VALÈNCIA. Aquellos que defiendan que las Humanidades son prescindibles en la educación secundaria cometen un error de pleno. La disciplina que estudia la relación del hombre con sus iguales y con el territorio es más necesaria ahora que nunca pero… ¿qué es la Geografía Humana?
Joan Romero, (Albacete, 1953) no nos proporciona una explicación de manual pero, después de charlar sobre sus lecturas de cabecera y el futuro que vislumbra para este siglo, nos ayuda a pasear por la ciudad y descubrir las calles y sus habitantes con nuevos ojos. Catedrático de Geografía Humana, ha dividido su carrera entre la gestión pública (fue diputado en Cortes y Conseller de Educación en los noventa) y las aulas de la Universitat de València, donde imparte clases en diversos Grados de Humanidades.
Culturplaza acude a su casa en Benimaclet una mañana de domingo mientras Madrid despierta después de que 500 mil jóvenes salieran a la calle en la Marcha por el Clima, a propósito de la cumbre de la COP25 que se celebra en la capital. Digiere el café y parece que las horas discurran en un plano académico, que sólo intercambie títulos sesudos, datos crudos y vaticinios sobre el vacío. Pero hay un puente directo entre ambas dimensiones y Romero nos explica cómo recorrerlo.
La “Ecología del Hombre”, según reza wikipedia, es la disciplina que le hace entrar y salir de la calle a los libros y a las personas en un bucle que no puede abandonar. Una meteorología social podía llamarse: geógrafos como él dedican su tiempo a hilvanar el pronóstico de lo que nos espera: cómo seremos, cómo nos distribuiremos y quién ganará el siguiente asalto en el pulso permanente por el poder. Sin desatender el paisaje, el rastro que dejamos a nuestro paso. Ha dirigido el Institut Interuniversitari de Desenvolupament Local durante años y es experto en impacto y territorio.
Pero hemos empezado por el final. Y él, que ante todo quiere ser un profesor, un buen guía que “acompañe al alumno por una casa llena de puertas y les diga lo que hay detrás de cada una”, no nos perdonaría un viaje sin orden. “Conservo el primer libro que entró en mi casa (La Tía Tula, Ed. RTVE ). El título explica mi punto de arranque: no había libros porque vivía en un cortijo, lo que en mi tierra se llama una casa de labor. El origen es importante para mí, inseparable de la persona”. Por ello sueña con instalarse en Albacete cuando se jubile, esta vez ya sin tractor (a diferencia de la época en la que volvía a su aldea por vacaciones para trabajar la tierra).
Detrás de sus expresión complaciente y sus ojos miopes hay una atalaya desde la que lo calcula y ordena todo: cinco son los profesores que tuvo, dos los libros que manejaba en la escuela, uno el título con el que un maestro represaliado le enseñó a leer antes de los ocho, cuando él ayudaba a su padre en la siega y aún no le había dado tiempo de sacudirse el polvo. “Este maestro y su hijo iban por las aldeas y daban clases particulares a cambio de una noche a cubierto o una comida. Antonio del Moral, se llamaba, el hijo. Leíamos un libro de relatos que todavía guardo: Corazón, de Edmondo De Amicis (Alianza Editorial). Buenísimo”. Estos maestros sin licencia aplicaban una pedagogía de inspiración anarquista aprendida en la Ferrer Guardia catalana. Método que chocaría con el Nacional Catolicismo impartido después en las aulas. “Con sólo dos libros: el Catecismo Ripalda y la Enciclopedia Álvarez, se llegaba hasta el bachiller”. A una edad tardía y con unas manos maceradas y llenas de rasguños, se integraría en la escuela donde “fui un niño que se deseducó”. El régimen pasaba el rodillo, pero no calaba. Ya echaba de menos a su primer maestro, su hambre y su pedagogía. Por eso recomienda no alarmarse tanto hoy sobre la educación en valores, dado que una generación entera, la suya, fue educada así “y mira dónde hemos llegado: ni soy católico ni nacionalista”.
En uno de sus célebres ensayos (España inacabada, PUV 2006) reconoce la existencia de varias naciones en España y niega que eso implique ser nacionalista. “Mi biografía no me ha permitido serlo”, asegura. Y propone superar de forma integradora los viejos dilemas y tomarlos, no como una amenaza, sino como una oportunidad. No es una sorpresa que entre sus autores de cabecera figuren Albert Camus, Amin Maalouf, Sami Naïr o Tony Judt, mestizos como él. “Gente que nace en un sitio, trabaja en otro, va y viene, se siente cómoda en cualquier lado, como yo”. El hombre desplazado, (L´homme depaysée, en el original, “sin país”) de Todorov, es otro título que “acabó de moldearme”. Con semejante vacuna contra la ceguera, sus ejes, confiesa, serán siempre la justicia social y la educación, “porque no la tuve”. De Camus (El primer hombre, Tusquets), destaca la relación con su maestro, al que escribió la famosa carta una vez recibido el Nobel. “Hace unos años pude localizar a este señor desterrado que me enseñó a leer y charlé con él”, añade, “tomamos un largo café, tenía casi noventa. Estaba al tanto de lo que yo estaba haciendo. Nunca lo he olvidado”.
Otro de los libros que siempre tiene a su alrededor es La familia de Pascual Duarte (Camilo J. Cela, Ed. Austral) “porque era un poco mi ambiente. Ese libro lo guardo, y también una inscripción que tenía el señorito en la pared: Hasta la leña del monte tiene su separación: de la gorda se hacen santos, de la menuda, carbón”. Sin necesidad de placa alguna, tarde o temprano iba a conocer lo que le hacía igual y distinto a los demás. “En clase mis manos eran diferentes y mi forma de vestir también, pero yo tenía las mismas oportunidades que los compañeros que venían de la Calle Ancha; la educación nos hacía iguales”. Ana María Matute tiene un cuento prodigioso donde las manos de dos compañeros de pupitre, uno humilde y otro privilegiado, obran el drama (Pecado de omisión. En: Historias de la Artámila. Ed. Austral). Cuanto más se remonta al pasado, más parece un personaje salido de la galería que los autores del tremendismo rural tan bien cultivaron en la posguerra. Becado durante aquellos años áridos, vive hoy la enseñanza con un punto reverencial, “porque es predistributiva, el valor más democrático que hay. Todos los esfuerzos que se puedan hacer en lograr la igualdad de oportunidades serán pocos”. Surge la comparación con el terapeuta, el guía que no ofrece respuestas, sino preguntas. “Así es ─otorga─, y a medida que te acercas a esa idea eres más un profesor y no un profesional de la enseñanza. Algunos días ─medita después de una pausa─, algunos días salgo del aula y siento que me he acercado a eso: había una atmósfera, un hilo conductor, en los ojos de los alumnos algo interesante estaba ocurriendo”.
Pero volvemos a los primeros 70. Ha dejado ya el calor seco de la meseta y es universitario en València. Corren aires de libertad entre los bancos de la facultad y funda, junto a algunos jóvenes profesores, muchos alumnos y algunos trabajadores, el embrión del PSPV aún en la clandestinidad. Me enseña una foto borrosa en blanco y negro donde debe guiarme para distinguirle entre la marea de rostro fantasmales, “con mi jersey de pico, el único que tenía”. Alfons Cucó, el único en traje chaqueta, corona la mesa. Corre el año 73, “ya habíamos pedido permiso al Gobernador Civil”. En el retrato de grupo (ninguna mujer) hay un mismo gesto uniforme que me parte el alma: miran a la cámara llenos de futuro, pero yo sólo encuentro cenizas del pasado.
“Fíjate en mis referencias de aquellos años de carrera ─sigue imparable─: un sacerdote, un comunista y un socialista”. En la facultad de Letras, el primero de su lista es Antonio Mestre: profesor de Historia, “que me daba a leer cosas fuera del ambiente marxista: Erasmo de Rotterdam y otros, para el verano”. Sus otros profesores (que no “profesionales de la enseñanza”) serían Josep Fontana (“me enseñó que las desigualdades no tienen sólo que ver con lo económico, sino con las identidades”) y Ernest Lluch, quien le abriría la mente “al pensamiento socialista y a lo que estaba haciendo la Social Democracia en Europa”. Su camino está ya marcado, los maestros se suceden y terminan de imantarlo a la enseñanza y a las aulas, al “trabajo más delicado y digno, y de mayor responsabilidad, que existe”.
Pero él es un geógrafo, no un historiador, ¿qué hay del presente? Dos temas lo tienen ocupado: los países en desarrollo (El mundo de las favelas que palpita en los relatos de El sol en la cabeza, Geovani Martins, Alfaguara) “y lo que venimos en llamar Geografías del Malestar: algo profundo que está ocurriendo en el mundo del “bienestar” y que ni los académicos ni las élites hemos podido ver”. El rapero Darren McGarvey, alias Loki, ilustra la ira de las clases bajas inglesas, su invisibilidad, en Safari en la pobreza (Capitán Swing). Asimismo, en el ensayo que firmó Romero junto al sociólogo A. Ariño (La secesión de los ricos, Galaxia Gutenberg 2016) desglosaba ya las consecuencias de esta carrera hacia la desigualdad. Toma prestados los términos de un sismógrafo y expone las “fracturas sociales graves” que ha provocado la globalización como si hablara de tectónica de placas. Quién puede dudar que están cambiando la geografía. “Este escenario tiene dos rostros ─expone─: uno en forma de partido político (los nacidos de la derecha extrema y que él denomina el Nacional Populismo, ahora en todos los parlamentos europeos) y otro en forma de revueltas inconexas e interclasistas, pero sin un relato consistente: los Chalecos Amarillos , Chile, la Primavera árabe…”. Vivimos, asegura, en un “presente comprimido”. La idea es de Enzo Traverso (“el mejor historiador vivo”) y lo cuenta en Melancolía de la Izquierda ( Galaxia Gutenberg ) y asegura que lo hace mejor que Bauman con su Modernidad líquida. Del polaco prefiere Vidas desperdiciadas. La modernidad y sus parias (Paidós).
“A falta de un relato que vincule a las personas con el pasado y el futuro, a falta de aquello de “me matarán, pero mis ideas van a pervivir”, surgen estos estallidos que tienen un ciclo de subida y uno de bajada. Surgen de las clases medias que se han erosionado, pero no tienen un relato consistente. Parece que necesitemos un “terapeuta social”, le señalo, el advenimiento de alguien que articule una nueva narrativa. Y admite que, efectivamente, la respuesta vendrá de la Antropología y la Psicología, hasta hace poco consideradas las “hermanas pequeñas” de las Humanidades. Y la respuesta no anclará en la economía sino en cómo somos: las identidades son fundamentales, guían la política, en tiempos de incertidumbre más aún. Fukuyama acaba de formularlo así (Identidad, Ed. Deusto), Krastev (Europa después de Europa, PUV) lo mismo.
Hablamos del peligro de que se instalen las narrativas del miedo pero enseguida rechaza el éxito de la idea. “Te refieres a Las Democracias amuralladas, de Wendy Brown (Ed. Herder), cuando las élites dicen no os preocupéis, yo me ocupo, y saben que es falso. No pueden ni con los suyos; los Nacional Populismos hacen un buen diagnóstico, pero sólo pueden crecer y desarrollarse mientras estén en la oposición, ese es su ecosistema”. Está muy convencido, ahora destila la seguridad de un microbiólogo y la ultraderecha parece acotada a una placa de cultivo. “Cuando llegan al gobierno fracasan, no es su medio”. Es inevitable mencionar a Salvini, a Gordon Brown, a Trump… Pero a Romero no le tiembla ni una ceja en este punto, sabe de qué habla. “Una encuesta en Italia pedía un hombre fuerte ─añade risueño─ ¿si eso sería un caladero para la religión? No lo sé. Lo que yo me veo es el fin del sistema neo liberal globalista que iniciaron Thatcher y Reagan en los 80, y el capitalismo será más inclusivo”.
Cuesta creerlo, cuesta imaginar a los superricos renunciando a su frenesí acumulativo. “Pero el aguante de las clases medias está llegando a su límite y las élites querrán mejores políticas públicas ─confía─. Si el sistema no abre un poco la mano, no podrá ser. Cuando existía el comunismo, la economía de mercado debía demostrar que era más decente que la comunista. Con la caída del telón de acero esto dejó de funcionar y el capitalismo se hizo salvaje. ¿Qué vendrá después? Uno: puede que tengamos que acostumbrarnos al caos permanente (Manuel Castel, Ruptura. La crisis de la democracia liberal. Alianza). Dos: el capitalismo será más inclusivo. Tres: que el movimiento ecologista se instale de forma que cambie las formas productivas. ¡Viste ayer las miles de personas convocadas en Madrid por una niña!”.
Es ilusionante imaginarlo, pero la miopía del momento lo hace difícil a cualquiera que no sea geógrafo. Llegar a fin de mes parece una odisea para tantas familias que se hace impensable pedir que gasten más dinero en un envase que no sea de plástico. “Ahí lo has dicho: la clase media es la clave”. ¿Se ha adelgazado o sólo ha cambiado de forma? Romero insiste en que sólo es distinta, y que el relevo lo tomará ella. “Ahora sólo en forma de estallidos. A medio plazo: inscrito en la identidad sólida de un movimiento social. Y creo que 2019 marca el inicio de un ciclo nuevo. Me gusta enseñar la Historia por ciclos”. De nuevo parece más otra cosa, más geólogo que humanista de biblioteca: apela a un tiempo mental que nos supera, que describe los cambios por millones de años. “El ciclo político es de 48 meses, el económico de 15-20 años, ¡el ecológico es de 40 a 100!”
Los ciclos y las cronologías nos traen de nuevo el reloj a la cabeza: la mañana está avanzada y derrama una luz alta que ilumina las tazas olvidadas del café, con el poso frío en su base. “El ecologismo es el mayor disolvente del capitalismo, impugna la Globalización. En clase enseño a los alumnos el valor de una camiseta de 2 euros. No es de recibo que yo baje a la esquina y pueda comprar una piña traída de Costa Rica. La ecuación es crisis climática+consumo+juventud”.
Me despide en el marco de su puerta con la misma tibieza que tenía al empezar. Está muy acostumbrado a las entrevistas, por eso renuncia a que le pase el borrador y arquea las cejas para zanjar el trato. Culturplaza ha intentado captar al hombre pero no está claro si lo ha conseguido: se ha llevado una clase de Geografía Humana. ¿Es éste el hombre que buscábamos? No podemos responder a la pregunta porque Romero se muestra y se oculta detrás de su pasión por enseñar. Posiblemente no haya otro hombre posible en este devoto de la enseñanza que salió de una novela de Delibes para convertirse en docente y pensador.
“La hoja roja (Miguel Delibes, Austral) ─ ha añadido antes de acabar─, el libro que escribió cuando estaba retirado, era el título que faltaba añadir: la roja era la hoja que surgía cuando un librillo de papel le anunciaba al fumador que estaba a punto de extinguirse. Hacia ahí camino yo: he pasado ya mi hoja roja”.
Ganamos la calle y la mirada del profesor ya es un poco más la nuestra. El sol de diciembre es tibio e ilumina la ciudad sin herirla. Bajo esa luz tan conocida, el bullicio de las terrazas, los niños que avivan el parque, las abuelas que ocupan la acera en sus sillas de ruedas: todo pertenece a un mundo que se clausura. Romero ha hecho que un simple paseo por la ciudad, por el paisaje físico y humano tantas veces fatigado, sea otro para todos.