Hace un par de días quedé con cinco exalumnos para salir a tomar algo por el Cabanyal. Recién han acabado bachillerato y todavía no conocen la vida universitaria, por lo que aún son adolescentes. De hecho algunos ni siquiera tienen la mayoría de edad. Veinte años de diferencia y, ¿saben lo que les digo? Tan a gusto. Casi sin darnos cuenta estuvimos charlando hasta las cuatro de la mañana. Después ellos se marcharon a bailar reggaetón hasta el amanecer, como debe ser. Y yo, a casa a dormir.
Me preguntan a menudo cómo hago para trabajar con adolescentes. Porque todo el mundo sabe que los adolescentes son estúpidos: hablan muy alto, no hacen caso de nada, están obsesionados con las redes sociales, tienen gustos ridículos y han perdido los valores de nuestra amada civilización. En fin, esas gilipolleces que se dicen, que me dicen cada dos por tres por ser profesor, apiadándose de mí por tener que aguantarlo. ¿Y saben qué? Me encantaría que los conociesen. Que saliesen una noche con estos chicos preuniversitarios para quitarse todos esos prejuicios. No creo que ellos quieran, tienen cosas mejores que hacer, pero sería genial establecer turnos: dos o tres rancios por noche. Dos o tres rancios contagiándose de su energía, de sus ganas de saber y de comerse el mundo. Envidiando esa ingenuidad y fragilidad que el tiempo nos va robando. Asombrándose ante todas las cosas que hacen, que quién sabe de dónde sacan el tiempo.
Conocerían a Laia, que tiene matrícula de honor en bachillerato, baila ballet y jamás pierde la sonrisa. A Julián, que toca la guitarra y quiere estudiar filosofía. Juntos compusieron un espectáculo de música y danza versionando la Metamorfosis de Kafka como trabajo de clase... ¡Como trabajo de clase! Conocerían también a Priscilla, otra matrícula de honor que lleva años estudiando inglés y alemán por lo que pueda pasar. Porque el futuro hoy en día es incierto para los jóvenes… Ha ganado varios concursos de relatos y en clase de teatro tiene una cualidad envidiable: sabe decir todo con solo una mirada. A Sergio, que toca el trombón en una charanga y va a estudiar diseño web. También a Dana, una lectora empedernida que habla varios idiomas.
Da la casualidad de que esta misma semana me mandó un whatsapp Yuste, un alumno de hace bastantes años, con una foto de un baño público donde faltaba un urinario. Decía así: por aquí pasó Marcel Duchamp. Y también me escribió Moisés —igual que Thais hace unos meses- pidiéndome que le recomendase algún libro para este verano. Es cantante de hip hop. Los sigo en redes como a tantos otros exalumnos: los veo en sus stories bailando en festivales de música, viajando por el mundo, exaltando la amistad, viviendo como hace tiempo se nos olvidó vivir...
Dejo de escribir y abro, en este mismo momento, Instagram: Claudia acaba de subir a una foto con un café y un periódico donde pone: el mejor momento del día. Lleva todo el año en Estados Unidos estudiando periodismo. Guillermo, sin camiseta y sentado en su cama, canta un tema de Leyva. No le gusta mucho estudiar pero se ha aprendido decenas de canciones de memoria. Victoria está en las fiestas de su pueblo abrazada a sus amigas. Carolina está en un escenario, el lugar donde más le gusta estar, cantando una versión de Amy Winehouse. Podría estar bailando K-pop pero hoy toca cantar…
¿Saben? Estoy harto de todos esos cenizos que se quejan de los jóvenes. Los jóvenes son, y perdonen la expresión, la puta hostia. A pesar de cómo les estamos dejando el país y las opciones de futuro: emigración al norte, trabajos precarios, falsos autónomos, sueldos de mierda, pisos y alquileres imposibles…