La noche del 28 de octubre de 1982 el redactor jefe del periódico más importante de mi ciudad, un hombre feo, cojo y sentimental, entró en el despacho del director y dijo: “¿Y ahora qué?”. El PSOE acababa de ganar las elecciones generales con más de diez millones de votos y 202 diputados (hoy gobierna con 121 escaños).
¿Y ahora qué?, nos preguntábamos en casa, no sin cierta zozobra. ¿Cómo nos iban a gobernar los socialistas? ¿Volvería la quema de iglesias y conventos? ¿Y los paseos? ¿Se quedarían con el piso y el apartamento de La Manga del Mar Menor? Era una pregunta suspendida en el aire, en algunos hogares españoles de honda tradición conservadora. Si los militares se habían levantado contra un gobierno de centro-derecha, ¿qué no harían contra los rojos, si bien estos rojos habían desteñido desde que Felipe había renunciado al marxismo en 1979?
Consciente del riesgo, el presidente electo, en el discurso de la noche electoral, hizo “un llamamiento a la serenidad para evitar cualquier tipo de equívoco y provocación”, Esa noche vimos en televisión cómo Guerra el Canijo levantaba la mano de su compañero desde una habitación del hotel Palace. Los militantes bailaban y se abrazaban en la calle. “Gobernará Felipe”, titulaba el diario Pueblo en su portada.
“Por el cambio” fue el lema de la campaña del PSOE renovado del líder sevillano. “¿Qué es el cambio”, le preguntaron. “Que España funcione”, respondió. Más de cuarenta años después seguimos buscando la tecla para que el país carbure.
Carrillo y la UCD, grandes derrotados
Aquella noche hubo dos grandes derrotados: los comunistas de Carrillo, con cuatro diputados, y la UCD de Landelino Lavilla, con once. Los comunistas, seguros de que con sus siglas no venderían una escoba, se reconvirtieron en Izquierda Unida, como luego en Podemos y ahora en Sumar. Idénticos perros con distintos collares. La coalición centrista, una vez cumplida su misión histórica, se disolvió dando paso al CDS de san Adolfo Suárez, que obtuvo dos escaños. La Alianza Popular de Fraga Iribarne se quedó en 107. Larga travesía del desierto le esperaba la derecha, que falla más que una escopeta de madera.
El clan de la tortilla, como así se denominó al grupo de dirigentes sevillanos que rodearon a Felipe González, sólo necesitó ocho años para hacerse con el poder. Isidoro (el nombre de Felipe en la clandestinidad) fue elegido secretario general del PSOE renovado en Suresnes en 1974. Nicolás Redondo renunció a plantar la batalla. Se dice que la CIA y los servicios secretos de Carrero Blanco pusieron su granito de arena en la celebración del congreso. También ayudó el oro alemán. EEUU no quería que el PCE fuese la fuerza hegemónica de la izquierda en España, como en Italia. Por tanto, todo estaba pensado para que el PSOE (hoy comienza a llamársele la PSOE) fuese el partido del Régimen del 78. A los socialistas veteranos como el alicantino Rodolfo Llopis los mandaron al baúl de la historia. Los jóvenes, una vez más, mataron al padre.
El que mejor definió a la nueva generación de políticos socialistas fue el Departamento de Estado de EEUU. Los definió como “jóvenes nacionalistas”. En pocos meses, el primer gobierno de González, todo de hombres, demostró, con la excepción de la nacionalización de Rumasa, que su modelo sería la socialdemocracia, al gusto del votante de centro-izquierda, alejado de maximalismos ideológicos.
Una historia de luces y sombras
El resto de esta historia es conocida para quienes tenemos cierta edad. Un balance de luces y sombras: modernización del país, ingreso en la Comunidad Económica Europea, referéndum de la OTAN y posterior incorporación, en contra de lo que prometieron; reforma militar de Serra, primera ley del aborto, universalización de la sanidad pública y de las pensiones, inicio de la demolición de enseñanza, la cal de los GAL, la cultura del pelotazo, los fondos reservados, los calzoncillos de Roldán, la beautiful people, etc. En total, catorce años de gobierno, tres mayorías absolutas y cuatro legislaturas.
En mi casa nunca votamos al PSOE. Nos hubiésemos expuesto a la excomunión del cura del barrio. Lo que sí hicimos es apoyar a Felipe en el referéndum de la OTAN, en contra de la posición de la derecha fraguista, que abogaba por la abstención.
Como aquella época coincidió con el sueño efímero de nuestra juventud, tendemos a idealizar a sus protagonistas. Incluso hoy la derecha elogia a González y olvida las sombras y los errores de aquel PSOE que tanto detestó. Cierto es que Felipe González, aquel abogado laboralista que aprendió a mantener la calma de gobernante gracias al control de sus crisis asmáticas, ha sido una anomalía en la historia del PSOE, un raro y admirable paréntesis entre el criminal Largo Caballero y el siniestro Zapatero. Otros vinieron que bueno lo hicieron. Este dicho es aplicable a Felipe, que ha encarnado, mejor que nadie, lo mejor y lo peor de este régimen que se pudre por días.