“Ser coherente en un mundo que no lo es sólo se logra engañándose a sí mismo”, se le oía decir en sus clases. Maestro de psiquiatras y catedrático jubilado, Manuel Gómez Beneyto es un octogenario que practica Pilates y sigue ágil como un gato aunque reniegue con actitud juguetona. Ya no pisa tanto aeropuerto, pero es una figura reputada de la psiquiatría europea y a su carrera profesional no le ha faltado coherencia. Pero ésta, sostiene, no es virtud, y se jacta de sus “benditas contradicciones”.
Culturplaza se da una vuelta con él por el antiguo recinto del Hospital de Bétera y conversa sobre crisis, locura y cultura entre pabellones en ruinas, avenidas cuarteadas y eucaliptus frondosos que perfuman la sombra con indolencia. El cadáver de lo que fue un delirio urbanístico y asistencial enseña sus venas abiertas a veinte kilómetros de València y hoy alberga tan sólo dos pabellones pequeños (unos cuarenta pacientes en el que gestiona la Diputación y casi el doble en el vecino, a cargo de una empresa de residuos). Gómez Beneyto dirigió varios de estos cuando el proyecto nació con vocación, para algunos, de ser “el más grande de Europa”; pronto secundó la ruptura crítica de los jóvenes psiquiatras que se proponían cerrarlo.
-Viviste la Transición y la Reforma psiquiátrica en primera línea: ¿Cómo te caló la experiencia?
-Guardo un buen recuerdo porque, pese a todos los conflictos que sufrimos, muchos pacientes salieron favorecidos y trabajábamos en un ambiente de entusiasmo por la inminencia de las libertades y la justicia social que traía el final del franquismo. La sociedad no era democrática, no estaba preparada para la experiencia reformadora que empujábamos en salud mental, el autoritarismo y custodialismo del Régimen pesaba mucho. La ideología y técnicas que importamos de otros países habían surgido en ellos sin conflicto, pero aquí era distinto. Las fugas de pacientes, los accidentes, el absentismo y los bulos difundidos por la prensa lastraron mucho la aventura. Bétera supuso un giro importante en mi carrera, pude comprobar que con la técnica no era suficiente, había que preparar el entorno futuro del paciente al desinstitucionalizarlo. Lo hacíamos desde el voluntarismo, con las ventajas y riesgos que eso conlleva. Finalmente dejé de sentirme identificado con el proyecto, pero la experiencia fue positiva y necesaria.
-¿Qué cambios has visto a lo largo de tu trayectoria en la forma de ejercer tu profesión?
-En mi carrera tuve dos puntos de inflexión claros. El primero sobrevino a mi llegada a Oxford, cuando presenté mi primera historia clínica y el jefe de servicio me reprochó: “Usted vale más para novelista que para psiquiatra”. Yo no concebía la especialidad como una actividad sanitaria sino como un enfoque intelectual y el incidente me orientó al empirismo a ultranza de los ingleses. Esa punzada se mantuvo, ese pragmatismo extremo. El segundo, como te he dicho, fue en Bétera: me hizo poner a la persona antes que la enfermedad, antes que los síntomas. El empoderamiento del usuario, el paradigma de la recuperación, una persona que respetar como ciudadano.
-Presidente de la Comisión Nacional de Psiquiatría, catedrático jubilado de la Universidad de Valencia y coordinador científico de la Estrategia Nacional de Salud Mental, cada vez que nos golpea una crisis económica y social se te pregunta por su efecto en la salud pública, en concreto la mental, y siempre has alertado de que nuestra sanidad no estaba preparada para absorber el impacto. Hace 6 años, ante la apatía generalizada frente a la crisis, denunciabas "estamos muertos y tenemos miedo a resucitar" ¿Qué hay de nuevo, si lo hay, con la pandemia?
-En el 2008 teníamos miedo a reaccionar porque lo que estaba en juego eran los fundamentos económicos, sociales y culturales de nuestra sociedad. Miedo a ponerlo todo patas arriba porque nos decían que no había alternativa. Estábamos paralizados. En cambio, la lucha contra la pandemia parece otra cosa. Es cierto que hay similitudes entre ambas crisis. En el 2008 los protagonistas fueron los productos financieros y en esta de ahora son los virus, pero ambos son entes muy semejantes, son invisibles, están globalizados, se desplazan con velocidad electrónica, no están vivos y necesitan a los seres vivos para reproducirse, los dos pueden causar miseria, sufrimiento, desigualdad y muerte en cantidades similares e ingentes y su actividad se muestra en tablas estadísticas que se publican cada día en todas las TV del mundo. En la crisis provocada por la recesión no nos animaban a luchar, todo lo contrario, nos pedían resignación y en esta sin embargo nos animan a luchar, pero escondiéndonos en casa, lo cual viene a ser lo mismo. No obstante, una diferencia importante es que entonces nos podíamos sentir víctimas, lo que te facilita una agenda, mientras que ahora no. El virus no siente, no tiene intenciones, es ahistórico. Es una situación inédita, no hay contra quien reclamar.
-Parece claro que nunca antes tuvimos una ocasión más clara de poner el sufrimiento mental en un contexto, ¿aprovecharemos la lección para superar el individualismo y la crisis de lo comunitario?
-Efectivamente, la pandemia es el contexto único, pero su efecto depende de los 47 millones de formas diferentes de percibirlo y de sufrirlo. Con esto quiero decir que no se puede extraer una lección única porque cada uno construye su propia crisis. Eso de los consejos y recomendaciones no me va nada.
-Pues te voy a pedir que me recomiendes un par de libros, ¿qué textos pueden ayudar a superar o, al menos, entender esta crisis?
-Jared Diamond tiene un libro fascinante sobre las crisis (Crisis, Ed. Debate) que desgrana cómo las diversas naciones han superado momentos de crisis, compara las estrategias que emplean los países con las individuales y enuncia doce de ellas. Es un texto científico pero de gran éxito en divulgación. Destaca una: la fuerza del yo, la robustez psicológica, que a nivel de país correspondería con la identidad nacional. Nosotros tenemos el relato patriótico, eso de que los españoles siempre hemos salido victoriosos de los grandes retos que hemos afrontado como nación, se dice mucho pero, ¿de verdad es cierto? ¡Pero si ni siquiera tenemos un himno con letra! Al principio de la crisis, cuando anunciaron el encierro, los americanos salieron corriendo a comprar armas y nosotros salimos corriendo a comprar papel higiénico.
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Mira por encima de la mascarilla y sus ojos inquisitivos desprenden un brillo irónico. Puede llegar a ser corrosivo. En los textos existencialistas leyó “todo lo que cayera en mis manos y pudiese aportarme algo sobre el lado oscuro de la vida”. No es pesimista, más bien utópico cuando coge carrerilla. Sus palabras y sus actos lo avalan. Pero se pone escurridizo, le encantan los requiebros.
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- Vamos a sufrir restricciones con la pandemia, ¿saldremos más solidarios?
-Tú, cuando miras al cielo, ¿qué ves? Ves nubes, ¿no? Pues yo veo buitres patrullando en círculos. Los Cerberus y los Blackstone. De ésta, como de todas las crisis anteriores, saldremos más desiguales.
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No puede ocultar que le ha tentado en la vida el funambulismo, la provocación, el gusto por caminar sobre una cuerda floja. En la facultad, como delegado, denunciaría ciertas prácticas de catedráticos que le valdrían la expulsión, él lo explica por su inclinación a lo contra-fóbico, a su trabajo con el miedo en la época del franquismo. Las gafas redondas, la barba y los movimientos lacónicos le dan un aspecto de reverendo protestante, pero ocultan un dinamitero.
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-¿Qué libros te influyeron de joven para orientar los pasos hacia la psiquiatría?
-Leía a los existencialistas, en los 50 eran actuales: Camus (La Peste), Sartre (El ser y la nada), también a Kierkegaard (Ética y Estética). En la adolescencia mi problema era la religión, no acababa de adaptarme y movido por la curiosidad indagué en aspectos oscuros como la muerte, el suicidio, la locura, la angustia. Camus proponía “en ausencia de Dios, la alternativa es la autenticidad” y eso me impactó muchísimo. Visto desde ahora no tiene sentido, ¿autenticidad para qué? ¿Por qué? Pero el coraje en el compromiso social que tenía Sartre era muy novedoso, los filósofos hasta entonces se distanciaban de lo real. Después no leí mucha filosofía, más sociología, un poco de novela.
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Hijo de médico y formado en colegio religioso de prestigio, de estudiante ya logró una precoz celebridad elaborando retratos psicológicos de los compañeros. Cuando llegó la hora de definirse se debatiría entre la medicina, la filosofía y alguna disciplina creativa como el cine, pero apostaría, como él dice, “por comprender historias en vez de contarlas”.
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-Hemos asistido a meses de pánico y de irrealidad que nos han acercado a la experiencia de la locura. Un día dijiste "estoy mejor ahora que he podido nombrar al monstruo", ¿nombrar de una forma nueva ayuda a pensar y sentir de una forma nueva? ¿Qué bondades y qué peligros encierra esto?
-El lenguaje sirve para mentir, como dice Rafa Tabarés, pero también para reducir la incertidumbre. Si le pones nombre a lo desconocido, te intimida menos y te pone en el camino de investigarlo y acabar dominándolo, pero también lo metes en el espacio reservado a las cosas y ya sabemos que hoy en día las cosas acaban siempre en el mercado, para beneficio de unos pocos.
-Durante el confinamiento, muchos enfermos mentales graves mostraron una conducta ejemplar que asombró a muchos profesionales. ¿Dará esto pie para que los médicos faciliten por fin un modelo horizontal y participativo?
- No lo creo, el estigma asociado a la enfermedad mental es muy resistente al cambio y los profesionales sanitarios los padecemos tanto como los demás.
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La brisa derrama sus palabras y el olor del eucalipto parece atraerle hacia los pabellones de Internamiento B. Deja el asfalto cuarteado, la costra antigua del manicomio, y se adentra con agilidad en el solar marchito que bordea un pabellón en ruinas. Era el nueve, explica, el que llevó su jefe clínico, Ramón García. El psiquiatra humanista y contracultural del que describe el trato más exquisito y empático con el enfermo que ha conocido nunca. El introductor, a través de sus Cuadernos Anagrama, de los textos de Basaglia y otros promotores de la psiquiatría crítica, bautizados como “antipsiquiatras” (Cooper, Laing, Guattari, Jervis…).
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-¿Crees que la psiquiatría de hoy está en crisis?
- La psiquiatría, como siempre, está en crisis. Por un lado está el predominio del enfoque biomédico asociado a la industria, por otro lado está la falta de orientación. La “otra” psiquiatría no tiene lugar social, esto le ha hecho perder el norte. ¿La salida? Vendrá de los usuarios, que cada vez tienen más independencia de los profesionales y más capacidad de reflexionar y elaborar conceptos de gran utilidad. A partir de la Convención de los Derechos de las personas con Discapacidad, la idea ya no es la discapacidad en sí, sino la lucha contra las barreras que la sociedad crea. Se ve mucho en la discapacidad física, no tanto en la psíquica, pero ahora hasta hacen películas. Su conducta e imagen social ha cambiado.
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Mientras habla sortea casquillos, cagadas, engrudos de polvo, una zapatilla vieja. Se agacha sin dificultad y levanta un cartel cubierto de telarañas que reza “Comedor”. Parece bucear con destreza en la cabina de un Titanic deshidratado. Las ventanas están selladas con ladrillos para evitar el saqueo, pero ya no queda nada que llevarse. Dentro se aprecian las lunas rotas de los ventanales y puertas. ¿Cómo se pudo construir un psiquiátrico con tanto cristal?, se pregunta.
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- La reducción del estigma −continúa− pasa por el empoderamiento de los estigmatizados y la celebración del atributo objeto de estigmatización, y no por la adopción de buenas conductas, al menos así ha ocurrido con el feminismo, el poder negro, la lucha de los discapacitados y el movimiento gay.
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Abandona la zona de crónicos para mostrar el antiguo edificio de Admisión. Las distancias son implacables pero no se agota. Discurre con nostalgia por el anecdotario de la Reforma y se detiene frente a una torre, el centro neurálgico de la ciudad de los locos.
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- El hospital se terminó en el 73 y el presupuesto fue generoso para la época, 500 millones. Habían pensado en dotar a los internos de todo lo necesario para que no salieran de aquí: peluquería, iglesia, tiendas, cine, una plaza con su “Ayuntamiento”, hasta un hilo musical y un hotel para los familiares, que se esperaba que vinieran de “visita” pero ni siquiera se abrió. ¿Quién iba a venir después de años de olvido? Todos se iban al pueblo en cuanto podían, o al bar de la carretera.
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Señala la esfera hueca de la torre donde lució el reloj y destaca que siempre estuvo parado, “todo un símbolo”, se ríe. Cuando empezara a simbolizar también la inoperancia o la vergüenza, alguien lo retiró dejando la torre tuerta, mutilada.
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- En mi opinión, la locura no es una enfermedad, es una variante de la naturaleza humana. Igual que la inteligencia o la altura, el juicio de realidad o la razón se distribuyen según una curva normal, la mayoría nos situamos alrededor de la media y no tenemos problemas, pero los que caen más allá de la segunda desviación estándar lo tienen muy difícil. Genios o locos. Algunos pueden ser objeto de etiquetado, estigma y exclusión social. Los psiquiatras decimos que la locura es “un trastorno mental”, pero esto no aclara nada. Los fármacos y la psicoterapia ayudan a disminuir el sufrimiento individual, pero a largo plazo, como colectivo, lo importante será reducir el estigma, incluirla socialmente. Yo creo que acabaremos aprendiendo a convivir con ella.
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En el hospital abandonado, los operarios de la Diputación ocupan la sombra de los soportales y retiran sus mascarillas para el almuerzo y la distensión. Mantienen un coqueto jardín alrededor de las aceras. Son el único latido que queda en esta especie de urbanización de playa desfasada, megalómana, como el país que la creó y que aún resucita entre crisis y crisis.
Gómez Beneyto se despide con el empaque británico que no le ha abandonado desde sus años en Oxford y desaparece en su Audi 3 azul. La chapa arde bajo el sol de junio y las dimensiones del hospital tienen que haberlo dejado exhausto, como si finalizara un recorrido por un parque temático. Quizá no para él. Quizá no exista la fatiga para quien ha dirigido los pabellones de Bétera y los ha empujado a su anulación. Puede que sólo hubiera una victoria moral en el empeño, aunque la empresa estuviera perdida de antemano.