. Desde su silla de ruedas me dijo que yo la había ayudado mucho. Soy de poco llorar pero se me cayó una lagrimita. Me había conocido por Instagram. Yo empecé a subir fotos a las redes de mis ojeras, mis goteros, porque muestro que lo físico no lo es todo, y cada vez tenía más seguidores: me contaban su vida, “gracias, me has ayudado mucho”, ¡yo que no soy psicóloga! Para mí es un éxito que las enfermedades raras tengan eco por fin. Mi madre se ha convertido en la madre de todos, son las tres de la madrugada y la tienes hablando con una madre de Ecuador, diciéndole que no hay cura, pero que podemos estar ahí.
- “Mostrar la realidad sin filtros, sin parafernalias varias, se está volviendo hoy en día un acto de rebeldía” adviertes en tus páginas. Hablar del dolor es hablar de la vida. En tu libro está el dolor y su reverso: la belleza.
- La gente cree que del dolor no se puede aprender nada. Yo, de pequeña, cuando lo oía me enfadaba, “aprende a vivir con el dolor”. Ahora sé que es cierto. Grela Bravo, en su libro Sobrevivir al dolor, lo explica muy bien, destaca lo impúdico que resulta hoy mostrar el dolor cuando no debería ser así. Incluso habla de sexualidad y dolor.
- “Testaruda en sus propósitos como un recién nacido cuando se echa a llorar ─escribes─. Musa de poetas que la reinventan con cada brote. La que prefiere a Bukowski, o lleva por bandera a Rayuela y detesta el optimismo de Coelho…” ¿Qué más lecturas te han calado desde niña? ¿Cuáles son tus libros "de cabecera"?
- Un médico me regaló una Antología de Pedro Salinas, que es el libro con el que las enfermeras tienen mi imagen de niña mirando los trenes que pasan. Y Sabina me encanta, Ciento catorce volando, con prólogo de Benjamín Prado, que también sigo. Karmelo Iribarren, en La frontera y otros poemas, inspiró el título del libro; habla de que a través del rostro de una persona podemos ver la cárcel que lleva dentro. Y Stephen Zweig, sin duda. En Castellio contra Calvino describe el contraste entre la Europa de ayer, tan humanista, y la de hoy que se fragmenta.
- El profesor Joan Romero quedó patidifuso cuando te vio llegar con vendajes y una ambulancia medicalizada en la puerta, ¿cómo haces compatible tu agenda médica con la carrera?
- A los 15 días de la operación más bestia de mi vida me planté enfajada en clase, es cierto, “es que en casa me aburro ─le dije─ y estoy perfectamente”. Sufro bajadas de potasio o azúcar, es cierto, y avisé: “si me pasa algo llame a la ambulancia pero quiero estar en clase” Yo he ido con la tripa sangrando, desde la Unidad de Dolor, a un examen, en taxi. Y esa es mi vida. En el documental que grabó Isabel Gemio sale él, nos grabaron en el aula. Mi madre va con las citas “hoy tenemos prueba y práctica en la Uni, intentaremos juntar médicos para que coincidan…”
- “─ ¿Estás bien? ─No mucho, pero ahí vamos, tirando. ─ ¡Pero si no paras! Seguro que estás bien. ─Yo te veo mejor cara. ─Has engordado. ─Has adelgazado. ─Si viajas mucho…” En Época destilas muy bien las contradicciones que encierra la sociedad frente al enfermo crónico. “Si me quedase en el sofá tirada, mal… Si vivo porque vivo, mal también” ¿Consigues eludir las miradas? Cuando alguien es singular las miradas hieren, ¿cómo deberíamos mirar a alguien como tú? Danos algún consejo que pueda servir a los que se encuentran contigo la primera vez.
- Si yo cuento mi historia no es desde el victimismo, sino desde el realismo. “Soy Noah y estas son mis circunstancias. Y punto”. En verano, si me pongo un top y subo al bus, todo el mundo se queda mirando mi cicatriz. Creo que nos miran por defecto, te ven bien y es un “tan mala no estará…” ¿Sólo las enfermedades visibles valen? Ese tipo de mirada es el que hay que cambiar. Voy a la universidad con comida diferente y me preguntan, pero yo les animo a que lo hagan, no estoy incómoda, es la única forma de concienciar a la gente. En Budapest fuimos a unas termas y mi padre ¿de verdad vas a ponerte bikini? Y no sé por qué voy a dejar de ponérmelo. Hay mucho estigma con las enfermedades raras, incluso entre los médicos. Yo en urgencias siempre tengo a todos los MIR alrededor, ya no me da apuro, “que pase quien quiera”, soy conejillo de Indias, un circo: quieren tocarme la piel, que es superflexible y suave, ven las filigranas que hago con los dedos… Antes de mi diagnóstico me mandaron a psiquiatría porque no ganaba peso, pesaban que sufría anorexia, y la doctora dijo “está más cuerda de lo que parece”. Los médicos no piensan en la enfermedad rara, sino en lo lógico, lo más común. Si me hubieran seguido derivando a psiquiatría ahora mismo no estaría viva. Hay que investigar más, sin ciencia no hay futuro, ni para mí ni para nadie.
- Te has hecho célebre a tu pesar, como Fernando Simón, como las personas que ocupan estos días los focos y han suplantado a futbolistas o actores, ¿cómo llevas esa responsabilidad? ¿Te cansarás algún día?
- No, nunca me quitaré del ojo público. En las charlas que doy en los institutos los chavales me ven de su edad y preguntan lo que quieren, es bonito el ambiente que se crea. Y todavía queda mucho camino pendiente. Quiero que se sepa que cuando decimos “no puedo más” es porque es real.
- Se habla mucho de resiliencia y tolerancia a la incertidumbre y la frustración estos días. Tú eres experta, ¿qué consejos tienes para quienes enfrentan estos retos por primera vez? ¿Qué les dirías a quienes asumen su cuerpo y su biología con la pandemia?
- Que es lícito caer y pedir ayuda. La vida son fases y no es de color rosa, es un cúmulo de tristezas con pequeños ápices de felicidad que te hacen darte cuenta de lo importante. Estos días de confinamiento que he compartido con mis padres disfrutaba mucho, no esperas a mañana para disfrutar. La gente que tenemos enfermedades crónicas sabemos hacerlo. A menudo oigo la pregunta ¿piensas en el futuro? No, yo no pienso en el futuro. He aprendido a relativizar. Risto Mejide, en un texto maravilloso que se llama Urgencias, aconseja: “cuando tengáis problemas pasaros por la UCI, allí sólo importa si se pone o sale el sol y quienes están esperando fuera”. Ni siquiera yo tengo derecho a quejarme. ¿Pero tú eres feliz? ─me preguntan─ Y sí, sí que lo soy. La vida consiste en ponerse metas. En el Instituto me decían que estaba loca por empezar una carrera, pero no dejé que me cortaran las alas.
Se despide con un gesto sencillo y la cámara congela su sonrisa, esa que no significa que no la cruce el dolor en ese instante como un cable rabioso. Quizá le falten las fuerzas para el pequeño gran fracaso del día y no va a revelárnoslo. Tiene la mirada tan dulce que desmiente la muerte con la que se llama de tú. El sentido de su militancia no parece sólo visibilizar la causa y conseguir fondos. No se queda en la deuda que ha contraído con esa madre rota, la que ya no tiene oficio ni identidad, tan sólo es ya la “madre de Noah”.
No es, ni de lejos, una negación o una cosmética de la desgracia. Graduada en Humanidades, personifica el enigma de existir y está más cerca que nadie de resolverlo. Engaña. Solo parece una joven hermosa con piel de terciopelo, pero es la cara visible de la humilde derrota que emprendemos a diario.