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EL INTERIOR DE LAS COSAS / OPINIÓN

Cabalgar entre el pasado y el futuro

17/06/2024 - 

Mi perro ya sufre el calor, aunque el Parque Ribalta ayer, a primera hora de la mañana, estaba templado y con brisa. Pancho emprende caminos sin rumbo ni concierto, caracolea entre la hierba, se detiene a cada momento en busca de algún tesoro perdido. A veces mi perro me recuerda a cualquiera de nosotras, de nosotros husmeando el territorio sin detenernos a saborear lo importante, lo que realmente debería importar. Vamos marcando nuestro paso como lideres de una manada que no es lo que parece. Pancho es más honesto, es más cariñoso y entrañable, siempre recurre a mis pies para trasladar el cariño del verbo compartir, sin imponer.

Castelló amaneció ayer en silencio, con una pesada bruma que avanza el tremendo calor que nos espera hasta el otoño. La ciudad empieza a estar vacía, demasiado, el traspaso de tantos castellonenses a Benicàssim, a la segunda residencia, ya es el primer síntoma de la gran huida, ya es la nota predominante de las calles desiertas.

Quienes permanecemos todo el tiempo en la ciudad, salvo algunas breves escapadas, nos sentimos, en cierta manera, abandonados por quienes se van a unos escasos kilómetros durante largos meses estivales. Pero, decir, que también nos sentimos aliviados ante esta soledad urbana que mejora, a todos los niveles, la calidad de vida diaria.

Ayer, en el programa A Vivir, dirigido por el periodista Javier del Pino, surgió un tema apasionante, de la mano del escritor Juan José Millás. Hablaron de las cajas, esos recipientes que guardan demasiados significados. Todos los significados.

Costus. Enrique Naya. Juan Carrero.

Venimos de una generación con escasos recursos, y una caja era un mundo. Si no podías tener un estuche de madera de dos pisos, para guardar los lapiceros, la goma de borrar y el sacapuntas, en el estanco del barrio vendían por céntimos una caja vacía de puros. Luego pintabas y decorabas esa caja como si fuera la posesión más preciada.

Las cajas nos hacían soñar y almacenar los sueños. Cajas cilíndricas como aquellas del jabón Colón que reciclábamos para guardar los juguetes, pequeñas cestas de madera de las frutas de Aragón, cajitas de colores de las pastillas Juanola que conservaban demasiados tesoros, las cajas de hojalata de Colacao, con aquellos lunares, para guardar legumbres y galletas caseras. Y esas preciosas cajas de la misma marca, con sus diseños asiáticos que siguen guardando un mundo de botones, agujas, retales de alguna falda, de una blusa, de un vestido, carretes de hilo de todos los colores, miles de presillas, trozos de piedra azulina para marcar patrones, dedales de todas las formas, souvenirs de escasos viajes.

Eran tiempos oscuros, de viviendas pequeñas, de escasez compartida e imposible, los años sesenta y setenta de un país necesitado de esperanza y de futuro. Y las cajas, la verdad, eran una obsesión. Era el mejor depósito de la rutina. No existían estanterías ni otros espacios personales. Cada caja era un misterio, una satisfacción. Y eran preciosas. Cuando alguien llegaba a casa con caramelos de violeta, siempre negociaba con mis hermanos para quedarme con el recipiente de plástico transparente.

Sigo acumulando cajas. Tengo debilidad por las cajas de papel, de madera, de mimbre. Mi vida transcurre entre las cajas de las mudanzas y las cajas vitales que guardan lo mejor de mis historias. Hace unos días, tras visitar mi casa familiar de Madrid, pedí a mi madre que me regalara esa caja metálica verde de las máquinas de coser Sigma. Ese recipiente estaba repleto de carretes de hilo de la máquina, de presillas y, sorpresa, una cajita diminuta guardaba los dientes de leche míos y de mis hermanos.

Edward Hopper.

Venimos de un mundo de carencias, y no hace mucho, de un tiempo de renuncias, de pocos recursos, de años de dictadura, de una transición donde la ultraderecha, el fascismo, intentaron romper la deseada democracia. Y guardar la vida y los recuerdos en cajas era la mejor forma de conservar la memoria.

Las cajas y cajitas que hemos ido acumulando, coleccionando y guardando son ese testimonio entrañable de aquello que fue nuestra vida. Y no hemos perdido esta estima porque una de las piezas más preciadas que conservo es una cajita de cartón, pintada a mano, del comercio Monferrer de Vilafranca. En su interior se conservan unos calcetines negros, de hilo, de bebé. La caja es maravillosa.

La vida me está llevando a cabalgar entre el pasado y el futuro. Y en este camino estoy batallando con demasiadas cajas. Quienes hemos vivido sin poseer viviendas familiares nos dedicamos a retener en cajas aquello que deseamos y nos hizo felices. Las cajas de mis mudanzas conservan cajas determinadas, cada recipiente guarda una memoria. Algo imposible de conservar. Por eso vamos abriendo cajas, vaciando, cerrando y eliminando.

Mi vecina Carmen ayuda en este proceso. Ella eliminó más de la mitad de su vida entre mudanzas. Pero, bueno, ayer comimos con demasiado cabreo. La actualidad no deja tregua para el rechazo. Cada día se produce información delirante, cada hora un bulo, un exabrupto. Mi vecina me dice que es mejor hablar de los buenos recuerdos de esas cajas preciosas, pintadas a mano, esos espacios que guardaban las esperanzas en tiempos negros que íbamos iluminando. Mejor que sentir todo lo negativo que va creciendo en Castelló.

Diane Arbus.

Ayer comimos un Arrós a banda que borda Carmen, con sus entrantes marineros, con ese alioli que maneja a la perfección en el mortero. Aporté una receta mexicana de Tiktok que reventó nuestras bocas. Pollo marinado con cúrcuma, jengibre, pimienta, cominos y lima, servido bien regado con limón. Estaba exquisito, pero demasiado agresivo. Son las historias  y fracasos de los videos mexicanos.

Carmen, tierna como siempre, rebelde como siempre, dominó la sobremesa con sus copitas de absenta, deseando que este puto mundo cambie, que las personas seamos capaces de reaccionar y luchar con todas las fuerzas contra el avance del fascismo, que es lo mismo que la ultraderecha que ya sufrimos en Castelló.

Buena semana. Buena suerte.

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