VALÈNCIA. La sensación es inolvidable: el suelo siempre pulido, un olor plástico tan adictivo como la combinación olfativa del papel y la tinta donde hay libros. Como curiosidad, un rottweiler un tanto agresivo atado con una cadena protegiendo a la dueña. Daba miedo, pero por alguna razón, no despertaba demasiada extrañeza. Eran otros tiempos, que se suele decir. Allí se entraba en busca de la felicidad, un viernes a última hora de camino a recoger las pizzas o una tarde de verano a primera hora después de comer antes de meterse en un piso con los amigos. El despliegue de cajas abducía: lo bueno era pasearse por las secciones en busca de las novedades, encontrar la última ficha de cartón disponible sobresaliendo de la funda de una de las más deseadas. Eso era lo bueno, pero lo mejor era acercarse a los estantes prohibidos: un vistazo de refilón al cuartito de los adultos a través la rendija que quedaba entre las puertas tipo saloon y un análisis en detalle de las cintas de terror de aquella época dorada del género.
Lo monstruoso era un imán: la portada de Holocausto caníbal sin tapar, las abejas de Candyman, la pavorosa mueca de Freddy sonriéndonos desde la portada. A medida que se iban cumpliendo años y la prohibición parental se relajaba por aquello de crecer, los títulos fueron cayendo uno tras otro semana tras semana. Esta y esta: se sacaban las cartulinas para el registro, se llevaban al mostrador, se apuntaba el usuario, se sacaban las cintas y se metían en las cajas para prestar. Parece que fue ayer, o hace ciento cincuenta años, pero no en un punto intermedio. Después del Video Rados de Campanar llegó Drugstore, pero algo no cambió: la solemne fascinación por aquel ser de pesadilla, aquella especie de monje ataviado con una túnica de cuero, con la cabeza blanca como la nieve y llena de clavos, que miraba con furia demoníaca desde la carátula de una película llamada Hellraiser. Tardé mucho en sentir que era el momento de verla. Tanto que acabé leyendo antes el libro que originó la irregularísima saga, The Hellbound Heart, de Clive Barker.
No obstante, claro, la película se terminó viendo, y después casi todas las demás (se dice pronto). Se leyó más a Barker, se investigó todo lo que se pudo el lore de la saga. Pero faltaba algo. Faltaba más trasfondo de los increíbles personajes que son los cenobitas, de lo mejor y más profundo que se ha creado en el género. Y faltaba especialmente definir o situar al Sacerdote del Infierno, a quien se comenzó a llamar Pinhead popularmente. Barker creó con su saga una orden infernal única, un averno maravilloso en forma de laberinto imposible —auténtica dimensión para la desesperación eterna—, y también un objeto inimitable con un nombre perfecto, la caja de Lemarchand, la configuración del lamento. Pues bien: una caja de Lemarchand ha sido de nuevo abierta y el cenobita máximo está saliendo del infierno azul desesperación: con Los evangelios escarlata que publica Hermida Editores con traducción de Óscar Mariscal, Clive Barker ha completado —por el momento— el canon de la saga Hellraiser.
Saber que existía el libro, correr a comprarlo, llegar a casa y ponerse a devorarlo con ansia de sacerdote demoníaco infernal fue todo uno. La novela de Barker era una historia largamente esperada: Pinhead, maestro en el arte del tormento, genera adicciones insuperables. El material anhelado no se hace esperar: el demonio hace acto de presencia ya en las primeras páginas, ante un concilio de magos aterrorizados que tratan desesperadamente de despertar a uno de los suyos para pedirle ayuda ante lo que parece una cacería del cenobita, que se encuentra en busca de ciertos grimorios de gran poder. Y claro: no hay aparición de Pinhead que se precie sin campana que anuncie su llegada, ni sin luz pálida filtrándose desde las grietas de las paredes que se abren, y por supuesto, sin cadenas que salen volando desde la puerta al infierno para clavarse en el cuerpo de los condenados. Es la marca de la casa. Eso, y un dolor espantoso infligido de las formas más creativas. Por lo general, con ganchos. Y también el moldear a los condenados hasta convertirlos en horrendas caricaturas de un ser humano.
Por ejemplo: “Se hallaba en la meseta de un empinado tramo de escalera de piedra cuyo arranque permanecía oculto por una densa capa de niebla gris amarillenta. Y de esta niebla estaba emergiendo una figura. Se trataba de un hombre desnudo de complexión delgada, vientre inflado y pectorales cubiertos por bolsas de grasa colgando como pechos rudimentarios. Pero fue la cabeza del hombre lo que atrajo la atónita mirada de Harry. Era claro que había sido sometido a un cruel experimento cuyas secuelas eran tan graves que a Harry le asombró que la cobaya humana siguiera viva. El cráneo del sujeto había sido aserrado quirúrgicamente desde la sutura coronal hasta la base del cuello, dividiendo la nariz, la boca y la barbilla en dos partes iguales; solo la lengua, que colgaba del lado izquierdo de la boca del desdichado, permanecía entera. Para evitar que los huesos y los músculos volvieran a juntarse, una gruesa varilla de hierro oxidado, de unos diez centímetros de largo, había sido introducida a un dedo de profundidad en el hueco de la cabeza hendida. El travesaño metálico, sin embargo, hacía algo más que mantener separadas ambas mitades […] también forzaba a las medias caras a alejarse de su eje de simetría, orientando cada eje visual a cuarenta y cinco grados respecto a este”. No se puede decir que el Barker de The Hellbound Heart no haya vuelto. No solo él: el Harry al que nos referimos no es otro que Harry D’Amour, detective neoyorquino de lo oculto ya conocido en el universo barkeriano, que se verá inmerso en un conflicto cuyo desenlace se dirimirá en los más remotos rincones del infierno, como la isla Yapora Yariziac. Qué decir: el tentador de la Orden de la Incisión sabe perfectamente lo que nos gusta a sus legiones de acólitos.