Burbn era una app para hacer check-in en bares, subir una foto y que tus colegas se acercaran a tomar la última (ahora que sabían por dónde habías salido). De la idea original solo quedó lo de subir la foto. Con una interfaz limpia y sencilla, el código pasó a llamarse Instagram. Pero fue Burbn la idea que levantó la financiación para que la red social se lanzara con unos pocos cientos miles de dólares y dos veinteañeros como únicos empleados. Si con un origen tan humilde una app había salido tan bien, ¿qué podía salir mal con 1.750 millones de dólares y Hollywood involucrado en la promoción de tu invento? Unas cuantas cosas y, dada la influencia de apps y plataformas en la cultura, merece la pena analizar el caso.
Las streaming wars han estrenado su lista de obituarios con Quibi. Esta plataforma exclusiva de video bajo demanda se creó para ofrecer clips de 10 a 15 minutos, de alta calidad cinematográfica, para ver en móviles. Su enfoque tenía mucho que ver con los consumos de camino al centro de estudios o de trabajo. Estrenada a las puertas de una pandemia global, la restricción de movimientos influyó en limitar sus posibilidades. ¿Pero esa fue la única causa del deceso? No. Tenían claro su público natural: de 25 a 35 años. Quien la ideaba no eran precisamente dos milenials desconocidos, como sí lo eran Kevin Systrom y Mike Krieger (Instagram) en 2010. Eran dos popes de los negocios en California en edad de jubilarse. Levanten la primera ceja.
Jeffrey Katzenberg dirigió Disney Studios en los 80 y 90 y fundó DreamWorks (casi nada); Meg Whitman fue la todopoderosa CEO de eBay y dirigió Hewlett-Packard. El primero, a sus 69 años, domina las relaciones en Hollywood como pocos. La segunda, a sus 64, es la ejecutiva de referencia en Sillicon Valley, una especie de evangelizadora empresarial. Ambos aglutinan todos los contactos con la primera línea de Hollywood y todo el ensayo y error de la industria de smartphones desde que se ideara. En ambos casos, desde la cima de las gigantescas empresas por las que habían pasado. Eso y un mercado, el de los consumos culturales bajo demanda, que solo crece y crece. Sin embargo, el cierre envía un aviso a navegantes: no hay sitio para un número ilimitado de suscripciones al mes. Ni siquiera, en manos de un caballo ganador.
Quibi era una enmienda a la totalidad. Proponía un cambio de formato, casi de industria. Katzenberg empezó a agitar su plan de negocio en 2017: una plataforma de contenidos exclusivos, escritos, dirigidos e interpretados por estrellas, pero con episodios cortos. Si se pregunta qué series produjeron, se está haciendo la pregunta correcta. Les responderé con el número de capítulos que estuvieron en alguna fase de producción antes de su lanzamiento y hasta su cierre: 8.500. El impacto en la industria no ha sido menor, aunque han cerrado hundiendo a inversores, pero pagando facturas. Pero volvamos a la pregunta clave: ¿qué series estaban produciendo? No era lo más importante de su negocio.
La respuesta debería arrojar luz sobre las mentes advenedizas de este negocio. Cuando la tecnología y el formato son lo que se impone al contenido, el interés del público salta por la ventana. Decenas de trabajadores altamente cualificados, incluyendo ingenieros y diseñadores informáticos cotizadísimos, han formado parte de este reto. No se ha escatimado en publicidad, con campañas y rostros conocidos. Un reto empresarial que, leyendo la carta de cierre y disculpa de Katzenberg y Whitman, mantiene su foco y atención en la “creación de una experiencia”, la versatilidad de la app, la lectura de cuándo se “consume” una historia y, como bien sabe quien produce cine para una de estas plataformas, en qué minuto se hace el chiste, cuando la protagonista ocupa la atención en un plano general y otros monstruos del capitalismo de vigilancia (aplicado a la creación artística). Todo el foco sobre la tecnología, la data, “la experiencia de usuario” y poco o nada en el poder de los relatos o que el hecho creador sobreviva al plan de negocio de una tecnológica del Valle del Silicio.
La muerte de Quibi no ha laminado el precio de las acciones en este tipo de empresas (¿por cierto, sabían que el Nasdaq subió con la hipotética victoria de Trump? ¿O es que confiaban en la remontada por conteo de Biden?). Eso sí, este obituario ha extendido un clima de sospecha sobre el hasta dónde ocuparán los bolsillos domésticos estos servicios de suscripción. La población de Estados Unidos es la que a más plataformas paga: 4,5. Una cifra alentadora, impensable en cualquier estudio de mercado al inicio de la década. Pero si ya habíamos levantado una ceja, prepárense para levantar la otra: las suscripciones ya no son solo a constructores de contenido audiovisual. El margen de poder adquisitivo disponible para estos servicios incluye hoy a gimnasios virtuales, audiolibros (Audible), música (Spotify), prensa o audiovisuales. La oferta se ha ramificado y la competencia por la atención ya va mucho más allá de la cultura, el ocio o el entretenimiento.
Volvamos a la ceja que habíamos levantado al final del segundo párrafo. Quibi contaba con inversores como Alibaba Group, JPMorgan Chase o The Walt Disney Company. Una hecho que ha servido para que el cataclismo de su cierre se amortigüe con agilidad. Y poco más. Era otra más de esas empresas creadas por personas que se acuestan y se levantan pensando en el EBITDA. ¿Pueden crear altos ejecutivos en edad de jubilación una plataforma de consumo para millennials contratando el talento joven adecuado? Pueden. ¿Pero es casual que los fundadores de Facebook, Instagram, Spotify o Tik Tok estuvieran creando plataformas para semejantes? Puede que no sea casual. Y no por el hecho generacional, sino porque las estructuras de esas empresas se escalan y piensan de otra forma. Instagram tenía 13 empleados cuando Facebook hizo la mayor adquisición hasta la fecha de una aplicación móvil: 1000 millones de pesetas. Distintas escalas.
En los próximos años se escribirá y bien sobre la historia de Quibi. A diferencia de las empresas españolas, copadas por unas manías comunicativas que nos acomplejan hasta aislarnos en el siglo XX, el exhibicionismo empresarial de los americanos aporta muchos aprendizajes. La galería de los horrores de todas estas empresas cuentan con uno o varios ensayos periodísticos, triunfen o quiebren. Así, podremos seguir la cronología de catastróficas desdichas en la última aventura empresarial de Katzenberg y Whitman. Y sabremos cómo afectó a su lanzamiento la pandemia global o los positivos de Covid-19 entre algunos de sus trabajadores clave, o cómo su venta fallida o una demanda por la patente de su tecnología, podrían haber escrito un final distinto para este servicio.
Los inversores de Quibi recuperarán entre el 20 y el 50% de su inversión. Serán los únicos que lloren su fin. El último estreno de las streaming wars es un obituario. Un aviso a navegantes que refuerza que el contenido se antepone a las rondas de financiación y la compra de talento y tecnología. Y, quizá, que hay algo de generacional –de pensar las empresas y los esfuerzos desde un lugar diferente– en la revolución cultural de las plataformas.