LA CANTINA | ANÁLISIS

Rovellet y el dragón pueden ser buenos amigos

26/03/2021 - 

El primer día que entré en el trinquete Pelayo me quedé con la boca abierta. Hace ya casi treinta años, pero jamás olvidaré el momento en el que asomé la nariz y topé con aquel inmenso cañón blanco. Arturo Tuzón, que era el 'trinqueter', el gerente de esta instalación centenaria, me llevó casi de la mano a la galería del dau y me dejó ahí sentado viendo a dos tríos acribillándose a pelotazos. De repente, vi venir aquella esfera de cuero volando hacia mí a una velocidad tremenda, me aparté en el último momento y escuché la 'pedrà' a mi espalda. Me libré por los pelos. Luego miré a la derecha y encontré en el palco a un hombrecillo de pelo cano, ya mayor -yo era un veinteañero-, tomando notas en una libretilla. Era Llorenç Millo y creo que fue la primera leyenda, de las letras, pero leyenda, que conocí allí dentro.

Durante los siguiente años iba por allí casi todos los meses. A veces subía al corredor y otras, cuando la partida no era nada del otro mundo, simplemente me quedaba en la barra del bar mirando de reojo el marcador mientras Fredi, Vicente Alcina, Genovés o Pedro me contaban una historia mucho más sugerente.

Luego dejé de escribir de pilota y ya empecé a ir solo tres o cuatro veces al año. Fueron los años en los que José Luis López remodeló y modernizó el trinquete. Cuando me enteré de lo que le costó la broma, entendí la indignación de Arturo Tuzón cuando leía mis crónicas en las que, años atrás, reflejaba que era un trinquete viejo, que olía a orín de gato y donde las mujeres no podían ni ir al baño. Para mí era muy fácil convertir la catedral en una instalación moderna, pero para eso hacía falta un dinero que los Tuzón ni tenían ni estaban dispuestos a gastarse.

El día que vi la noticia de los arcos chinos a la entrada de la calle, volví a quedarme con la boca abierta. Luego me llegó el enfado de la gente de la pilota, furiosa por el agravio, por el desprecio hacia el deporte vernáculo que se practica en nuestra tierra desde hace siglos. Entonces, salmón a contracorriente, le escribí a algunos de los buenos amigos que he hecho en este deporte y les puse lo que pensaba: "¿Por qué no sois capaces de ver un aliado donde veis un enemigo?".

Porque a Pelayo llevo casi treinta años yendo a ver partidas de pilota, pero también iba antes a beberme una jarra de cerveza con unas bravas en Los Tanques. Y buscaba en París-Valencia ese libro que no encontraba en ninguna parte. O entraba a curiosear entre los vinilos de Acetato.

Hace dos o tres años descubrí que Olga Cano, una periodista valenciana, tenía una cuenta de Instagram que se llamaba @chinatownvalencia. Y ahí subía fotos y comentarios sobre los bares y restaurantes asiáticos del barrio de Pelayo. Gracias a Olga abrí mi mente y empecé a conocer que había una apetitosa oferta gastronómica más allá del bar Frenazo. Sitios muy económicos donde se comía muy bien. Y desde entonces, cuando el mes se daba mal y costaba llegar hasta la siguiente nómina, los sábados, en lugar de comer en algún sitio más caro, mi mujer y yo nos íbamos a Pelayo a conocer el Wei Wei, el Tian Tian, Casa Ou o Casa Tafu, donde podías comer bento y beber sidra sin alcohol por seis euros.

A mi chica le dio después por aprender a bailar claqué, así que un día fuimos a Menkes, una tienda especializada en productos relacionados con el baile desde 1950, a comprar un par de zapatos. Al salir, me llamó la curiosidad el ultramarinos que hay al lado, en Convento Jerusalén, así que entré y me llevé dos o tres caprichos.

Cuento todo esto para plasmar que dos mundos distintos pueden convivir en armonía. Los nuevos restaurantes asiáticos y los clásicos negocios del barrio, como Sellos Alepuz, otro histórico. Y que la pilota, que tiene el defecto de sentirse una especie de unicornio por su antigüedad y por ser un deporte exclusivo de nuestra tierra, y que solo por eso deberían lloverles los euros, tendría que ser capaz de hacerse una pregunta: ¿Por qué los restaurantes están llenos y el trinquete vacío?

Yo me he cruzado ciudades de punta a punta para ver y hacerme la foto en algún lugar singular. Y por ese mismo impulso, los turistas irán a comer a nuestro Chinatown si hay unos arcos al principio de sus calles, aunque a algunos les parezca una estupidez (y probablemente lo sea). Pero si tu negocio, sea un trinquete o una tienda de cómics, no tiene público y los restaurantes de alrededor están llenos de gente, tu tarea se simplifica: tienes que conseguir que, al acabar de comer, entren a ver ese juego ancestral y maravilloso que es la 'escala i corda'.

Y si encima la Fundación que preside mi amigo Pepe Cataluña está despierta y tiene la habilidad de aprovechar esa fuerza centrífuga para convertir Pelayo en una calle que honra la pilota, se demuestra que el dragón y Rovellet, en vez de enemigos, pueden ser buenos amigos.

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