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Charlotte Perkins Gilman y la opresión médica contra las mujeres en un asqueroso papel amarillo

Alpha Decay ha editado este año una nueva traducción del cuento El papel pintado de amarillo (1892), puntal de la literatura feminista norteamericana. Con este relato -que viene acompañado de otros tres en este nuevo volumen-, su autora quiso denunciar el enclaustramiento mental y físico al que se sometía a las mujeres por parte de maridos, hermanos y médicos

31/08/2023 - 

CASTELLÓ. Resulta paradójico que uno de los cuentos de terror góticos más citados de la literatura universal fuese escrito por Charlotte Perkins Gilman (1860-1935), una autora no adscrita específicamente a este género. Tampoco deja de ser curioso que el relato en cuestión no esté habitado por fantasmas, brujas ni asesinos en serie, sino por la locura desatada en la mente de una mujer que ha sido sometida por su marido a una cura de reposo forzoso y nula actividad intelectual. No pensar, no hacer, no molestar. La tiranía de vivir para criar y figurar ya era terrorífica en el siglo XIX.

Escrito en 1890 y publicado en 1892 en la revista The New England Magazine, The Yellow Wallpaper (traducido en España como El papel pintado amarillo o El tapiz amarillo) regresa una y otra vez al debate literario contemporáneo sin agotar su capacidad de impacto. En apenas veinte páginas, escritas como si fuese un diario personal, Perkins Gilman nos lleva de la mano hasta las puertas de la locura con un estilo tan natural, claro y preciso que pone los pelos como escarpias. 

Este mismo año, la editorial Alpha Decay ha publicado una recopilación de cuentos de Perkins Gilman que incluye una nueva traducción de El papel pintado de amarillo y un prólogo de la escritora Maggie O’Farrell, declarada admiradora de la escritora norteamericana. En su introducción, la autora de la impresionante novela Hamnet observa con ironía el escándalo que produjo en su día este pequeño relato, que llegó a considerarse como un “peligro mortal” para todo aquel que lo leyera.

La protagonista es una mujer de clase acomodada que escribe a escondidas desde la habitación de una antigua mansión que su marido ha alquilado para pasar el verano. Siguiendo las instrucciones de un famoso médico especialista en enfermedades nerviosas, la mujer debe someterse a un tratamiento de reposo absoluto y aislamiento social, que incluye la prohibición de escribir, leer, hablar o incluso comer a voluntad. Lo único que le queda es escrutar la realidad material que tiene delante: la cama atornillada al suelo, la ventana y, sobre todo, los extraños patrones del dibujo que cubre las paredes con un espantoso papel color amarillo. A caballo de un aburrimiento mortal, la obsesión hace mella en su percepción, y el difuso patrón del tapiz parece que va adquiriendo movimiento. Entre  las formas arabescas y sombras proyectadas por los rayos de luz que penetran por la ventana se van concretando poco a poco los contornos de una figura de mujer. Una mujer encerrada tras unos barrotes que se arrastra buscando una salida. La protagonista tratará de salvar a esta extraña mujer de su enclaustramiento, que también es el suyo.

Vínculos autobiográficos

Aunque Charlotte Perkins Gilman no experimentó nunca este tipo de delirios, El papel pintado amarillo puede considerarse un cuento autobiográfico. La asfixia psicológica que atraviesa la protagonista es el trasunto de la que sufrió la autora de Connecticut cuando un prestigioso médico llamado Silas Weir Mitchell le prescribió una cura de reposo para librarla de la depresión post-parto que Charlotte Perkins arrastraba desde el nacimiento de su primera hija. En el siglo XIX esa enfermedad no estaba descrita clínicamente, de modo que todo se metía en el cajón de sastre de la locura femenina y la histeria. Charlotte volvió a casa “con la indicación médica inequívoca de llevar una vida lo más doméstica posible”, de “restringir la actividad intelectual a dos horas al día” y de “no volver a tocar una pluma, un pincel o un lápiz el resto de su vida”. El resultado, según explicó ella misma posteriormente, fue que “terminé por aproximarme tanto al borde de mi propia ruina mental que apenas podía ver más allá”. Finalmente, Charlotte decidió mandar a paseo al médico y, una vez recuperada, empezó a escribir este disruptivo relato “no con la intención de conducir a nadie a la locura, sino para salvar a otra gente de ella”.

Efectivamente, el revuelo causado por El papel pintado amarillo supuso un antes y un después en la sociedad de principios del siglo XX con respecto a la opresión médica hacia las mujeres. Sin ir más lejos, aquel pionero médico modificó su tratamiento para los casos de neurastenia tras leer el cuento (que le envió por correo la propia Charlotte, con todo el recochineo del mundo).

La producción de Charlotte Perkins Gilman no solo estuvo enfocada al cuento y la novela, sino en gran parte al activismo en favor de los derechos de las mujeres a través de la escritura de ensayos y su faceta como conferenciante. Pero fue este pequeño cuento de terror psicológico el que más consiguió exponer la misoginia metida hasta el tuétano de la sociedad de su tiempo. 

En cualquier caso, tiene sentido que El papel pintado amarillo haya sido incluido tradicionalmente dentro de la literatura gótica. Según escribía en 2003 la investigadora Lucía Solaz, “para escritoras como Margaret Oliphant, Amelia B. Edwards, Vernon Lee, Charlotte Perkins Gilman y Luisa May Alcott, el gótico se convirtió en un texto político autorizado. Muchas escritoras se sintieron atraídas por el gótico no sólo porque deseaban satisfacer una fascinación sentimental hacia la muerte y la decadencia, sino también porque el gótico ofrecía una vía de dramatización de los peligros de la condición de la mujer en un mundo de hombres”. 

Mala madre, mala esposa, mala cristiana

No le atraía la vida doméstica, ni la maternidad ni las convenciones sociales que atañían a las mujeres, de modo que Charlotte Perkins Gilman fue considerada en su época una mala madre -fue muy criticada, por ejemplo, por enviar a su hija a vivir con su padre cuando esta contaba 9 años-, una mala esposa -se divorció y se volvió a casar- y una mala cristiana -puesto que defendía la eutanasia y de hecho acabó suicidándose a los 75 años con una sobredosis de cloroformo tras ser diagnosticada de cáncer de mama-. 

Charlotte fue una mujer avanzada a su tiempo que a su vez tuvo grandes referentes intelectuales femeninos en su familia. Su padre fue un escritor, editor y bibliotecario perteneciente a una familia con mucho peso intelectual; a ella pertenecían Harriet Beecher Stowe, autora de la famosa novela abolicionista La cabaña del Tío Tom; la destacada sufragista Isabella Beecher Hooker y Catharine Beecher, educadora e introductora del parvulario en el sistema educativo norteamericano. Charlotte pasó largas temporadas en casa de sus tías después de que su padre decidiera abandonar a la familia.

La madre de Charlotte, perteneciente a una familia burguesa de Rhode Island, quiso proteger a sus hijos del abandono y el desamor mediante un método algo dudoso: era fría y trataba de que no estableciera vínculos estrechos con otros niños. Para contrarrestar esa soledad, su hija se volcó en la lectura -aprendió a leer de forma autodidacta a los cinco años-. 

A los quince años se fue a estudiar a una escuela de diseño, y para pagarse los estudios trabajó durante un tiempo como ilustradora de tarjetas de regalo. Una de las principales líneas de su discurso fue la defensa de la independencia económica de las mujeres -queda muy bien reflejado por ejemplo en el cuento “Si yo fuera hombre”, incluido en esta nueva edición de Alpha Decay-, y expresó en muchas ocasiones su deseo de permanecer soltera y sin hijos. De hecho, cultivó fervientemente sus amistades con mujeres y mantuvo durante años una relación romántica con Martha Luther interrumpida cuando esta contrajo matrimonio con un hombre (claro). Este hecho impactó profundamente a Charlotte, que años después terminó también pasando por el altar con el artista Charles Walter, con el que tuvo a su hija Katherine. Tras el parto, Charlotte sufrió una severa depresión que vino acompañada de un fuerte sentimiento de rechazo hacia el bebé. Un argumento más para aquellos que la tildaron de mala madre.

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