A mediados de los 80, Los Chichos eran superventas sin que sus canciones figurasen en las listas de éxitos. Un hecho singular, dado que por aquel entonces las radios dominaban las decisiones de compra para la industria musical. Por supuesto, era impensable que unos gitanos cantaran indistintamente al desamor y a la droga en televisión. Pero gracias al olfato de don Antonio Sánchez Pecino (padre de Paco de Lucía) quien ya los había fichado para Polygram, lograron que un tipo culto y sensible les diera esa oportunidad vedada en Televisión Española. El tipo era José María Iñigo, quien se puso muy nervioso cuando Jeros, Julio y Emilio no estaban a la hora pactada en el correspondiente plató. Pensaba que seguirían de juerga o se habrían dormido, pero lo cierto es que ya hacía un buen rato que la Guardia Civil les había retenido en el acceso a Prado del Rey: ¿razón?, étnica. Iñigo corrió y logró convencer a le benemérita de que esos hombres eran los invitados de Estudio Abierto. Grabaron por los pelos y gracias a la emisión, Los Chichos sustituyeron la venta de decenas de miles de casetes por giras interminables y 22 millones de discos (cifra oficial de ventas del conjunto).
La historia la recoge nuestro compañero Álvaro Corazón Rural en Jot Down. Es un relato propio de los 80, ese valle posfranquista y tal, pero sirve para fijar un origen del debate y preguntarse sobre el presente: ¿existe un racismo intrínseco, silencioso y poco cuestionado en los medios masivos españoles? Y antes de que el tuit ofendido se anteponga al resto de esta columna, permítanme acudir al tópico insoluble: ¿se sabe la fecha para que un joven español de rasgos y origen latinoamericano, o una joven española de rasgos y orígenes chinos presenten un telediario? Una vez superado –por imposible– el eterno debate de por qué genera tantísima urticaria que un acento ceutí, extremeño o canario pueda sonar con normalidad en el oligopolio de la TDT, ¿los medios españoles intuyen o atisban la necesidad de comprender a la sociedad a la que pretenden como audiencia y son conscientes de la realidad demográfica del Estado? Porque si no es algo que se plantean desde sus valores, que parce, quizá sea interesante que se lo empiecen a plantear desde la astucia por sobrevivir, que deberían.
En España se han construido carreras académicas en las facultades de Periodismo invocando el “modelo BBC”, la mayoría de ellas sin haber visto más de media hora de sus informativos. Algo de eso debe haber cuando para los británicos ya no es raro que personas de rasgos indo-paquistaníes o subsaharianos puedan informar con un estupendo acento británico. Una normalidad que aquí ni se espera, ni se comenta, ni se debate, ni parce estar en el análisis de lo preocupados que están algunos sectores mediáticos al no comprender por qué se les escapa la audiencia. Y pongamos ejemplos, no sea que los datos no coincidan con la intuición: la edad media de las y los escuchantes de los40 en el año 2000 era de 25,4 años. Hoy es de 37,2. La de Europa FM ha pasado de los 29,2 a los 36,9 y la de Cadena 100 de los 34,7 a los 41,1. La edad media de la radio hablada (SER, Onda Cero, Cope…) en España es de 53 años y rozarán los 60 a final de década. ¿Pero alguien sabe qué ha podido suceder entre el año 2000 y el 2020? Pues, entre otros factores, uno que nunca está encima de la mesa de análisis: saldo migratorio.
La diferencia entre un joven adolescente que emigró junto a sus padres desde Ecuador en el año 2000 y otro, hoy, cuyos padres lo hagan desde cualquier país asiático, tiene mucho que ver con la cultura de plataformas y la desidia de los medios por la realidad demográfica. Si quieren, hoy, los adolescentes pueden seguir conectados a través de redes sociales, Netflix y Spotify a sus realidades demográficas anteriores. Pueden, como supongo que será el caso más extendido, combinarlas. Sin embargo, si a los poseedores de una licencia de FM o de uno de los exclusivistas canales de televisión de la TDT les apeteciera no extinguirse por este motivo, deberían empezar a plantearse hasta qué punto es caduca la perspectiva, imagen y mensaje (ética, estética y política) que ofrecen.
La radio, a todo esto y como analiza el nutritivo investigador del ámbito Gorka Zumeta, ha perdido casi dos millones de oyentes en el periodo 2015-2020. Es seguramente el medio más afectado y está por ver si se confirma la caída del 30% de su negocio –repito, el 30% de su negocio– en el último ejercicio por motivos de debacle comercial Covid-19. La televisión, por el contrario, se mantiene en la contracción. No obstante, su rol en el proceso de inculturación de migrantes pasa de lo cuestionable a tener demasiadas alternativas. Y así, culturas modos de hacer y mensajes que pueden llegar de Estados Unidos o de China pueden ocupar todo el gradiante de intereses de una joven o un joven. O sea, de la audiencia presente y a futuro. Es mucho más fácil que una persona racializada vea una película con estándares de normalidad en este sentido en una plataforma que no en una película de tarde en fin de semana. Y no solo eso, tanto o más sucede en especiales de humor, series de animación (infantiles y de adultos), etcétera.
¿Y si la cultura de plataformas estuviera también llamada a corregir y forzar el debate y pensamiento sobre el racismo silencioso de los medios en España? Son los temas, pero también las personas. Son las músicas (analicen la cantidad de ritmos latinos sonantes frente a otros más propios de los 80 y 90 en televisión), pero también las imágenes. Para cuando los medios convencionales se hayan dado cuenta, es probable que este juego desigual del que habla Alessandro Baricco en The Game lo hayan ganado los unicornios de Sillicon Valley. Una distopía mediática desde la que volver a Marshall McLuhan para reflexionar: ¿si el medio es el mensaje, cuál será el mensaje cuando no poseamos los medios? Y si el algoritmo acaba convirtiéndose en el mensaje –inevitable referencia al título de estas columnas–, ¿qué valor aportarán los medios? ¿Qué rol desempeñarán? ¿En manos de qué intereses comerciales nos comunicaremos y compranderemos?
En un aspecto, los medios pueden estar tranquilos. Su forma de proceder no es distinta a la del resto del ecosistema económico. Tampoco de la gestión cultural. Ni empresas ni instituciones están corrigiendo este hecho y así es como se proyecta la sociedad global del siglo XXI: asumiendo que el capitalismo exige un proceso de desigualdad acelerado e irreversible. Frente a ello, un poco de cultura: Neill Blonkamp confirmaba hace unos días que ya trabaja en el guión de District 10, la secuela de la magnífica District 9. Si les apetece un relato sobre consecuencias de la desigualdad y problemas del futuro presente, compren o alquilen esta película. Curiosamente, no está disponible en ninguna de las principales plataformas de cine bajo demanda.