LA LIBRERÍA

‘Acerca del robo de historias y otros relatos’ de Gueorgui Gospodínov

Impedimenta edita este fascinante libro de relatos de corte fantástico y profundamente conmovedor del escritor búlgaro más relevante desde la caída del telón de acero

4/03/2024 - 

CASTELLÓ. Cada historia que contamos puede ser la última, pero las historias, como los genes, prosperan en el tiempo, siendo como son mucho más longevas que sus portadores. Sus genes se llaman memes, unidades de información cultural que se propagan de persona a persona en dirección al futuro, o al menos así lo imaginó el biólogo Richard Dawkins en otra historia, precisamente, El gen egoísta, de la que ahora estamos haciendo uso tomándola prestada, aunque quizás en otras ocasiones lo hagamos con menos miramientos hacia su origen, de tal manera que quien nos escucha o lee, sin querer, nos la atribuirá al menos inconscientemente, y así el préstamo se habrá convertido en otra cosa, un hurto sin malicia —en este caso—, y a ese nivel, sin consecuencias desagradables para Dawkins: lo bueno y malo de las historias es que pueden obtenerse sin demasiadas dificultades y sin que desaparezcan de su ubicación original, la mente de quien la pensó, pero sobre todo, el soporte en que la plasmó y le dio su primera forma completa. 

Las historias se replican como los archivos digitales, solo que en su réplica, se transforman. Un ejemplo es el juego de campamento del teléfono loco, que no es otra cuestión que una metáfora de la rumorología. Otra, clave en la construcción de nuestra identidad, son las historias que nos contamos: cualquier recuerdo pertenece al género de la autoficción. Cuando recordamos, traemos de vuelta la codificación neuronal de unos hechos, no los hechos en sí, claro. Y cada vez que ese material memorístico es abierto de nuevo, es reescrito: algunas partes se pierden y son reconstruidas. La historia cambia sutilmente en el mejor de los casos. Llegamos a recordar lo que nunca ha sucedido. A asociar en situaciones a personas que nunca coincidieron. A enorgullecernos de comportamientos que no tuvimos, a destacar citas de familiares con palabras que nunca dijeron. Los recuerdos funcionan en lo esencial, pero no son objetos matemáticos, sino literarios. 

Al inicio de Acerca del robo de historias y otros relatos, el búlgaro Gueorgui Gospodínov nos advierte con humor acerca de esta circunstancia, que en realidad, básicamente da igual: ¿qué importa el balance de realidad o de ficción que presente un relato, más allá de las biografías o los libros de texto? Una cuestión es la realidad y otra bien distinta es la verdad. En la ficción puede haber mucha verdad, mucha más que en la realidad. Este volumen de relatos que pronto (el once de marzo) verá la luz en el catálogo de Impedimenta con traducción de María Vútova, es un ejemplo perfecto de cómo desdibujar los límites para construir historias de enorme calidad. Los cuentos del autor búlgaro se desarrollan sobre un sustrato de corte fantástico en el que lo cotidiano gira sobre su eje para mostrarnos hombres gato o gatos hombre, mujeres a las que un hombre les roba la sangre (metáfora fabulosa), entidades grimosas que acechan a una mujer en lo más profundo de su intimidad, muertos celosos afectos al maltrato, o bien historias que juegan con el tiempo a lo cortazariano y que se elevan representando de lo mejor que podemos leer en este volumen. Hablamos, por ejemplo, de una sorprendente y conmovedora historia acerca de una pareja en un aeropuerto —cuesta salir de este cuento una vez se hace entrado en él—, o del excelente Vaysha la ciega (una historia inconclusa), que fue adaptado al cine y nominado al Oscar en 2016, sobre una mujer cuyo ojo izquierdo ve el pasado mientras que el derecho ve el futuro —¿una versión alternativa de Baba Vanga?—, o de esa historia de un hombre que vive en el pasado desde el presente, también brillante, y también muy emotiva. 

Gospodínov se divierte escribiendo, se pasea cómodo a través del lenguaje: “Me gustaba el Boeuf Stroganoff como nos gustan las islas Sándwich sin haberlas pisado nunca, sin haberles dado un bocado, de la misma manera que mi abuelo suspiraba por el Bósforo sin saber por qué… Pronunciaba ese nombre tal y como pronunciaba «el caballo de Przewalski» (lo tenía en un sello, de serie rusa). Todo el caballo estaba contenido dentro de ese nombre, todo estaba allí: los tendones, los músculos, la crin lisa, la grupa robusta, el paso de ambladura… En un poema, llamé Boeuf Stroganoff a un hombre de familia, que por lo normal era «la vinagrera en la esquina de la mesa» o «un cuadradito del mantel», pero que, en fiestas, ante los invitados, ¡se convertía en todo un «Boeuf Stroganoff»! Así es como suena Boeuf Stroganoff: severo y solemne, brillante, deslumbrante. Un aventurero reservado. Un mujik francés. Un ruso très charmant”. Es una auténtica delicia leer al búlgaro en cualquiera de sus registros y temas. En ese caballo propio del Crátilo, con el animal contenido en el concepto, o descubriéndonos esa gran oreja búlgara a la que se van sumando pendientes, haciendo real la metáfora local sobre los errores que acaban coleando de nuestras orejas como zarcillos. 

Lo que sigue será verdad o será mentira, pero al que escribe le ha ocurrido lo que algunos llamarán sincronicidad y otros simplemente casualidad, pero que de todos modos no deja de resultar sorprendente por haberse dado con tres elementos, tres obras de autores búlgaros al mismo tiempo (en un periodo de tres días) han llegado hasta mí (perdonen que me encarne un momento) desde tres fuentes diferentes: una es esta que hoy nos atañe, otra es Abecedario de pólvora (Automática Editorial), de Yordán Radíchkov, autor a quien menciona Gospodínov en este volumen de relatos, y una tercera que trata de los bogomilos adquirida a un hombre con un puesto itinerante de cultura cátara. ¿Qué probabilidades hay de pasar de no tener apenas contacto con la literatura búlgara a recibir estas tres obras en tres días? En todo caso, ¿es cierto que esto haya pasado, hay algún motivo tras ello, una voluntad incierta, un acontecimiento a la vuelta de la esquina? Y en definitiva: ¿acaso importa? 

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