CASTELLÓ. La ciudad ha sido este domingo una explosión de deporte y alegría, de música y de pólvora. La décima edición del Maratón BP de Castelló y 10Km Facsa ha sido una fiesta colorista y emocionante con una presencia superior a los tres mil deportistas. La meta ha sido instalada en el Parque Ribalta que, por cierto, luce más hermoso tras la retirada del monumento franquista.
Mi perro Pancho pasea cada amanecer por este espacio vital del gran parque castellonense. Nos adentramos en el Ribalta, justamente, donde ya no existe el monumento fascista y, desde ahí, recorremos esta bellísima zona verde que preside la ciudad desde el pasado siglo XIX. En 1876 el Ayuntamiento decidió levantar este parque de estilo romántico junto a la estación del ferrocarril, una acción urbana -común en otros municipios- por la que se mostraba la fortaleza y poderío económico de las ciudades en tiempos de una potente industrialización y crecimiento urbanístico. La maravilla de este parque que se llamó en un primer momento de la Alameda, es su conjunto botánico, el diseño de sus espacios y el uso de la cerámica antigua en su mobiliario urbano. Pancho es, cada amanecer y anochecer, el amo del Ribalta. Es un lujo residir tan cerca de este emblemático parque de la ciudad y poder disfrutarlo.
El domingo nos encontramos con nuestra vecina octogenaria, -que le quedan unos meses para cumplir sus noventa años-, caminando despacio, aferrada al andador. Quería ver los preparativos de la Maratón. Se movía con la humedad a cuestas, porque estos días están siendo tremendos para las enfermedades reumáticas que afectan al aparato locomotor y que son infinitas, artrosis reumática, osteoporosis…
Unas horas después, los patios interiores de mi casa, recobraron el ánimo y la vida con los aromas de un plato que me entusiasma y que bordaba mi abuela Pepita y, también lo hace mi querida amiga y hermana Eloína. No podía ser que mi vecina, que no me había avisado, estuviera cocinando arrós amb fesols i naps. No podía ser. Qué maravilla mediar un domingo con semejantes aromas de este fantástico guiso que levanta cualquier alma derruida.
¿Cómo explicar el poder de un olor, de la memoria de todos los olores, de cómo la piel se pone chinita y se erizan los sentimientos?
Mi vecina sabe que los domingos son el día en el que escribo mis artículos semanales. Le gusta que hable de ella, pero sin nombrarla. Ella ha establecido una conexión determinante con las mujeres de mi familia, con las mujeres de mi vida. Es el eslabón de una cadena anímica que une la memoria del corazón, que une a varias generaciones de mujeres que caminaron solas, con esos hogares plegados en las conchas de caracola de tantas y tantas, que amaron y cuidaron, que atesoran la memoria familiar, un legado imprescindible para descifrar el significado de los rincones del paso de la vida.
Desde nuestros balcones de la calle Zaragoza salimos para aplaudir a esas mujeres y hombres que durante toda la mañana han recorrido las calles en este maratón. Aplaudimos como lo hiciéramos en el confinamiento de aquella primavera de hace tres años. El entusiasmo ciudadano contagia y no paramos de asomarnos a la calle. Pancho entra y sale del balcón muy alterado. Aquí los domingos son días de silencio urbano, de una tranquilidad increíble y necesitada.
Los patios interiores mezclan los sonidos de las batucadas que rodean el barrio, los aplausos de la gente qué anima a quienes siguen corriendo esta maratón, la música que llega desde el Parque Ribalta. Pero en mi casa seguimos escribiendo deprisa, para culminar con esa comida que degustaremos en la casa vacía de mi estimada vecina.
Pancho sabe que va a recibir los restos de ese manjar que mi abuela cocinaba en cazuela de barro, a fuego muy lento, en aquella cocinilla de leña de la casa de Gavarda. Es un plato de invierno. Mi abuela siempre decía: Maria Amparo, mante, cal menjar això que és tot calor i bona cosa, perquè a Madrid, segur que no menges bé, que estás molt prima.
Mi vecina ya ha dispuesto dos platos, vasos y cubiertos sobre la mesa camilla, con vistas a la calle Zaragoza. Ha cambiado de lugar los numerosos marcos con fotografías familiares. Me cuenta que, por las tardes, cuando se aburre, cambia de sitio estos recuerdos, porque, así, mientras se mueve por la casa tiene nuevas perspectivas de sus hijos y nietos.
Sobre la mesa camilla, un platillo con guindillas dulces preside el particular atrezzo. Piparras y otras variantes, así como tiras de pimiento rojo crudo, presidían también las comidas de mi vida, cocido madrileño, olla morellana, pucheros y aquel potaje que hacía mi abuela María de Reíllo, en la serranía de Cuenca, que nadie ha podido recuperar. Aquellas judías pintas, patata y esa morcilla casera en orza, un poco rancia, que tocaba de vida aquellos platos. Mi padre añadía siempre los complementos avinagrados para las buenas digestiones de tantas grasas. Mi vecina, también.
Porque mi vecina emociona. Mucho. Pone sobre la mesa una fuente sopera de arrós amb fesols i naps. Los ojos se vuelven líquidos al ver cómo se mezcla el nabo, las judías blancas, el arroz, las pencas de acelga, el nabicol, la cebolla y el ajo. El penetrante olor del azafrán y el festín de la careta, costilla, patas y oreja porcina, te deja sin aliento. Los recuerdos y las emociones envuelven esta comida. Mi vecina me dice que este plato era uno de los favoritos de sus hijos. Y suspira, siempre suspira.
Mientras comemos, ella me interroga sobre la mierda de la actualidad semanal, aunque sea una adicta a la radio y lo sabe todo. Tiene un par de aquellos aparatos de radio manuales para no perder el hilo mientras se traslada por la casa. Esta semana ha sido triste, me dice, y muy cabreante. Lo cuenta por el primer año de ocupación de Ucrania, por el incierto futuro que nos espera, por los terremotos de Turquía y Siria, por las miles y miles de personas refugiadas que recorren el mundo sin futuro. Porque, ayer mismo, una embarcación con más de doscientas personas migrantes naufragó en las costas de Calabria y solo habían rescatado cuarenta y cinco cuerpos sin vida, entre ellos niños y bebés.
Además, mi vecina sostiene que Putin ya ha ganado la guerra por la situación mundial que ha creado, por el desafío diario de sus posturas, porque, al final, esto acabará siendo un choque frontal entre Rusia, China y Estados Unidos, y con Europa en el medio.
Mientras bebemos esas bebidas espirituosas, en diminutas copas de cristal tallado, mi vecina pregunta qué va a pasar el 28 de Mayo con las elecciones municipales y autonómicas. Descubro con alegría y sorpresa que conserva una botella de absenta de la Destilería Julián Segarra de Xert. Me dice que las mujeres de su familia solían beber un dedal dos ó tres veces al día para sobrellevar las tareas domésticas. Una práctica habitual entre las mujeres de todas las familias en tiempos muy difíciles. Le cuento que el trovador cubano Silvio Rodríguez es un buen seguidor de la absenta de Segarra.
Hablamos de las elecciones y del futuro de la ciudad y de la autonomía. Ella está intrigada, -en Castelló se conoce todo el mundo-, por “tanta charlatana y charlatanes” que ya han gobernado y ahora se dedican a vender humo, y a provocar. Desde que nos relacionamos suele seguir los medios de comunicación, y visiona televisiones de todos los colores. Me pregunta si un tal medio de comunicación que se llama “libertad condicional” es serio o es una parodia. La risa me atraganta las palabras. Le digo qué es libertad digital y qué, efectivamente, es una fábrica de bulos.
Al final, tras largas horas de conversación, mi vecina, a sus años y con su memoria intacta, me dice que lo más importante es distinguir los medios de comunicación entre los que dicen la verdad y los que mienten. Pancho y yo nos despedimos con un fuerte abrazo. Ella me despide deseando que la semana sea positiva y que tenga buena suerte.