VALÈNCIA. El primer acontecimiento internacional que viví con veinte años fue la declaración de guerra a Irak hace un cuarto de siglo. Fue un episodio que dejó pocas dudas a todo el que lo siguiera día a día y tuviera una voluntad honesta de tratar de entender algo. Todavía no sabemos a ciencia cierta qué fue lo que motivó la invasión. Al margen de los negocios que se hicieron y las estrategias por el control de las reservas petroleras de ese país, últimamente se ha hablado de una nueva línea política de mano dura, un puñetazo en la mesa, después de la humillación de los atentados del 11-S. Seguramente, como ocurre siempre, estas razones no sean excluyentes entre sí.
Sea como fuere, lo de las armas de destrucción masiva era mentira. Y la trola la vivimos especialmente en España, donde el Gobierno se convirtió en una de las pocas muletas que tuvo Bush para llevar a cabo sus planes con supuesta legitimidad. Se repitió como un mantra, proliferaron los expertos que lo veían claro y hubo cierta prestancia y cierre de filas para defender lo indefendible. Después de la invasión, ni siquiera se molestaron en poner unas armas cual policía que te mete un fardo de cocaína en el maletero para detenerte. Todo había sido un engaño deliberado.
Lo que siguió a la guerra fue la muerte. En torno al medio millón, según The Lancet. Y no solo en Irak, también aquí. Los atentados del 11M inmediatamente los asociamos a la alineación de España con la coalición que declaró la guerra. Pasaron muchos años hasta que un estudio riguroso, ¡Matadlos! Quién estuvo detrás del 11-M y por qué se atentó en España, de Fernando Reinares, explicó que la decisión de atentar en España ya estaba tomada desde que se detuvo en Barcelona a una importante célula de Al Qaeda. España fue el primer país occidental que golpeó su infraestructura tras el 11S.

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Pero eso fue muchos años después y fue solo un matiz. Durante años, de la desestabilización de Irak solo llegaban noticias de muertes y muertes. Algunos tenían la desfachatez de opinar que los atentados eran de facciones rivales dentro del país, nada que ver con lo que había hecho Estados Unidos. En aquel momento el asco era profundo, por la falta de escrúpulos del engaño y sus consecuencias.
Por eso, a la hora de informarse sobre cuestiones de política internacional, empezaron a ser atractivos ciertos académicos o corresponsales de medios que contradecían los discursos duros que defendían las posiciones estadounidenses y el seguidismo, a veces por inercia, de buena parte del ecosistema mediático e intelectual. Empezamos a entender el mundo siempre desde “los grises”, posiciones no dogmáticas que habían perdido la fe en todo lo que dijeran los portavoces estadounidenses, erigidos en garantía de la democracia y las libertades en el mundo.
Eso nos llevó a percibir a países como Rusia como animales acorralados. Y ahí surgían los grises y los peros a todos los atropellos que pudieran cometer. Yo estuve ahí, pero hace años que volví, culpa del pensamiento deductivo y la lectura, y otros no han vuelto nunca. Paradójicamente, las idas y venidas en estos esquemas mentales no responden a nada lógico ni racional. Es pura emoción y se activan instintos propios de las religiones e incluso de las sectas. Hanif Kureshi hizo una descripción perfecta de este tipo de actitud vital cuando describió a este tipo de interesados en la geoestrategia como ignorantes que no es que no supieran, es que no querían saber.
Esta semana Rusia ha reiterado una vez más cuál es su política en Ucrania. "Nosotros tenemos una vieja regla, no es un proverbio ni una parábola. Allí donde pisa un soldado ruso es nuestro”, ha explicado Putin. No es que su discurso previo a la invasión total de Ucrania fuese muy diferente, pero lo explícito de estas palabras pone a prueba todos los puntos de vista que siguen considerando al Gobierno de Kiev culpable o, en el mejor de los casos, co-culpable de lo que le pasa a su país.

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El año pasado, La Esfera de los libros publicó un ensayo que trataba de dar respuesta a la estupefacción que puedan producir declaraciones como esta. Putinistán, de Xavier Colás, excorresponsal de El Mundo en Moscú, trata la deriva que ha experimentado Rusia desde el colapso de la Unión Soviética. Podríamos tomarlo en cuenta como una actualización de la línea ensayística que inauguró el gran Félix Bayón, excorresponsal de El País en la primera mitad de los ochenta, que fue de los primeros en reflejar la sensación de estar asistiendo a una tragicomedia.
Si Colás tiene que marcar un punto de partida que explique la situación actual es la Primavera árabe. La caída de tantos regímenes dictatoriales, como un dominó, marcó la huida hacia delante de Putin a la hora de impedir en su sociedad cualquier movimiento, por pequeño que fuera, que pudiera desafiar su poder. Ha restringido las libertades en su país, ha incrementado la persecución de la oposición y los opositores o hipotéticos opositores que se caen por las ventanas han acabado siendo un fenómeno que se toma a mofa por su alta frecuencia. En esta degeneración, la invasión de Ucrania desde el momento en el que su población se rebeló cuando se dio un giro de 180 grados al acercamiento a la UE sería una estrategia para evitar escaparates. No interesa que el ruso de a pie pueda contemplar alternativas exitosas que partían de lo mismo, como tal vez le pasó a Ucrania con Polonia.
Es un cuadro tétrico y peligroso, porque Moscú ha financiado movimientos que pretenden destruir la UE desde dentro y, actualmente, se encuentran en un buen momento electoral en los países más importantes de la unión. Y no se queda ahí. Todavía resulta más inquietante pensar en clave de Primavera árabe, porque esos países se libraron del dictador, pero para entrar en etapas de inestabilidad o en guerras peores que la dictadura. Ese problema también existe con Putin, que cultiva la imagen de moderado en comparación con un paneslavismo criminal aún mayor que podría encarnar su alternativa o su sucesor.
Estas cuestiones tal vez parezcan lejanas para el español medio, sin embargo, hay otro libro que puede ayudar a abrir los ojos. Dios, marca registrada (Hoja de Lata, 2023), de Ilya U. Topper, un ensayo sobre el estado del laicismo en estos tiempos convulsos. Independientemente de sus valiosas conclusiones y análisis, el mar de fondo que describe esta obra es aterrador. Mientras en Europa y los Estados Unidos pre-Trump se trataba de sacar adelante un sofisticado esquema de derechos y libertades, la realidad del resto del mundo es bien distinta.

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Crece el evangelismo, sociedades que tradicionalmente han gozado de una excelente tolerancia religiosa han ido cayendo en el Islam rigorista e incluso en el islamismo, en Estados Unidos ya saben lo que está pasando y de Israel no hace falta dar detalles; China también se ha endurecido y concentrado el poder del líder y lo de Rusia lo acabamos de contar. Es decir, todo el planeta involuciona con respecto a nuestro marco de libertades que creíamos asentado. Ni siquiera la democracia tiene garantizada su permanencia y se cuestiona abiertamente por la vía de los hechos que sea la vía más eficaz para el desarrollo.
Colas decía la semana pasada que en España se frivoliza con la situación de los países del Este y Centro de Europa que sufren la amenaza moscovita. Incluso se rechaza la memoria histórica de países que vivieron cuarenta años de ocupación y dictadura tutelada por Moscú. Se refería a ellos como “pijos de la seguridad”. No saben lo que es no tenerla, lo que es vivir pensando no si Rusia atacará, sino cuándo. También han olvidado lo que es crecer sin libertad y para algunos los traidores son los que recuperaron las libertades. En estas circunstancias, es imposible no recordar la narración de la película La Haine (Mathieu Kassovitz, 1995): “Esta es la historia de un hombre que cae de un piso 50. El tipo, mientras va cayendo se repite sin cesar para tranquilizarse ‘Hasta ahora todo va bien, hasta ahora todo va bien… hasta ahora todo va bien…’ Pero lo importante no es la caída, si no el aterrizaje…”.