VALÈNCIA. El arte de cada época, o parte de ese arte, siempre se ha puesto en cuestión ya sea por cuestiones morales o por el empleo de un estilo inapropiado para los cánones imperantes. No debemos autocensurarnos a la hora de opinar sobre la deriva del arte de nuestro momento histórico, aunque esto sea cuestionar un modelo que tiene un amparo institucional incuestionable y aparentemente indestructible. Parece que tengamos necesariamente que aceptar, como verdad intangible, con aquello que firma Jeff Koons, por el hecho “relevante” de que su obra se exponga en templos del arte actual como el Guggenheim de Bilbao o en otros grandes museos del mundo, o porque grandes coleccionistas, a priori excelentemente asesorados, paguen enormes sumas de dinero por una de sus piezas.
Parece que tengamos que aceptar como un axioma que es algo aceptable intelectualmente hablando que una obra de Andy Warhol, a pesar de la enorme cantidad de su producción, de ser una obra “cuasiseriada”, los medios y el tiempo empleado por el artista para su realización llegue a tener un precio en el mercado treinta, cuarenta veces superior al de un maravilloso Bernardino Luini (1480/82 - 1532), el mejor discípulo de Leonardo da Vinci, vendido esta semana en Francia y considerado por el estado galo como “monumento nacional” para evitar que salga del país. Observo como en los últimos meses se sucede la publicación de ensayos que cargan contra el arte contemporáneo, o para ser justos, contra la deriva de parte de éste. Ensayos que nos hacen reflexionar, que nos animan a no dar todo por sentado y a, como decimos los valencianos, no pegar la cabotá ante todo lo que se nos presenta como arte o como buen arte. Traigo tres de estos libros que giran en torno a varias cuestiones en torno a las que giran: el definitivo alejamiento de la belleza en unos tiempos que es más necesaria que nunca, la impostura de artistas marchantes e instituciones, y su relación de dependencia con el capitalismo y el mundo de las finanzas. Libros que quieren sacudir conciencias y cuestionar buena parte de lo que se nos presenta como indiscutible. Un arte, más que aceptado, bendecido, protegido y financiado por grandes empresarios sus corporaciones, las grandes instituciones públicas y privadas y por ferias internacionales.
Si quienes está leyendo este artículo se cuestiona los límites del arte, la relación de este con el modelo capitalista actual, el papel de las fundaciones de arte contemporáneo, si se echa las manos a la cabeza cuando observa los precios del mercado del arte contemporáneo, o si sale de las ferias desconcertado, e incluso irritado con buena parte de lo ahí expuesto. Si alguno de ustedes piensa que esto algún día se vendrá abajo, tranquilo, no está solo: estos autores le reforzarán en la idea de que están en lo cierto y de que la del arte contemporáneo, es la historia de una gran impostura.
El primero de los libros está escrito por Annie Le Brun (Rennes 1942) y su título Lo que no tiene precio (Ed. Cabaret Voltaire). Estamos ante una obra pesimista, e incluso con tintes de apocalíptica, porque parte de la premisa de que el arte no es algo de lo que la sociedad pueda sustraerse, por lo tanto la idea que se tenga del mismo, acaba afectando a la libertad del individuo en tanto que configura una idea estética del mundo. Le Brun entiende en su “manifiesto” que el arte contemporáneo amparado por algunos de los hombres y mujeres más poderosos económicamente, han declarado la guerra “a la libertad y a la belleza del mundo”. La veterana y prestigiosa autora francesa que conoció a Bretón y participó en el Mayo del 68 parisino, se espanta ante el afeamiento que expande el arte contemporáneo y en su poder para crear una desensibilización sin precedentes. Se apoya en lo que en su día decía ya en el siglo XIX William Morris en cuanto a que “la fealdad no es neutra ya que ataca la sensibilidad del hombre”.
Le Brun habla de que el arte contemporáneo ha declarado una guerra abierta a la belleza en el mundo a través de la complicidad de artistas con sus comanditarios capitalistas y en armonía perfecta con el actual sistema económico. Todos ellos según Le Brun han decidido acabar con la poesía para crear lo que denomina como una “belleza de aeropuertos”.
Si el libro de Le Brun tiene una retórica poética no exenta de reivindicación, Teoría de la retaguardia, cómo sobrevivir al arte contemporáneo (y a casi todo lo demás) el libro escrito por Ivan de la Nuez y publicado por Consonni, lo hace desde un ángulo menos dramático, aunque más directo en la forma y empleando un tono de fondo irónico y perplejo. De la Nuez expone gráficamente las razones por las que el arte contemporáneo “ha de sellar cuanto antes su acta de disolución y entregar las armas”, tildando de franquicia al arte contemporáneo e indicándonos que efectivamente el emperador va completamente desnudo.
El autor cubano afincado en España pretende poner al arte actual ante el espejo para que reconozca sus contradicciones. De la nuez vaticina que “hasta el más acrobático de los comisarios artísticos tendrá muy complicado sostener el equilibrio a base de poner el pie izquierdo en la revuelta social y el derecho en las petrocolecciones”. De la Nuez se lamenta que ni los marchantes más reputados hasta los artistas, a priori, más comprometidos no reconozcan que el arte hoy en día va de la mano de la globalización económica.
El arte contemporáneo se mueve, según el autor, como una suerte de equilibrista que camina sobre la cuerda floja puesto que todo el parapeto y puesta en escena se proyecta en una flagrante contradicción difícilmente explicable: su supervivencia económica depende de que todo siga igual (el capitalismo tal como se concibe en la actualidad), y sin embargo el mensaje de muchas de las obras y la “filosofía” que trasluce es el de cambio de paradigma. Qué absurdo todo, ¿no? Como dice de la Nuez con esa sorna que recorre todo el libro “Ese alegre bamboleo entre el mundo del compromiso político y el mundo de las finanzas, entre la gratificación socialista y la gratificación capitalista”.
El tercero de los libros Vindicación del arte en la era del artificio (Ed. Atalanta) es de 2017, está escrito por J.F. Martel. El autor canadiense defiende que vivimos en una época bombardeada por la artificiosidad en el seno de una “sociedad del espectáculo”. Martel vuelve al tema de la belleza y afirma algo que nos invita a la reflexión: “la belleza sin profundidad simbólica resulta en simple ornamento; y el símbolo sin belleza lleva al psicoanálisis. Sólo cuando se dan los dos juntos se puede hablar de arte”.
Dice Martel que “El verdadero arte nos conmueve, el artificio trata de movernos”. Llegados a este punto, no sé si tenemos claro en qué consiste el arte, pero desde luego sabemos qué quiere decir con artificio y basta con mirar alrededor: estamos rodeados.
Una belleza sobrecogedora, sublime, la que va más allá de la ordinaria y que nos arrebata, aquella que tras experimentarla hace que veamos el mundo de forma distinta, escasea y, como consecuencia, Martel alerta de que el artificio está en todos los espacios tanto privados como públicos para generar un escenario del todo artificial para que las emociones y los deseos respondan a lo que el mercado y la política quieren de nosotros, produciendo en consecuencia una “colonización” de nuestras vidas (lo que de alguna forma enlazaría con lo que nos dice Le Brun). Martel concluye que sólo el verdadero arte y su singularidad puede sacarnos de ese hechizo de forma duradera, de esa seductora dispersión (acentuada por los dispositivos digitales, la televisión) para ponernos en contacto con nosotros mismos.
El arte nunca va a desaparecer y dicho esto no hace falta explicar que el arte contemporáneo tampoco lo va a hacer (siempre existirá un arte de la contemporaneidad), pero tengo la sensación de que, a pesar del “empantanamiento del presente” en palabras de Fernando Castro, este arte contemporáneo, de alguna forma “dirigido” y tal como se ha concebido en las últimas décadas, excesivamente supeditado al capital al concepto, a la idea, al ready-made dunchampiano u objeto encontrado, está llegando a un agotamiento y poco a poco a su fin.
Cuestionarse muchas de las cosas que suceden en el arte contemporáneo no significa vivir constreñidos por los postulados de la figuración, del lienzo como único soporte admisible en el caso de la pintura o de relacionar el buen arte con el que requiere mayor destreza, esfuerzo y laboriosidad, y juzgar como impostura el que no se realiza bajo estos postulados irrenunciables. Quienes cuestionamos todos los días lo que vemos, e incluso lo que sufrimos, también recomendamos buena parte de lo que los artistas hacen en la actualidad.
Acabaré con una recomendación para finalizar en tono mayor. En la galería Paz y Comedias, Enrico Della Torre (Varese, 1988) es un buen ejemplo de un artista joven e interesante, alejado de cualquier atisbo de figuración. Un pintor de sensaciones, de espacios que acaba creando uno mismo (a quien contempla, me refiero) con el material pictórico de paleta limitadísima (grises, negros, blancos…) dejado por el artista en el lienzo o papel, y que no tiene porqué coincidir con lo expresado por él. Hay, por ello, misterio, incertidumbre y una sensación de que es el espectador el que acaba la obra, y en consecuencia no siempre de la misma forma. Son obras subjetivas no tanto respecto del artista como del visitante. Hay otro arte contemporáneo. No es un arte fácil, admite la crítica, claro, pero es un arte que nos invita a cierto optimismo.
La artista, que actualmente forma parte de una exposición colectiva en el IVAM, ha sido la ganadora del Beca Velázquez 2024/2025