VALÈNCIA. Francis Bacon, el pintor británico, asumía que su punto de partida creativo era el accidente. Desde allí, el opresivo artista de la carne y el grito levantaba un universo, encontraba la veta por la que empezar a explorar. Nos lo cuenta Raquel Aguilar (Valencia, 1980), que ha desarrollado su último trabajo a partir de ahí, de la brecha, el accidente, y lo expone estos días en el Colegio Mayor Rector Peset hasta el 6 de enero.
Culturplaza baja con esta artista plástica y doctora en Bellas Artes a la Sala de la Muralla para descubrirlo. Con Ciutats de Sorra, Aguilar ha buscado el pretexto para hablar de la Ciudad Informal, el proyecto que su marido, catedrático de urbanismo, desarrollaba en los suburbios de Latinoamérica antes de fallecer inesperadamente.
Juan Luís Piñón operaba en Perú y Colombia e intentaba integrar barrios marginales sobre el eje de la especificidad: el mismo urbanismo de Amsterdam defendido en los ayuntamientos de Lima o Cartagena de Indias, huyendo del recurso al folclorismo hipócrita. “Nada de pantallas de hormigón para tapar las barriadas o de que ellos pidieran mantener su esencia ni su folklore: necesitaban un arquitecto igual que los ricos”. Aguilar lo explica y su voz arranca en susurros, entre pausas imperceptibles, como si estuviera siempre a punto de hacer una gran revelación. Es tan delgada que su esqueleto parece hecho de palillos, su timbre sólo puede ser tímido. Habla de la Ciudad Informal y las frases se le pueblan de tecnicismos, la vivienda en altura, la vía perimetral, los palafitos. Se le cuela el urbanista que vive en ella porque ha resucitado el corazón de su marido “que estaba en recomponer barrios marginales” y asumirlos con integración y planeamiento. “Las áreas marginales de la ciudad se multiplican sin otro denominador común que la uniformidad de la pobreza, la tipología de las esteras, los cartones, los plásticos, la huella de los lotes y la mirada huidiza de los colonizadores.…”(Juan Luís Piñón, La recomposición de la Ciudad Informal, 2001). El proyecto no ha sobrevivido a este arquitecto y cooperante, pero sí los textos y las fotografías de su trabajo de campo; ahora respiran otra vez en los cuadros de esta exposición y son un paisaje hermoso en su fragilidad, en la desnudez que transmiten, en el silencio rotundo que crean alrededor. Un mundo propio en el que nos introduce esta pintora.
El trabajo de esta artista de aspecto frágil pero ideas poderosas surge en plena tormenta personal. El resultado es prodigioso, permite a las emociones sedimentar, hechas materia, callar convertidas en arena, cartón o tela de arpillera. Materiales humildes, como el paisaje que homenajean. “El legado de la persona con la que había compartido todo lo anterior cobraba vida, me acompañaba y daba fuerza”. El tema, aparte de remover sus cimientos, le daría las claves pictóricas: “la aridez del desierto de Lima me sugirió la arena y la geometría de las viviendas: el collage, donde pude meter madera, cartón y tela”. El cuadro de la portada de su exposición tiene un urinario en el centro que es como un imán para los ojos, desprende una energía oscura, misteriosa. Lo creó con cartón ordinario y luego lo añadió a la tabla. “A partir de una foto que tenía mucha fuerza formal”. Tiene en sus manos una metáfora poderosa, pero no la explicita ni la explota más allá de lo que da de sí la imagen.
Para una artista como Aguilar, acostumbrada hasta entonces a pintar motivos tradicionales, paisaje, niños (sus niños) al óleo y al pastel, este reto era un salto al vacío. Lo necesitaba. “Si no pinto, si sólo estoy en la crianza, me apago”. Piñón había desaparecido a los pocos meses de nacer su cuarto hijo y durante casi una década la maternidad lo impregnaría todo. “Hay gente más hedonista que tiene claro que se va a dedicar más a sí mismo, yo necesito compartir todo lo que pueda con ellos”. Ha pintado “a golpes, con una vida caótica, priorizando en el instante”. Se convertiría, como ella misma se describe en un relato de autoficción (porque también escribe), en un ama de casa poco convencional: “el orden era importante, la limpieza menos y las comidas, inexcusables, porque a los hijos, como es natural, cada cierta hora les entraba hambre”. En sus lienzos, los pequeños cruzan fantasmales y rápidos, sin rostro, son lo perdido y lo que habrá de llegar. Lo llenan todo de vida, de sombras, de movimiento incesante. Los pinos de Godella, donde vive y trabaja, también han sido durante años el centro de su imaginario, “quería dar respuesta a mi entorno”. Y han sido expuestos en varias exposiciones colectivas, la última de ellas en Espai Propi, la esperada muestra anual en la que el centro de arte Villa Eugenia aglutina a los muchos pintores que se asientan en la localidad. Godella fue la sede de Pinazo (y acoge su Casa Museo), pero hoy en día también de Andreu Alfaro, Artur Heras o MacDiego.
Para Ciutats de Sorra, sin embargo, tuvo que cambiar los lienzos por tablas, el óleo por el acrílico, ensuciarse de arena y de polvo de mármol “y traducir las sensaciones paisajísticas a las técnicas de la pintura matérica”. Inicialmente reservó la sala para su exposición y abordó el proyecto desde la periferia del miedo, “sin mirar de frente, por los márgenes, tenía un año y medio por delante y confiaba en mí, pero no quería saber”. La sala del Colegio Mayor Rector Peset acepta proyectos que sumen algo más a la pintura, una dimensión social, y éste sin duda colmaba la exigencia. No obstante, al cabo del tiempo, el proceso cobraría rumbo propio y ella dejaría de ser dueña del mismo. Ahora trabaja en el catálogo y en un vídeo sobre el proceso creativo y se siente un poco intrusa porque ya ve la obra con distancia “dejas de pintar un mes y ya no estás en la historia”. Se ha desprendido del proyecto, como si ahora fuera ella la ausente y los textos de Juan Luís los que hablaran desde un presente pleno, a pie de cuadro, en un proceso fantasmal en que él parece escrutarlos ahora y dar su opinión espontánea. “Los mismos gestos, los mismos paisajes, las mismas pistas, los mismos tendidos, las mismas ausencias. El triunfo de la precariedad, de lo mal hecho, de la improvisación. Las tierras yermas profanadas por la necesidad de una nueva raza de supervivientes que se han visto desplazados de su medio natural sin apenas conciencia del proceso del que forman parte”.
Ella niega que las citas funcionen como una explicación de los cuadros porque huye de las propuestas estéticas que requieren ser explicadas, “un cuadro no engaña, lo que no puedas decir con la forma, no lo digas”. Pero las palabras de Piñón tienen su lugar propio y se hacen tan protagonistas como el propio impulso de Aguilar cuando lanzaba pintura a lo Jackson Pollock o retorcía una tela sobre la tabla al estilo de su admirado Millares, que “rasca el lienzo, dobla la tela, le hace un nudo, rojos y negros: sus telas tienen mucho dramatismo”.
“Familias, aldeas, pueblos enteros en movimiento, sin ilusión, flotando como autómatas sobre el magma de la precariedad, humillados en un presente sin futuro”. Ya tenía el tema, “un pretexto para trabajar”. Y sabía que “había una convergencia, dos mundos que podían conectarse, pero luego iba al estudio y ahí me la jugaba”. La técnica ─explica con sus ojos claros, siempre asombrados─, “pasó de ser un medio a ser un fin: la arena se presenta cada vez más desnuda, sin pigmento, sólo con el látex que la fija a la tabla”.
En el proceso de trabajo está la verdad de la pintura, insiste, y explica que también dibujó mucho: “con carbón, con pastel, que me encanta, pero esos dibujos sólo me aproximaban a la forma y al color, no a la materia”. Esas idas y venidas desde lo abstracto a lo figurativo, desde el color a la textura, se pueden rastrear en los cuadros de su exposición y son un atractivo para el visitante. Pero su vuelo, como el de un insecto obcecado con una bombilla, tenía que ir a morir a la materia.
No es extraño que Tàpies sea una referencia para ella. “Me gustan mucho los españoles, del grupo de Cuenca. Tàpies consigue unas superficies y unas texturas con tan pocos trazos: todo adquiere sentido, esa coherencia de las partes, esa poética de lo esencial” ¿Como un haiku? “No tanto, porque no es minimal, lleva mucha carga matérica”. Los textos del pintor catalán (L´experiència de l´art. Edicions 62) le han servido “porque no son escritos de crítico ni de historiador: son de pintor. Hablan de lo que cuesta conseguir una voz propia. De que se aprende a ser bueno pintando. Pintando mucho. Y del proceso de trabajo. Del recogimiento” El maestro del informalismo recomendaba también leer mucho “porque te da altura espiritual para enfocar el trabajo”
Las lecturas de cabecera de Raquel Aguilar se resumen enseguida, porque es reincidiente y las visita hasta cuatro y cinco veces: Madame Bovary (Gustave Flaubert), La plaça del diamant (Mercé Rodoreda), El Retrato de Dorian Gray (Oscar Wilde) y Cien años de soledad (García Márquez) son algunos títulos. Poesía catalana como la que rescata Raimon u Ovidi Montllor y autores como Vicent Andrés Estellés. Con su tesis doctoral, textos de estética y La crítica del juicio (Kant, Ed. Austral). Alrededor de la pintura: Clement Greenberg (La pintura moderna y otros ensayos, Ed. Siruela), Tàpies y Francis Bacon (Entrevista con Francis Bacon. David Silvester. Debolsillo).
Su tesis acerca de Giorgio Morandi debió de ser una prueba extenuante: diez años a vueltas con sus obsesivas series de bodegones pobladas por una botella y un vaso en la misma gama cromática. “Su última etapa fue expuesta en el Ivam en el 98 y me impactó”. El trabajo del italiano le confirmó que “la relación figura-fondo es la esencia de la pintura”. Le fascinó el juego compositivo, donde “de pequeños cambios surgen universos nuevos”. En su blog defiende que “su obra es una aguerrida defensa de los valores de lo pictórico y una lección sobre su inagotable riqueza”. Viajó a Bolonia, visitó su habitación-estudio, encontró “cada esquina llena de botellas y cajas llenas de polvo”. Y una mesa en la que Morandi dibujaba el perímetro de cada objeto. “Y me puse, de forma obsesiva, a hacer una genealogía de la historia compositiva de cada motivo ─se ríe─, los esquematicé desde arriba, en planta”.
Lee, escribe, se cultiva, se deja arrollar por las sucesivas exigencias de la maternidad, pero confiesa que es “muy de estar en la calle, nada sofisticada, no hablo como un erudito: mi esencia está ahí, cuando me meto en el estudio”. Admite que le encanta el bricolaje, crea muebles y se llevó todas sus herramientas al estudio. En las fotos del proceso se la ve sucia de polvo y pigmentos, enfundada en sus chanclas ruinosas y con las manos inutilizadas para hacer un bocadillo a sus niños. Es fácil imaginar su embeleso. Hay una mística en el trabajo manual, el que emplea el cuerpo, o más bien reboza el cuerpo, y que los clásicos como Aristóteles repudiaban a favor de las artes “altas”: la gramática, filosofía y dialéctica. No fue hasta el Renacimiento que estos artistas “menores” ganarían el respeto que merecen.
Y admite que no ha dejado de sentirse en la cuerda floja durante todo el proyecto. A diferencia de su admirado Manuel Valdés, “al que le gusta ir sobre seguro”, ella no pinta desde la certidumbre. Pertenece a la nómina de artistas que “trabaja sobre el accidente y eso da la frescura, el accidente es el pretexto”. Pinta al borde de un precipicio, con el suelo oscilando a sus pies, y esto no sólo es una metáfora: sitúa la tabla en el suelo y trabaja en horizontal. Desde ahí la aborda, la sacude, la cubre de arena, la araña. La devora y se deja devorar, como el juego de los amantes. Luego la salva o la descarta.
En el estudio se han quedado la gran mayoría de las tablas, las tentativas iniciales, los trabajos frustrados o incluso abortados antes de comenzar. “Un cuadro te da una pista para seguir, ¿no? Lo tiras”. Estaba “abierta a hallazgos pero también a la más absoluta desolación, lo que me ha llevado a veces a estirar del hilo, a abandonar caminos o a insistir sobre los mismos persiguiendo imágenes a través de la repetición”. Hallazgos “fruto de la experimentación o de saber esperar con paciencia la aparición de una imagen”.
Confiesa que acudía al estudio con desazón, medio disociada, “por un lado mi parte obrera, por otro una espectadora, ¿qué va a pasar hoy? Y como los cuadros necesitaban secarse, hacía varios a la vez”. Los atendía como a sus niños, “¿qué necesita hoy éste, un poco más de color?”. Sin contar las horas de no hacer, de mirar, y mirar y mirar (como una mira a sus hijos).
En la inauguración de la exposición el pasado 27 de noviembre, sus últimas palabras las dedicó a sus hijos y a “todas las madres”. Agradecía a los pequeños “sus comentarios sinceros, tan demoledores como apasionados, y los cientos de veces que me han interrumpido y me han devuelto la mirada hacia ellos”. Ser madre y ser artista es una ecuación difícil, se mueve continuamente entre una orilla creativa y otra. En los meses febriles de trabajo, antes de inaugurar, “me ponía mi ropa de pintar, mis chanclas de pintar, y los niños asalvajados, ¡no sé ni cómo nos hemos alimentado! ─bromea─ Un absoluto fluir, yo sólo sabía que me levantaba y me tenía que ir al estudio”. Los invitó a la lectura de su tesis (aunque el pequeño sólo tenía cuatro años), los implica en todo “porque quiero que me vean contenta y que crezcan bien acompañados, saber quiénes son y que ellos sepan quién soy yo”. Han recogido juntos arena y cartones, entran y salen del estudio pero “hay un momento en que estoy concentrada, ese momento artista, y ellos entonces: desaparecen”.
Callamos un instante y sus cuadros hablan por ella. La muralla árabe cruza la sala, se yergue como un vigilante mudo y el silencio de la piedra caliza recoge al visitante después de que la belleza de los cuadros le haya robado la mirada. Es una nota grave, la base rítmica de todo el conjunto, la incontestable presencia de la masa. Raquel Aguilar ha logrado su propósito, ha creado algo que habla por sí mismo, que tensa el espíritu desde la materia. Para ello ha tenido que retorcerla, esparcirla, magrearla, dar un paso atrás, despreciarla, amarla.
“Si en palabras del mismo Juan Luís Piñón, no había nada más complejo que dar una definición de ciudad, a pesar de haber dedicado la vida a su estudio, espero que pueda encontrar a través de estas pinturas una aproximación más, entre otras muchas, absolutamente personal, que sume a su conocimiento y, sobre todo, a su visibilidad”.
Nos despedimos sobrecogidos por la energía que concentra la sala y convencidos de que, con su trabajo, Raquel Aguilar ha mudado la piel. Una muda de piel que la artista no renuncia a enseñar en una modesta vitrina sobre una peana: un sifón ahogado en arcilla, un barreño tiznado, una pequeña duna de arena y un trozo de plástico. “Nadie me ha preguntado qué es ─se ríe ─, pero esto es un trozo de mis chanclas”. Y no puede resistirse a mostrar una foto de su móvil con orgullo de ex combatiente: sus pies, teñidos y macerados de pintura, asoman en esas chanclas rotas. Echados a perder por un día de trabajo.
La Mesa Redonda “Mirades sobre la ciutat informal. Des de l´art a l´urbanisme. In memoriam Juan Luís Piñón Pallarés” tendrá lugar el próximo 9 de enero a las 19 h en el Colegio Mayor Doctor Peset.