VALÈNCIA. Rodrigo Cuevas (Oviedo, 1985) imagina el folclore como un continuum que atraviesa todos los pueblos y traspasa todas las fronteras geográficas. Como una línea invisible que da la vuelta al mundo. Con esta idea en mente, bautizó a su último espectáculo musico-teatral con el nombre de Trópico de Covadonga.
La última vez que el artista asturiano actuó en València fue en La Fábrica de Hielo, dentro de la programación del festival Cabanyal Íntim. Ahora regresa a una sala considerablemente más grande (La Rambleta) y con todas las localidades agotadas. Vuelve, además, con una propuesta notablemente distinta.
En esencia, el objetivo de Rodrigo Cuevas no se ha movido ni un ápice: reivindicar la sabiduría popular, la lengua autóctona y la riqueza de las canciones y las danzas tradicionales de su tierra. El sentido del humor y la estética queer siguen siendo ingredientes básicos de su puesta en escena. Pero el envoltorio musical con el que defiende todo ello es mucho más potente. El LP Manual de Cortejo (Aris Música, 2020), compuesto junto al productor catalán Raül Refree, ha supuesto un importante salto cualitativo en su trayectoria. El agro glam, el neo-cabaret y el “petardeo” -como él mismo lo llama- ha virado hacia una propuesta con más enjundia, en la que las muñeiras, el xiringüelo y las canciones de cesteiros se empastan con naturalidad con un universo sonoro ultracontemporáneo de paisajes electrónicos y grabaciones de campo. El resultado es un disco misterioso, emocionante y muy rico en texturas, que alterna versos y recitativos.
“Este nuevo espectáculo es más serio en líneas generales, aunque sigue habiendo bastante humor. Sigo equivocándome y despistándome en muchas cosas (¡a la gente le encanta ver los errores de los demás!). Tiene también un punto delirante, pero con una carga más profunda, tanto por la parte del folclore como de reivindicación de la memoria. En el centro de la escenografía hay una pantalla con fotos antiguas se conseguí en la fototeca de un museo asturiano y que me sirve para ilustrar las historias de esos pequeños referentes locales de los que hablo en el disco”.
De modo similar a cómo Pep Botifarra se ha pasado años recorriendo pueblos en busca de canciones e historias de la tradición oral valenciana para registrarlas de nuevo con su voz a modo de dique contra el olvido, el disco de Rodrigo Cuevas también ha requerido un intenso proceso de documentación previo. Su propuesta etnográfica-musical le llevó a bucear en archivos históricos y a entrevistar a muchos lugareños. Así descubrió a un personaje clave para Manual de Cortejo, La Tabarica. Es una especie de cronista popular de Cimavilla (Xixón), cuya historia, al ser contada, narra la historia de Cimavilla a lo largo de todo el S. XX y la universaliza. “Casi se puede leer la historia de Europa Occidental a través de los testimonios de La Tarabica. Tomando su ejemplo, en este disco hago una radiografía sonora de lo que para mí es Asturias, Galicia o cada uno de los lugares cuya música tradicional me conmueve”, explica Cuevas.
“Un día encontré en internet unos audios de La Tabarica por casualidad. No la conocía. En esos audios contaba la historia de Rambal [el transformista gijonés Alberto Alonso Blanco, asesinado en 1976, a quien Rodrigo dedica el penúltimo corte del disco]. Me enteré de que en el Museo de Asturias había muchas más grabaciones de ella. Fui y escuché muchas horas. Me di cuenta de que era un material demasiado bueno para dejarlo pasar”.
“Decidí centrar el disco en el mundo de las rondas de cortejo, que alcanzaron un nivel de excelencia absoluto en esa época en la que había mucho deseo, pero el sexo era un tabú. Expresan muy bien esa excitación posadolescente del que quiere follar pero no puede. Y, como no puede expresarlo directamente, lo hace disparando la poética y la creatividad. Y no ocurría solo en los pueblos y las villas, sino también en las ciudades. Era mucho más divertido que el flirteo en Tinder de hoy en día, desde luego (ríe)”.
“Hay mucha sabiduría en las canciones tradicionales -continua-. Ahí están los valores de la época; la lengua; la toponimia; los oficios… todo está ahí. Mucha gente que no sabía leer ni escribir encontraba en los versos de las canciones una forma más fácil de memorizar los hechos y pasarlos de generación en generación. Desde luego, no todos los valores que se reflejan en esas canciones tiene sentido adaptarlas hoy en día. Por ejemplo, a mí me encantan los romances, pero además de que son textos muy antiguos y largos, hay ideas en ellos, como la típica historia de la mujer adúltera a la que muelen a palos que no me interesan como mensaje moral, sino que solo me interesan para contextualizarlas y porque veo otras cosas”.
Rodrigo Cuevas es todo lo afable, natural y risueño que imaginamos al verlo sobre el escenario. Culto, divertido y nada pretencioso. Nuestra conversación telefónica tiene un runrún de fondo de cencerros y gallinas. De vez en cuando, interrumpe la charla para saludar a un vecino. “¿Volver yo a la vida en la ciudad? No, me muero. Qué aburrimiento. Yo encontré en el mundo rural la vida que quería”, afirma. Cuevas se formó académicamente como músico en Oviedo y Barcelona, vivió en Galicia ocho años y se trasladó finalmente a una aldeína asturiana de quince habitantes. “Mi vida aquí es bucólica. Vivo en el paraíso. Hoy me he levantado y me he ido a pasear por el monte con una vecina. Hemos ido a ver a Oceanía, una señora maravillosa que nos ha enseñado poesías antiguas. Después he cogido a las burras, que las tengo aquí detrás pasteando…”. ¿Qué percepción tienen de él en el pueblo? ¿Ven a su joven vecino como un guardián de las esencias asturianas, o un entrañable raro? “Pues imagino que un poco las dos cosas, pero la gente aquí me quiere muchísimo. Puede que no acaben de entender lo que hago del todo, pero saben que tiro para la tierra”.
Cuevas invitó a Raül Refree a un concierto en Barcelona de su anterior gira, “El mundo por montera”. Temía que no le gustase y rechazase su propuesta de trabajar con él, pero no fue así. “Cuando fui a su estudio yo llevaba una maqueta con las canciones que quería grabar. Algunas más desarrolladas y otras menos. Pero, como él no conocía la música tradicional del norte de España, decidimos hacer un viaje por pueblos para que conociese de primera mano el canto tradicional. A la vuelta de ese viaje nos dimos cuenta de que había que basar el disco en las voces y la percusión. Desnudamos toda la maqueta y la dejamos solo con ritmos y melodías vocales. El resto lo construimos desde cero, mano a mano y delante del ordenador. Es un disco que hemos hecho muy a medias. Su aportación no ha sido solo un productor, por quise que su nombre saliese en la portada”.
“Me han dicho cosas muy bonitas sobre este disco. Pero a mí lo que más ilusión me hace es pensar que cuando acaba uno de mis conciertos, habrá algunas personas que salgan sabiéndose de memoria una canción como “Cesteiros”. Por eso siempre acabo el repertorio con ella, y la repito varias veces”.
En Manual de cortejo, el castellano y el asturiano se cruzan constantemente. Es de sobra conocida la faceta de Cuevas como reivindicador de la lengua autóctona, cuya cooficialidad siempre parece estar cerca, pero nunca acaba de llegar. “A diferencia del País Vasco o Cataluña, en Asturias nunca ha habido una burguesía que hable en lengua autóctona. Aquí el asturiano se ha entendido siempre como algo de pobres y aldeanos. Por eso casi toda la música tradicional asturiana se canta en castellano, aunque con muchos asturianismos, restos propios de la gente que habla en un idioma, y canta en otro”, explica.
Preguntamos al artista ovetense por su opinión sobre el creciente número de proyectos culturales jóvenes y de reivindicación localista que vemos Galicia -con una escena musical y audiovisual muy potente y con personalidad propia-, en Andalucía -con grupos como Califato ¾, por citar uno solo-, en la Comunitat Valenciana -donde el valenciano ya no solo es el vehículo para grupos que mezclan ska y rap, sino abierta a todo tipo de géneros musicales y a otros conceptos de modernidad-. Una especie de levantamiento de las periferias contra el centralismo en la que también podríamos encuadrar la novela Panza de Burro de la joven escritora canaria Andrea Abreu. “Se está generando mucho contenido y de muy alta calidad en lenguas propias -reconoce Cuevas-. Se está creando una riqueza maravillosa. Ojalá que todo eso prenda y que no sea una moda pasajera, porque en mi opinión, esto es solo el principio”.